Esta visión, enmudecedora de tan espectacular, pese a todo
es sólo una bella coraza que muestra apenas nada de la verdadera Alhambra, de
su delicado mundo interior; mas lo poco que enseña es suficiente como para
hacer presagiar que la visita a este monumento puede resultar embriagadora. Esa
clara dicotomía entre un exterior impermeable y un interior absorbente es muy
propia de las edificaciones y, por ende, del carácter de los musulmanes,
celosos siempre de preservar su vida privada ante miradas extrañas pero
igualmente dispuestos a impresionar a sus invitados cuando éstos atraviesan el
dintel de sus puertas.
Otro rasgo evidente que se desprende de esta panorámica del
lienzo norte de la Alhambra es la peculiar disposición de sus torres
palaciegas, planificadas, más que como defensas, para reafirmar el poder real,
conformando un subterfugio ideológico que logra muy bien su fin último:
aparentar grandeza.
Ello es especialmente evidente en la torre de Comares, un
balcón áulico que se adelanta sobre el barranco de san Pedro para hablarle a la
ciudad, cercano pero al tiempo hierático, del poderío de sus creadores y de las
maravillas que encierra dentro. Ese aura tan seductora sigue hoy tan viva como
cuando la Alhambra fue edificada y un simple turista puede sentir su impacto lo
mismo que en su día lo sentirían los súbditos de los reyes granadinos.
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