miércoles, 1 de noviembre de 2017

El fantasma y el Rey (I)

Como sombra invisible recorro este laberinto de tumbas, nichos y panteones, donde vivo desde que lo perdí todo excepto mi conciencia. La lluvia no puede empapar mi ser intangible pero sí me arrastra el viento que caracolea entre los cipreses y arranca a las flores su aroma teñido de muerte. Soy el difunto más antiguo de este cementerio de san José de Granada, soy más viejo, mucho más, que el propio camposanto. Mi tumba ni siquiera está aquí, pues fui a morir bien lejos pero, de algún modo, mi espíritu errante llegó a este lugar, al rincón más triste de la colina de la Alhambra, cerca de donde viví mis mejores días. Así, vago por este fértil campo desde hace más de seis largos siglos. ¿Qué quién soy? Eso poco importa ahora. Si me presento no es para contar mi vida sino la historia del rey que construyó aquí un palacio, llamado de los Alijares. De ese lugar apenas queda hoy una quijada, ni siquiera un reflejo de su antiguo esplendor de mármol, cristal y destellos dorados. Sin embargo, sí restan muchos recuerdos que evocan los tormentos y gozos que en él vivió aquel rey, conocido por todos como Muhammad V. En su construcción puso más empeño y pasó más fatigas que en el famoso Jardín de la Felicidad, el de los doce leones.
Cuando comenzó a erigir este palacio, el reino acababa de salir de un duro trance, una de esas luchas internas que, como paludismo, se reproducían de tanto en tanto en su seno. Para conservar su poder, el monarca se cebó en alguien a quien había profesado un enorme afecto: el polígrafo Lisan al-Din ibn al Jatíb, al que los tiempos recordarán como destacado poeta y perspicaz historiador, pero también por su ignominiosa muerte en el exilio. Sucedió que, caído en desgracia, más por imprudencia que por conducta impía, como proclamaban sus detractores, dejóse arrastrar por el pánico y huyó de al Andalus hacia el Magreb. Pero el rey granadino, cegado por el dolor del abandono, lo acusó de traición y decidió perseguirlo para darle muerte. Encomendó tal empresa al sibilino Ibn al Zamrak, en otro tiempo discípulo del perseguido y que no había tardado en ocupar su puesto. Acompañado de los peores asesinos de Granada, reino donde abundaban los criminales refinados, Ibn Zamrak inició una caza implacable de su antiguo maestro, acosándolo como una bestia allá donde lograba refugiarse. Finalmente, consiguió que se le juzgase con deshonor en Fez e hizo que fuese asesinado clandestinamente en su celda antes de que se cumpliera la sentencia oficial. Incluso, una vez enterrado, el cadáver de Ibn al Jatíb fue profanado y apareció quemado junto a su tumba.
Dicen, aunque no está escrito, que el rey, quien no paró en mientes hasta completar su venganza, no pudo evitar caer en una profunda depresión tras conocer la noticia, una suerte de enfermedad melancólica de la que nunca llegó a recuperarse. Y que, para escapar de su propio infierno, decidió construir este palacio, desde el que se ha dicho que se puede tocar el cielo. Otra versión, recogida en una crónica antigua hoy desaparecida, aseguraba que el rey eligió este emplazamiento porque daba la espalda a Granada y todos sus problemas, a la rigidez de la corte y al bullicio de la ciudadela, porque aquí el mundo y todas sus pasiones parecen muy lejanos. Algo así sucede con las montañas de Sulayr[1], cuya mole, nítida desde la Vega, diríase inalcanzable desde esta posición. Aquí, las cordadas del piedemonte se pliegan unas sobre otras sin dejar apenas ver las cumbres y es como si se atisbara desde abajo a un gigante que viste pesada túnica y luce cabellera cana. Y el río, todavía niño, es apenas un destello que parpadea en la hondonada poco antes de entrar en la llanura para fertilizarla.
