Las cosas están de tal modo
que, en el momento actual, fines de 2013, la sociedad parece abocada a una
revolución, como respuesta desesperada al desamparo por parte del Estado, la
corrupción indisimulada y el despotismo de las mafias económicas. En España ya
debía haber estallado pero, por causas aún sin dilucidar, está retardándose
esta respuesta. Sin embargo, el caldo de cultivo revolucionario está servido: las
colas del paro nunca han sido tan largas, en la calles los contenedores son
supermercados para los miserables, gente perdida que para “emplear” su tiempo
deglute, como único consuelo, televisión basura. Eso quien tiene casa, porque
son cada vez más los desahuciados, cientos de miles de familias algunas de las
cuales quedan directamente en la calle o debajo de un puente, como Carpanta.
Imagen: Fer. Fuente: http://cat.bloctum.com |
No se sabe si los poderes inoperantes
e imperantes, los ocultos y los visibles, saben de este peligro, pero es más
que presumible que sí, en cuyo caso estarían preparados para ahogar por la
fuerza cualquier levantamiento, cual niño inocente, antes de que se convierta
en algo grande. Sí, es más que probable que, como vulgares ladrones, vayan por
delante preparando la siguiente trampa. La historia dice que casi siempre gana
la sinrazón de la violencia, pero a veces no es posible detener el huracán,
sobre todo cuando, como ahora, el hambre campa a sus anchas. Entonces acontece
eso que llamamos revolución.
La palabra revolución da
pánico a la gente bienpensante. En el subconsciente colectivo, se equipara
revolución con sangre, tiranía, decapitaciones, salvajismo…. más que con
libertad, igualdad, fraternidad e imperio de todos y no de unos cuantos. Sí, la
revolución da miedo pero lo cierto que sólo cuando el miedo desaparece, porque
ya se ha pedido todo, estallan las verdaderas revoluciones,
Y eso, que grandes masas
humanas lo pierdan todo, ha sucedido desde tiempos remotos y es por eso que las
revoluciones aparecen desde que existen las desigualdades sociales. En el Paleolítico,
al parecer y para mejor sobrevivir, existían fuertes lazos de solidaridad entre
los diferentes grupos humanos, generalmente clanes familiares de unas decenas
de individuos. Todo era de todos e imperaba eso que los antropólogos llaman
“comunismo primitivo”. Al parecer esto cambió cuando el hombre se hizo sedentario
definitivamente, momento en que la actividad humana se volvió más compleja y
diversificada, con la incorporación de la agricultura y la ganadería y otros descubrimientos
que sacaron a la especie humana de la inercia de la edad de piedra hace apenas
unos miles de años. En los primeros núcleos de población permanente podía
acumularse alimento sobrante y otras riquezas que los cazadores recolectores
paleolíticos ni podían ni sabían conservar. Además, cambio fundamental, apareció la propiedad privada, eso que Pierre Joseph Proudhon consideraba "un robo". De este modo se abrió la caja de
Pandora de la desigualdad. La propiedad de todos comenzó a ser administrado no por el
común sino por una élite político religiosa, encabezada por reyezuelos bendecidos por sacerdotes. Cuando las diferencias sociales aparecieron, la humanidad
se entregó a eso que llaman gobierno, sin sospechar que dicha institución,
supuestamente defensora del interés común, en realidad sólo favorece a unos
cuantos privilegiados apegados al poder. Y así hemos continuado hasta ahora,
sin que apenas unas cuantas revoluciones, primero triunfantes y a la postre
fallidas presas de sus propias contradicciones, hayan enturbiado ese orden que
niega que todo hombre, y no sólo unos cuantos, pueda ser dueño de su destino.
Para justificarse y
consolidarse, todo poder, lo mismo ahora que siempre, se ha esforzado no en
bien gobernar sino en aparentar que lo hacía. La principal obsesión de los
gobernantes no ha sido dar a cada cual el menú que necesita, sino
proporcionarle un plato único a base de engaños más o menos complicados, sustentados
sobre mecanismos ideológicos cuyo fin último es simplemente mantener la calma
social y evitar revueltas y revoluciones. Los ingredientes más usados de esta
bazofia provienen de la religión o el nacionalismo aderezados siempre con un
buen puñado de circo. La última incorporación ha sido la publicidad, arma de destrucción pasiva, (la mejor lavadora de conciencias del mercado, señores), que ha demostrado ser mas astuta que su madre, la propaganda. Ese potaje ideológico es como la zanahoria con la
que se hace andar al borrico. Pero incluso las más sofisticadas estratagemas
también fallan o simplemente se vuelven insostenibles, tal que el estado del
bienestar de las últimas décadas. Entonces, los poderosos se atreven incluso a
retirarle la zanahoria a las nobles bestias que gobiernan. Es lo que está
aconteciendo ya en España, Grecia. Italia, Portugal, Irlanda y otros muchos países
con los sangrantes recortes.
Muy bien, pongamos que, por
esta osadía de los poderosos, la cosa va tan a peor que termina por estallar
una de esas revoluciones que no se puede parar ni sacando al Ejército de sus
imperiales catacumbas. Pongamos que la gente está tan desesperada que pierde el
miedo de verdad; pongamos que los levantamientos populares se consolidan y triunfan
sin derramar demasiada sangre (como sucedió al inicio de la Revolución Francesa)
y da comienzo un nuevo orden.
