El mundo estaba en llamas y las personas, en su gran mayoría, presas de la desolación. La miseria, el hambre, la enfermedad, la rapiña campaban a sus anchas por los miserables campamentos en que se habían convertido las ciudades. Aquella crisis, que al principio fue calificada simplemente como recesión, se había enquistado como un cáncer que, tras una primera cura, degenera en metástasis. Los niveles de desempleo eran tan vergonzantes que las noticias ya no hablaban de ello; millones de familias andaban por las calles en busca del sustento de cada día. Además de sus casas, los bancos les habían robado la esperanza. Muchos morían de hambre o de enfermedades desconocidas, causadas por la contaminación, el agua contaminada o los alimentos adulterados. Era aquél un verdadero valle de lágrimas, un escenario propio del Apocalipsis para todos, menos para un pequeño grupo de privilegiados, los únicos vencedores de una tragedia que ellos mismos habían iniciado a golpe de especulación. Mientras los demás, pobres desgraciados, malvivían sin poder siquiera protestar, si no era ante las porras policiales, ellos, la élite, se enriquecía todavía más, a costa de los restos del naufragio.
En ese barrio exclusivo, en la torre más alta y el piso superior, vivían los llamados 4 jinetes, especie de nazgul, espectros que se ocultaban tras un embozo y de quienes se afirmaba que no tenían, en realidad, rostro, al menos no rostro humano. Desde su atalaya, observaban deambular a la muchedumbre hambrienta, como haría una bandada de buitres que espera pacientemente ver caer a quienes se pierden en el desierto. De tanto en tanto, estos 4 jinetes, esclavos del Señor del Pecunio subían a sus diabólicas monturas, bestias aladas que graznaban espeluznantemente, para planear sobre la muchedumbre indefensa, disfrutando al ver cómo con cada pasada desataban a sus pies una oleada de terror. Los nombres de esos cuatro jinetes eran Finch, Moody’s, Standard and Poor.