sábado, 11 de enero de 2020

SICILIA, GUÍA DE SENSACIONES: Completando el círculo


Dejamos atrás Catalgirone en domingo. Las carreteras estaban empapadas pero tranquilas y nuestro siguiente objetivo, Siracusa, quedaba cerca, esperándonos en la costa oriental de Sicilia.
Siracusa tiene una perla, Ortigia, la isla pegada a ella, cuya belleza es tal que, desde dioses griegos a reyes sículos o gobernantes árabes, todos prefirieron morir antes que rendirla.

Absolutamente recomendable es callejear por este barrio en pos de solemnes plazas pero también de rincones desvencijados, con edificios donde las leyendas y los estilos se superponen. Un ejemplo de ello es el Duomo, catedral normanda asentada sobre un templo griego, con un interior netamente barroco. Una iglesia de la misma plaza alberga a un Caravaggio. El pintor, de notorio mal carácter, se refugió en Siracusa, huyendo de sus pendencias en Nápoles.

Pila bautismal en el Duomo de Siracusa.
Ya en las afueras, un emplazamiento de fábula envuelve al teatro griego, donde pudo sentarse Arquímedes sin dejar de pensar en sus números, mientras se representaba Las Troyanas de Eurípides.


Muy cerca de Siracusa queda Catania, capital económica de Sicilia, desde cuya calle central se divisa el Etna. El gran volcán lo es todo para esta provincia: prodiga madre que fertiliza sus campos y padre apocalíptico de tanto en tanto. Como la destrucción forma parte de su pedigrí, Catania no alcanza la monumentalidad de Palermo, ni conserva demasiados vestigios de la era sícula o normanda. Pero tiene quizás el mejor mercado de la isla, el del Pescado. En sus puestos las almejas vivas (vongole veraci) entonan su último silbido antes de acabar en un plato de pasta.


Mal que le pese a Palermo, Catania es la más cosmopolita de las ciudades sicilianas. En la plaza del Duomo, grupos de inmigrantes toman el sol codo con codo con los mirones de siempre, los jubilados catanenses. 


Muy cerca de allí, en la iglesia de santa Ágata, un san Judas Tadeo sigue escuchando los deseos imposibles de sus fieles. La sencilla talla, casi pueblerina, contrasta con la fastuosidad del templo, el segundo en importancia de la ciudad.


Aún nos quedaban dos días para terminar el giro a Sicilia y pensamos hacer noche en Cefalú, ya bastante cerca de Palermo. Para llegar allí, volvimos a adentrarnos en la isla, rodeando el Etna. El paisaje recordaba a Extremadura o el Alentejo portugués, con batolitos volcánicos emergiendo de la campiña. 

El volcán Etna.
Sobre uno de estas mesas pétreas se asienta firme Calascibetta, uno de esos genuinos pueblos de piedra sicilianos que nos habíamos prometido encontrar. 


Al contrario que Erice, cumplió de sobra nuestras expectativas quizás porque aún se conserva virgen.
Vista parcial de Calascibetta y su entorno.
Nada que ver con nuestro siguiente parada, Cefalú, el  ombligo turístico de la Isla y lugar de descanso ya para los reyes normandos. Su catedral es Patrimonio Universal de la Unesco, junto a la de Monreale y los numerosos monumentos árabe normandos de Palermo. Lástima que unas obras no permitiesen apenas ver el Duomo  e impidiesen disfrutar de su claustro. Afortunadamente, Cefalú ofrece mucho más. Por ejemplo su misma estampa de ciudad vieja tendida sobre un espolón azotado por el oleaje; o un museo con dos obras de Antonello de Messina (una de ellas prestada temporalmente) y una interesante colección arqueológica y de artes decorativas. Y está también la vivacidad de sus calles, donde un repartidor de verduras adornaba su motocarro con una ristra de ajos, quizás para protegerse de los vampiros o puede que de la mafia.




Antes de llegar a Palermo, una última parada en Bagheria, en busca de Villa Palagonia, erigida a mitad del XVIII por un príncipe gattopardo. La encontramos cerrada, pero las grotescas estatuas de sus muros eran suficientemente elocuentes para imaginar la depravada atmósfera que reinaría en sus buenos tiempos.


Entrada a Villa Palagonia.

viernes, 10 de enero de 2020

SICILIA, GUÍA DE SENSACIONES: Il giro a Sicilia


Una bella en el Valle (dei Tempi), Agrigento.

