domingo, 3 de enero de 2016

Visita a la oliva de Fuentebuena




De vuelta hacia Granada desde Orcera, mi pueblo, hemos pasado a ver una maravilla natural que había estado perdiéndome en todos mis largos años de vida. Yo conozco la Sierra de Segura, desde luego, cómo no si soy de allí, pero veo que no lo suficiente. Nunca había ido a visitar el que es, con toda seguridad, el olivo (o la oliva como se dice en Jaén) más grande del Mundo. Y puede que también el árbol más viejo que sobrevive de esta especie tan emblemática de nuestra identidad mediterránea.
Para ver este olivo gigantesco hay que desplazarse hasta el Arroyo del Ojanco, en la Sierra de Segura, población olivarera que atraviesa la nacional 322 Córdoba-Valencia (en un tramo Autovía  del Olivo o A-32). El Arroyo, como comúnmente se conoce a este pueblo, está a unos 65 kilómetros de Úbeda, en dirección Albacete.
Yendo desde la Sierra de Segura, como íbamos nosotros, a unos 25 kilómetros de Orcera, se accede al carril de la pedanía de Fuentebuena por un desvío a la izquierda en mitad del pueblo (que es una gran y larga calle, prácticamente). Tomando ese desvío, por una pista provincial, tras 4 plácidos kilómetros en los que se atraviesan dos aldeas, se llega al pie de la oliva de Fuentebuena. 


Algo agazapada por el peso de sus ramas y la edad, preside el olivar como una gigantesca anciana encorvada. Al principio, no parece tan grande. Aunque, ya a su lado, sí se la ve espectacular, rodeada de sus pequeños congéneres, que semejan enanitos que trabajasen afanosamente para su particular Papá Nöel.
Cuando llegamos, había otra pareja de visitantes. Y, qué sorpresa, eran turistas autóctonos, como yo mismo, agricultores de Torres, en la Sierra Mágina, aunque residentes en Mancha Real. O sea, también de Jaén, igualmente familiarizados con el olivar. Todo un placer conversar con estas personas, pues enseguida simpatizamos. Al preguntarle al señor, de unos 60 años, si conocía al juez Baltasar Garzón, que es también de Torres, me dijo que era nada menos que su primo. Y ahora que lo pienso, es verdad que le daba un aire. Hombre bien parecido, su piel curtida por el sol y la intemperie lo identificaban como persona de campo. Su condición de agricultor se apreciaba de igual modo por esa cierta elegancia de séneca rural que tan naturalmente exhalaba. Al comentar yo que esta oliva podía ser de la variedad picual (la más común en los olivares jiennenses), él me manifestó sus dudas al respecto. Y bien visto, al comparar las aceitunas de la gran sacerdotisa y la de sus acólitas (éstas si picual), había una marcada diferencia. Las aceitunas de la oliva vieja son más alargadas y menos voluminosas.

Rama de aceitunas de este árbol.

Sea como fuese, es un árbol dadivoso para su dueño. Un documento de 1800 asegura que llegó a dar por esas fechas una cosecha de 850 kilos, lo que viene a suponer unas diez veces la cantidad normal. No en vano, ocupa un privilegiado asiento en el olivar. Se sitúa a pocos metros de un gran venero, del que extrae, goloso, todo el agua que necesita y más. Este último dato lo aportó la señora de Torres, que aseguraba que debía extender sus raíces muchos metros a la redonda bajo el suelo. Aún sigue en activo y su viejo y retorcido tronco parece muy sano, aunque algo carcomido en su corteza, cicatrices del tiempo, de los rigores tanto del invierno como del verano, de los vientos ante los que no ha perdido nunca la cara, aunque sí seguramente alguna rama. 


Además de el más productivo, es el olivo de mayor envergadura con 116 metros cuadrados de proyección y entre 11  y 13 de diámetro. Su altura, de 10 metros, no es tan impresionante, pero sí las dimensiones de su tronco de 4,5 metros en la base y 4 algo más arriba, en la parte donde se divide en dos grandes ramas. Su regazo se me antoja un lugar perfecto para que descansen y coman los aceituneros, entre risas y chascarrillos y algún que otro eructo salutífero. Si te sitúas bajo su tronco, semeja una suerte de ángel verde de la guarda, un beatífico gigante que te protegiese de todo mal con el paraguas de sus dos grandes alas. No sé si entre los pastores de árboles que imaginó Tolkien habría algún olivo, pero de haber uno debiera ser éste.


Y, para saber su edad, habría que confiar en leyendas del imaginario popular religioso. Que si lo plantaron unos frailes para extraer el aceite de los santos óleos, todavía en plena edad media, poco después de la conquista castellana; que si se plantó un día de Pascua de Resurrección, en una fecha indeterminada en loor a Cristo, nuestro salvador. Estas dos teorías, como tantas otras similares impregnadas de milagrerío, me parecen poco verosímiles. La explicación bien podía haber sido mucho más sencilla y la aportó el señor de Torres. Esto es, que un simple agricultor lo plantara un día de hace 500, 800 o 1000 años para obtener el aceite que nutriera las necesidades de su lar. Ya puestos a imaginar, yo me inclino por que este olivo fue plantado por un labriego musulmán hacia principios del siglo XIII antes de la conquista cristiana. Y si fue después de ésta, por un mudéjar bajo soberanía cristiana. Quien conozca un poco de historia, sabrá que los musulmanes son grandes y meticulosos agricultores, quizás los mejores agricultores que han hollado estas tierras. Por último, el árbol pudo crecer de forma espontánea en un buen año gracias a una semilla perdida. La pura verdad es que resulta imposible saber con exactitud qué bendita mano sembró en su momento la oliva de Fuentebuena.


Qué más da eso, lo importante es que nos regalamos una maravillosa excursión que debíamos haber hecho hace tiempo. Pero nunca es tarde para descubrir una joya natural en pleno corazón del olivar más grande del Mundo.  La recomiendo a todo quisqui como magnífico preludio para visitar a fondo la Sierra de Segura.



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