domingo, 22 de enero de 2023

Alhambra inadvertida: distinguidos grafittis

No es tema muy atractivo pero sí resulta interesante y dice mucho del devenir del monumento, sobre todo desde el siglo XIX en adelante. A poco que uno se fije, encuentra grafittis o pintadas (“ralladas” más bien) por doquier, sobre todo en yeserías que quedan al alcance de la mano. Lo mismo en los palacios que en el Generalife hay zonas plagadas de nombres, corazoncitos y fechas, casi siempre de la segunda mitad del siglo XX. A la avalancha de turistas iniciada en los años 60 no acompañó una adecuada protección del Patrimonio, con la consiguiente degradación de esos lugares que, por irreemplazables, deberían ser también vistos por la población como inviolables. Pero, ingenuidades aparte, esta manía de meterle mano a la piel de la Alhambra viene de lejos y ha sido perpetrada en las más vistosas ocasiones por personas de las llamadas respetables y hasta muy notorias. 

En el centro, firma de Alonso Cano, fechada en 1630 y algo.

Por ejemplo, al polifacético artista granadino Alonso Cano (1601-1667) se le ocurrió estampar su firma nada menos que en el Mirador de Lindaraja, la joya de la Alhambra. Demostró con ello muy poco respeto por la obra de arte ajena. Claro que ya se sabe que era un hombre de armas tomar. Tan embebido estaría de sí mismo que no le importó cometer tal tropelía. Otro jactancioso fue, según parece, el inglés Richard Ford (1796-1858), pues manchó con su firma otro lugar icónico del monumento nazarí: la taza de la fuente de los Leones. 

El nombre de Ford y la fecha, 1831, en el borde de la taza de la fuente de los Leones.

En alguna parte he leído que también dejó constancia de su falta de respeto hacia la Alhambra en la torre de Comares y, otra vez, como Alonso Cano, en el Mirador de Lindaraja. Y el, caso es que a Ford, que visitó España entre 1830 y 1833, hay que agradecerle sus esclarecidas palabras sobre la España que conoció. Lo normal en aquel momento era o admirar y hasta glorificar bajo un prisma romántico el ruralismo de un país atrasado pero encantador o, por el contrario, abominar de su atraso y acendrada decadencia en tono melindroso y aires de superioridad. Richard Ford criticó pero con argumentos no sólo los defectos de la España que se hundía cada vez más; también a quienes la convertían en el exotismo ilusorio que no era. Pero, una cosa eran sus intenciones, digamos intelectuales, y otra sus hechos. Sin ir más lejos, aparte de lo dicho, también expolió, muy a la inglesa, al menos un arrocabe del palacio del Partal que, por cierto, su descendiente acaba de devolver casi 200 años después. He hablado de dos personajes ilustres empeñados en dejar constancia de su paso por la Alhambra a golpe de punzón. Pero hubo otros. La misma Fuente de los Leones tiene más cicatrices, además de la de Ford. Como unas siglas que empiezan por L (¿Lord o tal vez Lady algo?), o unas NY, quizás de alguien de Nueva York. 


Neoyorquino era otro muy famoso viajero relacionado con la ciudadela roja, el más célebre, de hecho: Washington Irving (1783-1859). Muy ponderado como difusor universal del monumento nazarí gracias a sus "Cuentos de la Alhambra", también se le considera un firme defensor ante tropelías como las referidas. De hecho, su amigo el Príncipe Dolgorouki, un diplomático ruso, regaló al monumento el primer libro de firmas de la Alhambra. El lujoso volumen, encuadernado en piel, fue inaugurado en mayo de 1829 por Washington Irving y el citado príncipe y duró hasta 1872, tras estampar en él su firma unos 10.000 visitantes.  Se trata, sin duda, de una iniciativa encomiable que, además, ha aportado una invaluable información sobre la historia del monumento en las décadas centrales del siglo XIX. Este dato es suficientemente conocido. Lo que no todo el mundo sabe es que, en 1829, el mismo año en que Irving promovió el libro de firmas para evitar el deterioro del monumento, él mismo cometió ese mismo pecado: firmar en las paredes de la Alhambra. Hay que fijarse bien, pero en la siguiente foto, tomada en el Palacio de los Leones, se pueden apreciar las iniciales "W I" y la fecha "1829":
Éstas y otras marcas decimonónicas, con siglas, años o lugares de procedencia detectables en diversas partes, parecen obra de personas acaudaladas, que podían permitirse sobornar a los vigilantes el tiempo suficiente para perpetrar su capricho. A este respecto, viene al caso una ilustración de otro de esos viajeros, sin duda un perspicaz observador: el ilustrador francés Gustave Doré (1832-1883). En ella se ve a dos personajes de dudosa catadura arrancando alicatados, junto a un vigilante que mira a otra parte. Toda una instantánea de la época.




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