Ha llegado el momento de hablar por fin de nuestro particular giro por Sicilia. Y hay que empezar por el punto de salida: Palermo. No es fácil describir su inclasificable atractivo. Baste decir que, nada más llegar, noté ese pellizco de emoción que tanto gusta al viajero, debidamente sazonado con la lluvia intermitente que caía. Si eso le añadimos un paraguas de pentagramas que para guarecernos compramos en una tienda de música, el resultado es un cóctel de dulces emociones. Y eso en el primer día, que suele pillarme con el pie cambiado.


Fue verdaderamente al siguiente cuando empecé a sospechar en qué ciudad de las mil sensaciones me hallaba. Gozoso fue descubrir en la Galleria Regionalle Della Sicilia un jarrón nazarí, parecido al de las gacelas. Me agradó que estuviera situado en un pasillo, bajo una escalera y frente a un patio porticado. Es donde probablemente lo hubiera colocado un rey de la Alhambra.



Llegado el tercer día, salimos de ruta, dejando aparcada Palermo en su magnífica bahía. Lo hicimos con cierta nostalgia, pero sin sospechar aún que acabaríamos rindiéndonos a sus pies. Me puse al volante sin mayores preocupaciones (hay que ser muy ingenuo para lanzarse sin más ni más a las carreteras sicilianas). Como la trinacria, que camina imaginariamente siempre hacia occidente, seguimos la dirección del sol, en dirección a la punta oeste.
Nada más salir, ganamos la atalaya de Monreale, el refugio dorado de los reyes normandos. Boquiabiertos quedamos ante las incontables maravillas de su impactante catedral mestiza (1).


Ya en el camino de bajada, en dirección al mar, pegotes de basura engalanaban los arcenes. Qué desagradable contraste con la belleza cristalina del claustro de Monreale. No pudimos evitar malos pensamientos hacia cualesquiera que hubiese cometido tamaña tropelía. Por desgracia, más adelante pudimos comprobar que lo de estercolar los caminos y las calles no es algo tan infrecuente en Sicilia.
Nuestro siguiente destino era Erice, un pueblo medieval agrisado por la turistificación que nos decepcionó. Pero a sus pies está Trápani, que ofrecía la sensación contraria: más de lo que a primera vista parecía. Como es normal en Sicilia, no carece de joyas arquitectónicas, tal que su pequeña catedral, de la que me llamaron la atención los delicados relieves de sus puertas de bronce. 



Destacaría, sin embargo, sus salinas, donde creí notar aún el remoto aliento de los fenicios. En ese armonioso paisaje la tierra, el mar y el cielo se suceden en estratos. Los diques hechos de toba se alternan con lenguas de agua desbravada. Sobre la piedra porosa se proyecta la sombra de molinos de tejado rojo y medran plantas halófitas (2). Por encima de este paisaje a bandas, y no demasiado lejos, la ciudad de Trápani apunta con su dedo de atlante a las islas Égadas.



Al día siguiente tocaba Agrigento y su afamado Valle de los Templos, que en realidad no es un valle sino una suave loma. Este parque arqueológico, con cinco templos griegos, o apenas sus quijadas, se halla es verdad en un paisaje de égloga. 




Pero esta ciudad pequeña pero de gran enjundia, ofrece algo más, mucho más. Remontando las cuestas de su casco viejo, es inevitable acordarse del Albaicín. Su trazado no es arborescente sino más bien, y al estilo griego, cuadriculado. Pero en él, como en el arrabal granadino, se descubren callejones particulares que terminan en un rincón ciego, como en los barrios árabes o en las juderías.



En la jornada siguiente nos adentramos en la Sicilia profunda por carreteras deslavazadas, camino de Catalgirone. Es ésta la ciudad alfarera de Sicilia por antonomasia. Para recorrer su interesante casco viejo (desde ya lo llamaré medina griega), lo lógico es subir su interminable Scalinatta de Maria del Monte. Sin embargo, regidos por nuestra propia lógica, en lugar de subirla, terminamos más bien bajándola, después de rodearla por la derecha. En alguno de esos rincones que a mí me gustan lucían macetas de cabeza de moro (mori testa) que han dado notoriedad a Catalgirone.



A esas alturas, comenzaba a llover en serio, así que, tras cenar bastante bien en un pequeño restaurante familiar, decidimos retirarnos a nuestros aposentos.





(1) Ver entrada de la arquitectura bizantino árabe normada. 

(2) Plantas tolerantes a la salinidad.



Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...