jueves, 4 de abril de 2019

Por la Raya de Portugal: Extremadura y Alentejo (y VI)



Vista general de Vila Viçosa.
Al llegar, Vila Viçosa me pareció un lugar desamparado, expuesto a invasores en el pasado y todavía ahora, víctima de inviernos ventosos y veranos inclementes. Hundida en una hoya sería uno de esos lugares donde si entras no sales víctima de algún hechizo. ¿Qué vieron en ella los poderosos duques de Bragança, última dinastía portuguesa, para convertirla en uno de sus bastiones?
Que este fue real sitio se notaba en el alojamiento que escogimos. La Casa do Colégio Velho, hoy palacete turístico, fue una escuela jesuítica hasta que la adquirieron sus actuales propietarios. En la puerta, una encantadora señora mayor, con el pelo teñido de morado, nos recibió hablando perfecto español. “Soy hija de gallega, aprendí español porque entonces no se permitía el gallego”, dijo. Y eso que Franco era del Ferrol, pensé.


Nada más cruzar la puerta, aquel lugar regalaba encanto. Decorado con primor, exhibía pequeños tesoros que retrotraían a la dueña a su infancia feliz, a su vigorosa juventud, a una arcadia familiar: muebles, lámparas de cristal, fotos, cuadros, incluso un armario con trajecitos almidonados de bebé. En las salas de lectura y música podías creerte un pachá. 

Sala de lectura, con un colección de aves de porcelana.

Y era todo para nosotros, ese día estábamos solos. Y la habitación no podía ser más bonita ni estar más limpia.
Cenamos espléndidamente en un restaurante que nos recomendó la dueña y al salir un viento desapacible invitaba a volver al hotel, pero era aún temprano. Decidimos tomar un vino alentejano en una especie de casino de pueblo lleno de parroquianos. Retransmitían un partido entre la Juventus y el Atleti de Madrid. Qué diferentes son portugueses y españoles en esto del fútbol. A pesar de que Ronaldo marcó los 3 goles de su equipo, aquella gente se mantenía impertérrita. Mi mujer estaba especialmente extrañada. Recordaba los bares españoles, donde con la mínima ocasión de gol se monta un estruendo, demasiado para una coreana. Yo, sin embargo sabía que a uno y otro lado de la Raya, las emociones se manifiestan de forma casi opuesta.  
Al día siguiente nos esperaba un desayuno opíparo y exclusivo para nosotros. Encontré especialmente deliciosos los quesos del país. El comedor se abría a un maravilloso jardín con piscina, abarrotado de pequeñas esculturas, plantas y flores sobre los que flotaban aplicados abejorros.



En Vila Viçosa hay mucho que ver: un viejo castillo junto a un ilustre cementerio, conventos, museos, iglesias y, por fin, el palacio ducal. Horizontal, como todos, frente a una gran plaza y, como todos, con su estatua ecuestre. En este caso de Joâo IV, como decía la senhora “el rey que echó a los filipes”, a los Austria españoles, el rey músico. 



Mucha enjundia monumental e histórica, sí, pero todo demasiado previsible y anodino. Quizás fuese simplemente que estábamos en temporada baja. Otra cosa fue el alojamiento y su dueña. Y también notar la melancolía (saudade la llaman en Portugal) que destila esa tierra a la que el clima o una lenta decadencia han tornado en desabrida. Nada mejor para describir esa sensación que una poesía que colgaba en la sala de lectura del palacete y que reproduzco en la siguiente fotografía, con mi traducción adjunta. 


Fue escrita por Florbela Espanca, poeta de Vila Viçosa, precursora del feminismo en su país. Y, no hay más que leerla, una de las cumbres de la lírica lusa contemporánea.

miércoles, 3 de abril de 2019

Por la Raya de Portugal: Extremadura y Alentejo (V)


Templo de Diana, en Évora.
Dada nuestro hora de llegada, descubrimos Évora a la luz de las farolas. En sus callejuelas sembradas de piedras parecían sonar todavía ecos de cabalgaduras, trasiego de mercancías, mujeres de negro y mejillas coloradas, críos jugando al escondite por las esquinas, todo un mundo ya superado pero aún imaginable.


Restaurante Páteo (patio en portugués)
Ese mismo aire de otro tiempo ofrecía el restaurante que elegimos para cenar. Situado en una casa tradicional, sede de una asociación cultural centenaria, ofrecía buena comida alentejana y tranquilidad en justas dosis.

Rincón de la catedral.
Poco más arriba la catedral gótica nos causó una muy buena primera impresión. A su lado conocimos por fin el famoso templo de Diana, una bandera de mármol coronando el cerro. Es la quijada de un foro romano que en su momento debió parecer una acrópolis.
A la mañana siguiente, desayunamos junto al otro gran templo de la ciudad: la iglesia de san Francisco. 



Embadurnado de oro y mármol de colores, el templo es de una suntuosidad desmedida, poco común en Portugal. Tal ostentación podría parecer obscena en un lugar consagrado al santo de la pobreza y la humildad.  



Mucho más de nuestro gusto resultó la catedral. En una construcción gótica el primer impulso es subir. La escalera de caracol desemboca en una terraza con dos torres en los extremos y una batería de pináculos antorchados rematando las barandas. En ellos, los líquenes amarillean la piedra de modo que el sol parece prender las antorchas. 


Abajo, durmiente, reposa el patio gótico, que no tardamos en visitar. Rematan las cuatro esquinas del claustro otras tantas estatuas hieráticas de los evangelistas, que sirven de columnas. 
En una capilla funeraria y, cómo no, polvorienta, descansa el obispo fundador en un sarcófago. En el suelo, abandonados, hay dos leones antropocéfalos. 
Salimos de la catedral para regresar al templo de Diana. 




