Así, a partir de un hilo de agua encauzado debidamente, se
fue creando la Alhambra a lo largo de los siglos. Y no sólo la Alhambra árabe,
también la cristiana, igualmente necesitada del líquido elemento, verdadera
sangre que da vida al monumento.
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Trazado de la Acequia Real, en marrón. |
La Acequia Real generó a su paso no sólo feraces
espacios agrícolas, sino también prodigiosos espacios para el ensueño; además
de mover incontables ingenios hidráulicos, compactar el tapial de murallas y
muros, el yeso o el barro con que se fabricaron sus paneles decorativos, llenar
fuentes y albercas o atravesar dulcemente sus palacios como una bendición
transparente, con su siempre sereno rumor.
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El agua, omnipresente en la Alhambra. En la imagen, el Partal desde el palacio de Yusuf III. |
Visto de este modo, la Alhambra y el territorio que la
circunda son algo más, mucho más, que un conjunto de bellos edificios.
Constituyen todo un universo hecho a la medida de las necesidades y los deseos de
sus creadores que aún, muchos cientos años después de su gestación, sigue
cautivándonos. Pero ¿cómo pudo nacer esta maravilla, más propia de un poderoso
imperio islámico, como el de los Abbasíes o los Califas de Córdoba, en un reino
insignificante? No precisamente de la Nada.
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