Si así fuese, las
probabilidades matemáticas de que la tal revolución acabase en dictadura serían
muy altas, simplemente porque casi siempre sucede así. Pero ¿por qué tal fatalidad?
Quizás porque, a la hora de replantearse su futuro en colectividad, el hombre ha
demostrado siempre poca imaginación y la historia se repite una y otra vez. Así,
tras toda revolución, invariablemente el poder recae en manos de unos pocos a
las primeras de cambio. Y también invariablemente, esos líderes suelen
arrogarse enseguida del mando absoluto. Investida de una especie de mesianismo
político, la nueva élite toma decisiones que afectan a millones de personas sin
miedo a equivocarse y sin medir demasiado bien las consecuencias de tales
decisiones. Muy a menudo todo el poder revolucionario recae en un loco de atar.
Es sabido que los delirios políticos de Mao o Stalin dieron lugar a planificaciones garrafales que causaron decenas de
millones de personas. Puede que alguien piense que ése es un caso extremo;
estoy de acuerdo. Pero eso no obsta para afirmar que el poder corrompe siempre,
sea cual sea la ideología sobre la que se sustente. Y si es así es
sencillamente porque recae en pocas personas. Es decir, el poder total o el
espejismo de éste, como un anillo del mal, hace que todo el que lo posee se
vuelva siervo de oscuras fuerzas. Y esto, por unas u otras circunstancias,
tarda poco en suceder, incluso si ese poder dimana de una revolución
bienintencionada. En este momento, quizás sea oportuno acudir a la etimología. Una
de las acepciones de la palabra revolución es “movimiento circular”, es decir, trayectoria
que regresa al punto de origen, algo que, como se viene diciendo, se repite una
y otra vez a lo largo de la historia cuando se intenta cambiar el orden de ésta.
La pregunta es: ¿cómo salir de ese círculo vicioso?
Fuente: http://wiserblog.wordpress.com/ |
Volviendo a nuestra hipótesis,
¿qué ocurriría si triunfase, dentro de un tiempo, una nueva revolución y cuál sería
la forma de escapar a esa condena? La solución podría ser muy sencilla y, a la
vez, muy complicada. La clave estaría en no entregar todo el poder a unos
cuantos. Eso se lograría atomizándolo al máximo y con una nueva (de verdad)
organización política donde se primase la horizontalidad en todos los órdenes.
Suena utópico, pero debería partirse de que el hombre, cada hombre, merece y
debe participar activamente en las decisiones políticas que le afectan. Pero
ello sería muy complicado manteniendo los grandes estados de hoy. Como
alternativa, habría que crear pequeños núcleos de población capaces de
autogestionarse en todos los ámbitos o de, llegado el caso, decidir, en
confederación, sobre todos los asuntos generales. En esta estructura, una
suerte de malla política donde todos los nudos estuviesen interrelacionados, cada
ciudadano estaría obligado, por el bien común, a decidir siempre sobre
cualquier aspecto de su vida y su futuro y, llegado el caso, a ejecutar las
decisiones tomadas por las asambleas. Y esta nueva forma de “gobernar”, o sería
mejor decir ejecutar las decisiones comunes, en ningún caso sería una
oportunidad de medrar (tal como sucede ahora) sino un simple servicio a la
comunidad que reportaría si acaso honores pero nunca dividendos. Pero, para
ello, como se viene diciendo, habría que pulverizar el poder, junto al antiguo
orden, y repartir sus granos de arena entre todos, para que cada cual guardase
como oro en paño su ínfima parte.
Imagen: Emory Douglas. |
No parece tarea fácil, es de
reconocer, pero no ha de considerarse imposible por la simple razón de que no ha
sido probada jamás. Los breves experimentos que han ido en esta dirección, como
las colectivizaciones de la Barcelona de los primeros meses de la Guerra Civil,
han resultado finalmente fallidos porque se les ha estrangulado en la cuna.
Pero, supongamos que, casi por milagro, la sociedad se decidiese a caminar
hacia una utopía de este tipo, aunque sea por mera supervivencia, que el sueño
igualitario comenzase a cristalizar gracias al apoyo de la educación (una
educación mucho más audaz, desde luego), a unos principios no demasiado
diferentes a las promulgados por los revolucionarios en 1789 (aún perfectamente
válidos en esencia) y sobre todo, a una nueva mentalidad basada en la conservación
del entorno y no en su destrucción sistemática, como ahora. Suponiendo que
deseásemos, en un impulso casi unánime, cambiar de verdad hacia un orden justo
e igualitario estaríamos no en el principio de una revolución sino ante un fenómeno
mucho más audaz. Y la palabra para calificar ese cambio no sería revolución
sino rEvolución, con r minúscula y E mayúscula, donde la r, en una suerte de
proceso evolutivo, quedaría como apéndice inservible destinado a desprenderse
tarde o temprano, para dar paso a la gran palabra: EVOLUCIÓN. Porque de eso, a
fin de cuentas, estaríamos hablando, de Evolución social, política, mental….
Evolución, en todos los sentidos, para sobrevivir a nuestro principal enemigo, o
sea, a nosotros mismos. Como diría Charles Darwin, la cuestión sería adaptarse
o morir.
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