El entorno había cobrado vida con la luz. Tomamos cerveza en una animada terraza al borde de un pequeño jardín. Un conjunto escultórico recuerda al arquitecto italiano que recuperó el monumento en el siglo XIX, con la diosa agradecida a sus pies. Lástima que se supiera después que el templo no estaba dedicado a ella, sino más probablemente al emperador Augusto.



Comimos en un pequeño local, uno de esos mesones cuyas paredes recargadas exudan historia local y cuentan con un dueño pintoresco, en este caso una especie de hércules luso. Al hablar con él descubrí la retranca alentejana. Después partimos hacia el lugar donde pasaríamos nuestra última noche: la no muy lejana Vila Viçosa. Pero antes, un asunto pendiente: visitar aquel castillo que vimos a la ida, en Evoramonte.


En lo alto de un cabezo una mole con tres cuerpos superpuestos domina el entorno. Bajo la fortaleza del siglo XVI quedan unas pocas casas, vestigio de la antigua población medieval. También se conserva mal que bien el más antiguo amurallamiento que circunda el castillo, con un arco gótico y cuatro cubos rematando las esquinas.


Paseando por el adarve se atisba la magnífica posición estratégica del lugar. Así lo comprendería Geraldo Sem Pavor, el más conocido conquistador portugués, que arrebató la plaza a los andalusíes en 1160 antes de tomar Évora. 

lunes, 1 de abril de 2019

Por la Raya de Portugal: Extremadura y Alentejo (IV)



Sombras en el camino.

El lunes fue un día de sabores mixtos: nuestro menú turístico saltaría de un lado a otro de la Raya. Comenzamos por la propia Badajoz, apenas entrevista, dado que mi familia vive en el campo. La ciudad no ofrece ni de lejos la monumentalidad que Cáceres. Y eso tiene una explicación. Ha sido, y todavía es, una ciudad militarizada y, por tanto, constantemente atacada, asolada y reconstruida. El último golpe fue olvidarse de ella como capital de Extremadura, que dirían los pacenses.

Torre de Espantaperros.
Pero, en serio, hay algunas cosas que ver. La alcazaba, muy transformada, tanto que parece un parque arqueológico, es apenas un reflejo de la primitiva fortificación islámica. Sin embargo, ha conservado milagrosamente una torre ochavada, llamada de Espantaperros. Tan singular nombre le viene porque, tras la conquista cristiana, se decía que su campana ahuyentaba a los infieles o “perros” musulmanes. Fue construida por los almohades en 1170, es decir, 50 años antes que la torre del Oro, también almohade, con la que se la compara. Es como ésta, una torre albarrana (‘la de fuera’ en árabe). Es decir, adelantada a la muralla, y más alta que una convencional.
La antigua capital de la marca (o frontera) inferior andalusí también sufrió las guerras hispano portuguesas que se libraron a mitad del siglo XVII. Y, a partir de entonces, y hasta prácticamente unas décadas, siguió en el punto de mira de los portugueses. La estatua de Godoy, que era pacense, recuerda su protagonismo en diversas escaramuzas fronterizas antes de la Guerra de la Independencia. Y durante ésta, Badajoz sufrió un duro sitio de los ingleses contra tropas napoleónicas, cuya principal víctima fue la alcazaba.

Plaza Alta de Badajoz.
A los pies de ésta, la Plaza Alta o simplemente “la plaza”, es un ejemplo de las continuas transformaciones que ha sufrido la ciudad. Extrañamente bonita, es en parte medieval en parte modernista. Y poco más vimos de Badajoz, aparte de callejear un poco y comprobar que es una ciudad tranquila donde no se debe vivir mal, aunque sin grandes sorpresas, desde luego.
Ya por la tarde, emprendimos viaje al Alentejo. Nuestro destino era Évora, la capital de la región. Pero antes debíamos visitar Elvas, a tiro de piedra de Badajoz. Nunca mejor dicho, porque hasta hace poco ambas ciudades no han parado de lanzarse proyectiles. Sin embargo, tras la entrada de España y Portugal en la UE, llegó la reconciliación ibérica y ahora son algo así como ciudades hermanas.
La picota de Elvas.  Aquí terminaban los traidores, sobre todo si ayudaban a los españoles.
En Elvas apenas estuvimos una hora, ni siquiera vimos el gran fuerte dieciochesco, que allí pintan como el más grande de Europa. Según mi cuñado, en eso de presumir a los portugueses no les gana nadie. Paseamos un rato por su casco viejo, con una medina de callejuelas limpias y preparadas para el turismo, ramoneamos en su plaza principal, con un letrero en el suelo donde, cómo no, también jugaban los niños. Debería haber en todas las ciudades algo similar, yo estoy por proponerle al Ayuntamiento de Granada que ponga uno Igual en la plaza Bib Rambla. 


Como íbamos con prisas, nos prometimos regresar algún día para disfrutarla debidamente.
Tras Elvas, ya en dirección a Évora, la autopista (de peaje, siempre en Portugal) atraviesa un terreno donde se diluye la dehesa, para dar paso a un terreno más montañoso y boscoso. Por el camino, cerca ya de nuestro destino, vimos asomar sobre un altozano un castillo pulido por el sol que invitaba a visitarlo. Decidimos dejarlo para la vuelta. Anochecía y lo deseable ya era llegar al hotel.

Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...