viernes, 1 de mayo de 2020

¿QUÉ ES LA OBSOLESCENCIA PROGRAMADA?

Cuelga aquí una entrevista de un canal de Youtube que acabo de descubrir, donde el periodista Miguel Noche toca temas tan polémicos como interesantes. Uno de esos asuntos es el de la obsolescencia programada. Para quien no lo sepa, se trata de una infame práctica industrial que hace que los productos funcionen sólo el tiempo que decide y le conviene al fabricante. Para que se entienda mejor, piénsese en lo que duraban antes cualquier aparato, cuando la obsolescencia programada no era una norma, y lo que duran ahora, como si electrodomésticos o móviles estuviesen "programados" para morir, al igual que los replicantes de Blade Runner. El objetivo, evidentemente, es forzarnos a consumir de modo compulsivo y a costa de nuestro preciado Medio Ambiente. 
Esta entrevista fue realizada recientemente a Benito Muros presidente de la asociación Feniss, la única entidad del mundo que lucha contra esta locura y que está radicada en España, en concreto en Barcelona. Merece la pena escucharla.



miércoles, 25 de marzo de 2020

Voltaire, avant la lettre

Quién no ha oído al menos nombrar a Voltaire, aunque no sepa quién fue. Comúnmente, volteriano equivale a revolucionario, pero tal idea preconcebida está lejos de ser exacta. Y es que una cosa es la imagen que se ha ido creando del escritor, como filósofo revolucionario, y otra muy distinta la persona que existía avant la lettre, esto es, antes de lo escrito. ¿Hay realmente tanta diferencia entre el Voltaire histórico y el cliché que de él nos ha llegado?
Para empezar, una de las sentencias que se le atribuye, quizás la más famosa, ni siquiera es suya. Me refiero a aquel “No estoy de acuerdo con lo dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”. Ni en sus muchas obras ni en su ingente correspondencia aparece tal aserto. En realidad pertenece a la obra The Friends of Voltaire, de S. G. Tallentyre (1906), nombre literario de la autora británica Evelyn Beatrice Hall, fallecida en 1910. Y es sólo un botón de muestra.


Retrato de Evelyn Beatrice Hall, alias S.G. Tallentryre. Obra de Alfred Agache.
Para ir más allá, propongo descubrir poco a poco cada una de las caretas que, incluso en vida, cuando era bastante célebre, se le han ido encasquetando.
La primera de esas faces tópicas, ya lo he dicho, lo identifica como un defensor de la Revolución. Hasta el punto de que muchos creen que participó en la muy famosa de 1789, lo cual es imposible, dado que murió 13 años antes de la Toma de la Bastilla. Pero es que, aunque hubiera vivido para verla, ni siquiera la hubiera apoyado abiertamente. Dado incluso su espíritu indomable, es posible que se hubiera opuesto a tan drásticos cambios. Y no sólo por su carácter montaraz, que le arrastraba a ir siempre a la contra. Sus escritos lo delatan no como revolucionario en sentido estricto, sino más bien como reformista del Antiguo Régimen, radical si se quiere, pero no más allá de reformista.


Otra de las creencias bastardas sobre Voltaire (hágase una encuesta, si no, para comprobarlo) es que era ateo. Semejante falsedad levantaría al escritor de su tumba, porque lo cierto es que era muy religioso. Eso sí, como siempre, a su manera. Si bien el escritor lanzó muchos y certeros dardos sobre la Iglesia y sus clérigos, también defendió la necesidad intrínseca de la existencia de una divinidad hacedora del Mundo. No hay más que recordar otra de sus archiconocidas sentencias: “Si Dieu n’existait pas, il faudrait l’inventer” (Si Dios no existiera, habría que inventarlo)[1]. Además, el Diccionario Filosófico acoge no pocos epígrafes sobre los más oscuros (y obtusos) preceptos del Catolicismo; sobre farragosos temas bíblicos; o sobre Mahoma y los laberintos de la interpretación coránica. Es decir, temas de lo más plomizo pero que a él, al parecer, le entusiasmaban; y, que de cualquier modo, le identifican como un hombre religioso, partidario de un orden panteísta pero capaz, en su lecho de muerte, de suplicar ser enterrado en sagrado, cosa que no logró, por cierto. Que no era cuestión de olvidar la de sapos que le había echado en vida a la santa Madre.