En su día el rey se complacía con este mismo lienzo natural desde su atalaya privada en la torre sur de este palacio, donde concibió cada plano, cada detalle decorativo, cada columna y cada panel de yeso afiligranado. Para acarrear agua hasta esta, por entonces, área yerma por demasiado elevada, se ayudó de un viejo documento de la época de su padre, el gran Yúsuf I. A partir de las ideas de éste logró completar el sistema de irrigación más complejo construido jamás en al Andalus, superior en ingenio al de la Acequia Real. Así, tan alambicada distracción le servía para hallar alivio contra el hastío de vivir, que por momentos se tornaba en dolor, sentimientos que ya corroían su alma cuando todavía no había cumplido cuarenta años, poco después de mandar asesinar a Ibn al Jatíb.


El fantasma y el Rey (y II)



Todavía le veo frente a un rugoso pergamino y con una pluma de caña pergeñando el diseño floral que adornará las baldosas. Pero es incapaz de encontrar la concentración que necesita. Antes piensa en su vida, que ha llegado a los 50, y ha sido tan turbulenta que ya se siente un anciano. Es abuelo y ha reinado dos veces. Recuperar el trono a sangre y fuego, primero, y mantenerlo después no ha resultado tarea sencilla ni agradable. Está harto de intrigas, insidias y desavenencias cortesanas, de maledicencias de unos contra otros, de ver cada día tantas miserias y mezquindades a su alrededor. Hasta el punto de que ha llegado a odiar la corte, con todos sus lujos, a considerar más de una vez y siempre para sí mismo abandonar el poder, dejarlo todo en manos de su hijo, al que ha educado bien y al que considera su digno sucesor. Pero, ¿cómo hacerlo sin provocar revueltas, sin poner a sus propios herederos y a él mismo en riesgo de morir asesinados por alguna nueva conjura?
Para olvidarse de su infelicidad suele escaparse siempre que puede a los Alijares. Le basta recorrer, entre senderos flanqueados por arrayán, los mil pasos que separan este palacio de la ciudadela roja para imaginar que es otro, un trasunto de sí mismo, alguien mucho más noble. Aquí, donde nada escapa a su minuciosa supervisión, da rienda suelta a su verdadera vocación de rey constructor. Aún así, aislado del mundo, no puede sustraerse de sus fantasmas, que son numerosos, ni dejar en la puerta de este palacio sus suspicacias, las sospechas que, por miedo a ser eliminado, le acompañan desde que fuera destronado cuando todavía era un adolescente. Desde entonces, su espada siempre duerme junto a él. No hay nadie en toda Granada más desconfiado porque tampoco nadie puede temer más las asechanzas.
Incapaz de sustraerse a sus pensamientos, vuelve a enfrentarse con la hoja en blanco, intentando plasmar la composición floral que tan nítidamente tiene en su cabeza pero que es incapaz de trasladar al pergamino. Ha de apresurarse, el palacio está casi concluido y sólo resta definir el pavimento. Indeciso, da una pincelada intentando perfilar una flor, pero el resultado le parece desastroso y, desesperado, rompe el boceto, arrojándolo con desdén hacia atrás, junto a otros muchos desechados.
Dibujo del Patronato de la Alhambra.
Huyendo de su impotencia, fija de nuevo su mirada en el paisaje un instante y luego cierra los párpados; imagina sin esfuerzo que está al borde del río, que aquella tarde de primavera palpita bullicioso a sus pies, crecido por las aguas de deshielo. Puede notar sin esfuerzo su frescura, escuchar su rumor embravecido y respirar el aliento de montaña que arrastra. Entonces, algo lo saca de su trance: un gran estruendo. Una de las estanterías de su estudio acaba de derrumbarse y las piezas que albergaba están desparramadas por el suelo, incluida una maqueta del palacio con sus cuatro torres cupuladas. Su pabellón central ha salido despedido y aún rueda por la estancia como una peonza con un runrún que rompe el silencio de forma inquietante. Un escalofrío recorre la piel del rey, como si una sombra invisible y helada lo hubiese rozado. No es la primera vez que sufre pequeños accidentes sin aparente explicación que vienen a sobresaltarlo en los escasos momentos de verdadero gozo que puede permitirse, algo que él atribuye a la mano de un fantasma de alguien que conoció. Y en eso no anda equivocado.
Intentando descubrirme, explora cada rincón de la estancia, incluso me invoca temerario, pero no le servirá de nada; sólo logrará llamar la atención de su chambelán, que acude para hallarlo, como otras veces, anegado en sudor y con los ojos desorbitados, farfullando todavía maldiciones contra quien le atormenta. El criado se acerca a él intentando ayudar pero la mirada del rey le hace retroceder; piensa en llamar al médico pero sabe que es inútil: no hay medicina contra la locura y, además, sabe por experiencia que la presencia del galeno no hará sino enervar aún más a su señor. De este modo, tras poner un poco de orden en la estancia, decide dejarlo solo mientras implora al cielo para que interceda por su soberano y proteja al reino que gobierna.
Yo, por mi parte, me regocijo con su confusión, un castigo insignificante comparado con el mal que él me hizo, desposeyéndome con inquina de mi honor y arrebatándome mis bienes, castigando a mi descendencia a la vergüenza pública y la pobreza. No habrá paz para él mientras yo pueda impedirlo.
Pero este castigo ha de administrarse en pequeñas dosis, como la ponzoña que envenena lentamente sin que la víctima lo advierta. Así que, para seguir jugando con él más tarde, he de darle un respiro. Tengo todo el tiempo del mundo, la eternidad entera. Pasan horas antes de que acierte a salir del rincón en el que se ha refugiado. En ese tiempo, un alarife se ha atrevido, imprudente, a llamar a la puerta para preguntarle si quiere inspeccionar las estancias reservadas a los invitados, que irán en la torre este. La única respuesta que obtiene es un feroz alarido que resuena en todo el palacio. Un soldado se acerca al alarife para alejarlo de la puerta a empellones.
Fuente: http://nomadicchick.com/
El sol está ya muy bajo cuando por fin el terror que le ronda se disipa en su mente; se levanta con no poco esfuerzo para retomar el pincel de caña. Mira de nuevo al río a su entrada en la vega. Su espalda plateada parece desembocar en el disco solar, como si fuera a evaporarse, como si estuviera destinado a no llegar al mar. Existe tanto paralelismo entre esa imagen y su vida, corta pero intensa, que cree asistir a una reminiscencia de su propia muerte, que adivina cercana. Una profunda melancolía le invade pero ya no siente pavor alguno, solamente un gran alivio ante la certeza de que pronto su suplicio habrá acabado. Invaden la estancia tonalidades naranjas y malvas, reflejo del sol en agonía sobre la cúpula acristalada de la torre.
En un arrebato de inspiración, da una certera pincelada para trazar una flor de cinco pétalos rodeada por su propio tallo. Es irregular pero delicada, con un aspecto inédito en la Alhambra, justo lo que andaba buscando. Eso lo anima a continuar febrilmente la senda que le marca la inspiración dibujando otras flores de similar aspecto pero al tiempo todas distintas. Incluso imagina los colores de la composición: sobre un fondo blanco, algunas flores irán de morado casi negro, otras de color terroso, varias de azul acuoso y otras sin relleno alguno. Para completar el conjunto, lágrimas color oro fluyen entre los tallos y desembocan en los bordes.
Podría rozar su pluma ahora, cuando da los últimos retoques, pero me lo impide la compasión. No hacia él sino hacia su bella obra, más de un artista que quiera significarse que de un artesano que repite modelos heredados.
Lo dejaré tranquilo por hoy. Se lo merece. Sí, acaba de concluir su dolorosa tarea y el ocaso lo anega todo, también inunda su ser exultante. Gotas de sudor se mezclan con lágrimas en la penumbra en un último destello del día. Justo en ese momento alguien osa abrir la puerta sin avisar. Es su nieto Yúsuf, de catorce años, y llega acompañado del poeta real y visir Ibn Zamrak, víbora entre las víboras y cómplice de mi desgracia. Sin duda han acudido alertados por el chambelán real, que permanece en la puerta expectante. Al encontrar al soberano más tranquilo de lo que pensaban, mirando el paisaje, piensan que todo ha sido una falsa alarma e intentan retroceder, pero Muhammad se lo impide levantando la mano.