La muerte de Voltaire, según Samuel Perry.
También se atribuye al inefable Voltaire, aunque no de forma tan generalizada, un sentido extremo de la justicia, lo cual era cierto sólo a medias. Es sabido que fue uno de los primeros autores, si no el primero, en hablar de derechos civiles y denostar con agudeza y ferocidad contra todo tipo de intolerancia. También tuvo arrojos, en los últimos años de su vida, para destapar la vergonzosa arbitrariedad de la Inquisición francesa en su obra Tratado sobre la Tolerancia. En este y otros escritos defendió con ardor la libertad de conciencia, al tiempo que denunciaba al rebaño clericuno por condenar cínicamente a palmarios inocentes. Baste recordar el caso del joven caballero de la Barre. Este joven noble, de apenas 21 años, fue falsamente acusado de impío, torturado, ejecutado y mancillado su cadáver por el “intolerable” delito de no descubrirse al paso de una procesión. La implicación de Voltaire en este proceso en concreto, se explica en parte porque, junto a la víctima, fue arrojado al fuego su Diccionario Filosófico.

Mercado de esclavos (con aparición del busto invisible de Voltaire), obra de Dalí.
Pero junto al lado moral luminoso y con frecuencia mezclado con él, está su lado oscuro. Aunque sean datos poco conocidos, Voltaire practicó el comercio de esclavos y la especulación de trigo en tiempos de guerra. Lo arrastró a ello su ansia de riqueza, para igualarse al estamento nobiliario al que tanto odiaba y al que, muy a su pesar, no pertenecía. Otra de las contradicciones éticas de nuestro presunto filósofo fue su declarado antisemitismo, basado más que nada en las fantasías de la Biblia y en una cerril oposición a la también zafia intolerancia canónica del judaísmo. En eso de odiar a los hebreos no era muy original, desde luego. Por lo tanto, en lo tocante a conciencia, la mente de Voltaire albergaba tantas luces como sombras, prevaleciendo las luces en la figura que de él ha trascendido, afortunadamente.
Entendería que, llegados a este punto, alguien dijera que ya basta de apalear al pobre Voltaire. Pues aún queda madera que quemar. ¿Qué tal si me atrevo a afirmar que el escritor parisino ni siquiera era un verdadero filósofo? No al menos un filósofo al uso. Se podría hablar de una cierta filosofía volteriana, pero ésta sería asistemática, más una cátedra de todo un poco que un corpus coherente. A Voltaire le gustaba opinar de lo humano y lo divino, pero sin orden ni concierto y sin cortapisa alguna salvo sus propias conciencia y capacidad de raciocinio. Y eso difícilmente lo convierte en un filósofo al estilo de Descartes, Platón, Aristóteles, Newton o cualquiera de los empiristas a los que seguía. Ni poseía ideas realmente originales ni su agudeza era tal si osaba adentrarse en debates tan crípticos como el de la Naturaleza de las cosas.



Definitivamente, no fue lo que se dice un filósofo a la vieja usanza, pero sí algo más, algo nuevo. Podría calificársele quizás, con algún precedente, como un pionero de la Sociología. Dicho de otro modo, el primero que se ocupó de analizar los mecanismos y contradicciones de la sociedad de su tiempo. Y también del Poder omnímodo que la dominaba en ese momento. Y eso tenía que ver con su estilo de escribir y su ambición de hacerse comprender elaborando discursos amenos con certeras y epatantes conclusiones.
Una vez han volado todas sus caretas, algo queda del auténtico Voltaire. Por encima de todo, fue un soberbio escritor. Sus textos resultan tan sabrosos a la mente como el agua a un paladar sediento. No pocas veces, sus palabras parecerán disparatadas y hasta repulsivas. Sin embargo, sus frases son tan redondas, encierran tal nitidez y contundencia, que provocan la reflexión y se revitalizan con cada nueva lectura. Qué mejor piropo para un escritor.
Larga vida a Voltaire, quien, armado sólo con su pluma, fue capaz de enfrentarse con bravura a los molinos de la Historia.


[1] Voltaire's Correspondence, ed. T. Berterman, vol 77, (Geneva, 1962), pp. 119-120; también citado en Parton 1884, 554. 

sábado, 11 de enero de 2020

SICILIA, GUÍA DE SENSACIONES: Completando el círculo


Dejamos atrás Catalgirone en domingo. Las carreteras estaban empapadas pero tranquilas y nuestro siguiente objetivo, Siracusa, quedaba cerca, esperándonos en la costa oriental de Sicilia.
Siracusa tiene una perla, Ortigia, la isla pegada a ella, cuya belleza es tal que, desde dioses griegos a reyes sículos o gobernantes árabes, todos prefirieron morir antes que rendirla.