-  Llegáis justo a tiempo para que os muestre algo –dice señalando el dibujo.
Apenas se ve nada en medio de la creciente oscuridad e Ibn Zamrak ordena con displicencia al chambelán que encienda las linternas. Ya con luz, observan durante un largo instante el diseño, se miran y siguen sin saber qué decir. Está claro que no valoran mucho las novedades. Para conjurar tan incómodo silencio, Ibn Zamrak echa mano a una de sus lisonjas:
-  Sin duda, mi señor, una gran obra, propia de vos, como todo en este palacio maravilloso que los siglos recordarán.
-  Para decir eso, hubiera sido mejor callar, como mi nieto. Él ha demostrado más aplomo.
El rey ha contestado sin dignarse a mirar al poeta. No quiere enturbiar su mirada, que prefiere reservar cálida para su nieto. Se siente animado como para preguntar al príncipe sobre sus progresos en el arte de la poesía, que éste cultiva con gran dedicación.
- Vamos, alteza, mostradle a nuestro señor vuestros últimos versos –interviene Ibn Zamrak.
-   ¿Los últimos? Pues bien éstos son los últimos.
El río es principio y fin de todo, guía lo mismo a santos que a soldados,
Semeja un alfanje: fino y romo al principio, ancho y mortal al final.
-  Teníamos previsto que recitaseis otros versos mucho más galantes. ¿De dónde habéis sacado esos otros tan tristes? Además, qué clase de rima es ésa –reprende sorprendido su preceptor al príncipe.
-  Los acabo de componer; al ver a mi abuelo mirar al río me han venido a la mente. Disculpad maestro, no lo he podido evitar.
-  Está bien, pero la indisciplina no casa bien con vuestra condición…
Pero Ibn Zamrak no puede continuar, el rey le ordena callar con una severa mirada.
-  ¿Cómo tú, poeta, osas reprender a mi nieto al dejarse llevar por el corazón? Ni toda la poesía del mundo valdría para mí tanto como estos versos. Pero tú eso no lo puedes comprender, nunca fuiste como aquél al que perseguiste sin piedad pese a ser tu maestro, nunca estuviste a su altura.
Ibn Zamrak nada replica, no es la primera vez que recibe reproches del monarca de forma tempestuosa y ha de resignarse. Tampoco su nieto dice nada, incómodo por el cambio de humor del rey. Tiene bien sabido que en la corte granadina se camina siempre sobre el filo de una espada y ninguna cabeza, ni siquiera la de los herederos, está totalmente segura.
-  Y ahora, marchaos, tengo mucho en qué pensar. Además, me noto muy cansado. Creo que estoy más cansado que nunca. Tened la amabilidad de anunciar que dormiré aquí esta noche.
Fuente: http://nomadicchick.com/
Al quedar solo, el recuerdo de su amigo Ibn al Jatíb termina por adueñarse de la mente de Abú Abdalá Muhammad. Intenta echar a un lado el peso de la injusticia que cometió con él, para que afloren los buenos momentos vividos juntos. Qué no hubiera dado por presentarle orgulloso a su nieto poeta, por intercambiar de nuevo confidencias y pedirle consejos, cuánto no daría por tenerlo ahora a su lado y así amarlo profundamente como antaño, porque fuera huésped eterno de aquel palacio colgante dedicado a él.

Lo que no sabe, o tal vez no quiera saber, es que el espíritu atormentado de Ibn al Jatíb mora desde hace tiempo en ese palacio y se complace en arrastrarlo poco a poco hacia una muerte lenta y tortuosa sin descubrirse. Sólo al final, cuando la muerte del rey esté próximo, levantaré el velo para que pueda contemplar mi espantoso rostro desfigurado por la vigilia de la muerte y la venganza.

Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...