Absolutamente recomendable es callejear por este barrio en pos de solemnes plazas pero también de rincones desvencijados, con edificios donde las leyendas y los estilos se superponen. Un ejemplo de ello es el Duomo, catedral normanda asentada sobre un templo griego, con un interior netamente barroco. Una iglesia de la misma plaza alberga a un Caravaggio. El pintor, de notorio mal carácter, se refugió en Siracusa, huyendo de sus pendencias en Nápoles.

Pila bautismal en el Duomo de Siracusa.
Ya en las afueras, un emplazamiento de fábula envuelve al teatro griego, donde pudo sentarse Arquímedes sin dejar de pensar en sus números, mientras se representaba Las Troyanas de Eurípides.


Muy cerca de Siracusa queda Catania, capital económica de Sicilia, desde cuya calle central se divisa el Etna. El gran volcán lo es todo para esta provincia: prodiga madre que fertiliza sus campos y padre apocalíptico de tanto en tanto. Como la destrucción forma parte de su pedigrí, Catania no alcanza la monumentalidad de Palermo, ni conserva demasiados vestigios de la era sícula o normanda. Pero tiene quizás el mejor mercado de la isla, el del Pescado. En sus puestos las almejas vivas (vongole veraci) entonan su último silbido antes de acabar en un plato de pasta.


Mal que le pese a Palermo, Catania es la más cosmopolita de las ciudades sicilianas. En la plaza del Duomo, grupos de inmigrantes toman el sol codo con codo con los mirones de siempre, los jubilados catanenses. 


Muy cerca de allí, en la iglesia de santa Ágata, un san Judas Tadeo sigue escuchando los deseos imposibles de sus fieles. La sencilla talla, casi pueblerina, contrasta con la fastuosidad del templo, el segundo en importancia de la ciudad.


Aún nos quedaban dos días para terminar el giro a Sicilia y pensamos hacer noche en Cefalú, ya bastante cerca de Palermo. Para llegar allí, volvimos a adentrarnos en la isla, rodeando el Etna. El paisaje recordaba a Extremadura o el Alentejo portugués, con batolitos volcánicos emergiendo de la campiña. 

El volcán Etna.
Sobre uno de estas mesas pétreas se asienta firme Calascibetta, uno de esos genuinos pueblos de piedra sicilianos que nos habíamos prometido encontrar. 


Al contrario que Erice, cumplió de sobra nuestras expectativas quizás porque aún se conserva virgen.
Vista parcial de Calascibetta y su entorno.
Nada que ver con nuestro siguiente parada, Cefalú, el  ombligo turístico de la Isla y lugar de descanso ya para los reyes normandos. Su catedral es Patrimonio Universal de la Unesco, junto a la de Monreale y los numerosos monumentos árabe normandos de Palermo. Lástima que unas obras no permitiesen apenas ver el Duomo  e impidiesen disfrutar de su claustro. Afortunadamente, Cefalú ofrece mucho más. Por ejemplo su misma estampa de ciudad vieja tendida sobre un espolón azotado por el oleaje; o un museo con dos obras de Antonello de Messina (una de ellas prestada temporalmente) y una interesante colección arqueológica y de artes decorativas. Y está también la vivacidad de sus calles, donde un repartidor de verduras adornaba su motocarro con una ristra de ajos, quizás para protegerse de los vampiros o puede que de la mafia.




Antes de llegar a Palermo, una última parada en Bagheria, en busca de Villa Palagonia, erigida a mitad del XVIII por un príncipe gattopardo. La encontramos cerrada, pero las grotescas estatuas de sus muros eran suficientemente elocuentes para imaginar la depravada atmósfera que reinaría en sus buenos tiempos.


Entrada a Villa Palagonia.

viernes, 10 de enero de 2020

SICILIA, GUÍA DE SENSACIONES: Il giro a Sicilia


Una bella en el Valle (dei Tempi), Agrigento.

Ha llegado el momento de hablar por fin de nuestro particular giro por Sicilia. Y hay que empezar por el punto de salida: Palermo. No es fácil describir su inclasificable atractivo. Baste decir que, nada más llegar, noté ese pellizco de emoción que tanto gusta al viajero, debidamente sazonado con la lluvia intermitente que caía. Si eso le añadimos un paraguas de pentagramas que para guarecernos compramos en una tienda de música, el resultado es un cóctel de dulces emociones. Y eso en el primer día, que suele pillarme con el pie cambiado.


Fue verdaderamente al siguiente cuando empecé a sospechar en qué ciudad de las mil sensaciones me hallaba. Gozoso fue descubrir en la Galleria Regionalle Della Sicilia un jarrón nazarí, parecido al de las gacelas. Me agradó que estuviera situado en un pasillo, bajo una escalera y frente a un patio porticado. Es donde probablemente lo hubiera colocado un rey de la Alhambra.



Llegado el tercer día, salimos de ruta, dejando aparcada Palermo en su magnífica bahía. Lo hicimos con cierta nostalgia, pero sin sospechar aún que acabaríamos rindiéndonos a sus pies. Me puse al volante sin mayores preocupaciones (hay que ser muy ingenuo para lanzarse sin más ni más a las carreteras sicilianas). Como la trinacria, que camina imaginariamente siempre hacia occidente, seguimos la dirección del sol, en dirección a la punta oeste.
Nada más salir, ganamos la atalaya de Monreale, el refugio dorado de los reyes normandos. Boquiabiertos quedamos ante las incontables maravillas de su impactante catedral mestiza (1).


Ya en el camino de bajada, en dirección al mar, pegotes de basura engalanaban los arcenes. Qué desagradable contraste con la belleza cristalina del claustro de Monreale. No pudimos evitar malos pensamientos hacia cualesquiera que hubiese cometido tamaña tropelía. Por desgracia, más adelante pudimos comprobar que lo de estercolar los caminos y las calles no es algo tan infrecuente en Sicilia.
Nuestro siguiente destino era Erice, un pueblo medieval agrisado por la turistificación que nos decepcionó. Pero a sus pies está Trápani, que ofrecía la sensación contraria: más de lo que a primera vista parecía. Como es normal en Sicilia, no carece de joyas arquitectónicas, tal que su pequeña catedral, de la que me llamaron la atención los delicados relieves de sus puertas de bronce. 



Destacaría, sin embargo, sus salinas, donde creí notar aún el remoto aliento de los fenicios. En ese armonioso paisaje la tierra, el mar y el cielo se suceden en estratos. Los diques hechos de toba se alternan con lenguas de agua desbravada. Sobre la piedra porosa se proyecta la sombra de molinos de tejado rojo y medran plantas halófitas (2). Por encima de este paisaje a bandas, y no demasiado lejos, la ciudad de Trápani apunta con su dedo de atlante a las islas Égadas.



Al día siguiente tocaba Agrigento y su afamado Valle de los Templos, que en realidad no es un valle sino una suave loma. Este parque arqueológico, con cinco templos griegos, o apenas sus quijadas, se halla es verdad en un paisaje de égloga. 




Pero esta ciudad pequeña pero de gran enjundia, ofrece algo más, mucho más. Remontando las cuestas de su casco viejo, es inevitable acordarse del Albaicín. Su trazado no es arborescente sino más bien, y al estilo griego, cuadriculado. Pero en él, como en el arrabal granadino, se descubren callejones particulares que terminan en un rincón ciego, como en los barrios árabes o en las juderías.



En la jornada siguiente nos adentramos en la Sicilia profunda por carreteras deslavazadas, camino de Catalgirone. Es ésta la ciudad alfarera de Sicilia por antonomasia. Para recorrer su interesante casco viejo (desde ya lo llamaré medina griega), lo lógico es subir su interminable Scalinatta de Maria del Monte. Sin embargo, regidos por nuestra propia lógica, en lugar de subirla, terminamos más bien bajándola, después de rodearla por la derecha. En alguno de esos rincones que a mí me gustan lucían macetas de cabeza de moro (mori testa) que han dado notoriedad a Catalgirone.



A esas alturas, comenzaba a llover en serio, así que, tras cenar bastante bien en un pequeño restaurante familiar, decidimos retirarnos a nuestros aposentos.





(1) Ver entrada de la arquitectura bizantino árabe normada. 

(2) Plantas tolerantes a la salinidad.



Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...