sábado, 23 de marzo de 2013

LA VOZ DE SU AMO (Canción-epigrama, o así)



Las noticias, qué espectáculo,
 Un día se van a Japón,
Para desenterrar muertos.
Al otro cubren la guerra
en un sangrante desierto.
Y así cada día extraen
De la chistera su conejo.
Media hora para un tema
Y cinco minutos, el resto.
Seguro que lo han notado,
Pasa desde hace algún tiempo:
las noticias son apenas
un titular muy extenso,
producto de última hora,
actualidad al momento,
y luego, al día siguiente,
si te he visto no me acuerdo.
Noticias, blogs, boletines,
Agencias, tertulias, expertos…
Compiten feroces y ufanos
y, por supuesto, en directo,
Para repetir al final,
Como un bien orquestado eco,
Exactamente lo mismo,
Pero, eso sí, compitiendo.
¿Quién le regalará el disco
a este atildado perro?


LOS OJOS DE DAVID CARRADINE





Me preguntas qué les has pasado a mis ojos,
A mi mirada que ahora parece esconderse, afilada.
Me lo dices poniendo ese tuyo natural de niña,
Admirablemente sorprendida. Y llevas razón.
Desde hace un tiempo para acá mis ojos están cansados,
Cansados de ser los primeros que sufren
Mis rabietas de Quijano que inventa problemas
Y los redime así de su insustancialidad;
Mis ojos están cansados de ver fantasmas a cada paso,
Mis ojos se han quejado de tanto sobresalto,
De que un simple gesto despierte un reguero de ira.
Mis ojos no han podido más y se han cansado.
Han adoptado una posición cómoda:
Se mantendrán tranquilos, entreviendo el mundo
Tras la cortina de los párpados,
Dejando sólo escapar el ascua de mi auténtico yo
Que se adivina perdido en las profundidades,
Persiguiendo, como siempre,
Alguna ráfaga de luz
O de tinieblas y locura.

lunes, 18 de marzo de 2013

Confucio y el Lejano Oriente



No puedo negar mi inclinación por todo lo oriental desde siempre. Pienso que el Destino, que juega conmigo como con todos, me ha empujado a esa querencia. La pregunta es por qué ha sido así. La respuesta es que lo ignoro pero lo cierto es que siempre me he sentido inclinado por traspasar esa frontera, de conocer esas otras civilizaciones situadas en dirección hacia donde sale el sol. No ha sido, desde luego, por la ayuda de los libros de Historia de la época de mi formación académica, que, imbuidos inconcientemente de eurocentrismo, apenas dedicaban unas páginas a Oriente (el Lejano y el Próximo), como si China, el Islam o la India no hubiese tenido peso en el devenir de la Humanidad. Sin embargo, esas pocas páginas resultaban suficientes para despertar mi curiosidad. Tal vez fuera sólo fruto de mi siempre activo espíritu rebelde, que exigía así  tener más información de esas fastuosas civilizaciones; tal vez, y a la manera de los viajeros románticos, todo era un reflejo intelectual, no exento de ingenuidad, al creer que esas otras civilizaciones podían albergar valores más auténticos que los de Occidente (cosa que ahora no creo, simplemente porque las manifestaciones culturales no son mejores ni peores unas de otras sino simplemente distintas). No tengo una respuesta, como digo, a esa inclinación pero lo seguro es que siempre la he sentido.
Esa tendencia se reveló mucho más temprano en mí hacia el Oriente Próximo (o sea, la zona árabo Islámica), hasta el punto de que estudié filología árabe; sin embargo, mucho más tardía es mi atracción por el Lejano Oriente (o sea China y los demás países que se han formado alrededor de su cultura, como nosotros lo hicimos alrededor de la greco-romana). Pero, aunque tarde, la pasión por esa importante porción de la Humanidad me ha entrado fuerte. Y en esta ocasión de nuevo no tengo otro remedio que apelar al Destino (Él de nuevo). Aunque, tal vez detectando las conexiones entre los dos orientes, ya había comenzado a internarme en ese lejano mundo, dicha inercia se aceleró extraordinariamente cuando, en 2007 conocí a mi futura mujer, Miryang, natural de Corea, península como ésta pero justo en el otro extremo del gran continente euroasíatico.


Sí, antes de que casarme con una oriental conocía y admiraba ya algo de China y Japón, de su literatura, su historia, su arte, su cine. Incluso en mi novela “La celda de seda”, escrita antes de conocerla a ella, llevo a mi personaje hasta ese otro universo y hasta le hago conocer al venerable maestro, Lao Tsé. Pero, poco más. Ahora, tras la experiencia de convivir día a día con una persona con valores en muchos casos distintos a los míos sé, como dijo el filósofo, que no sabía nada y que me queda mucho que aprender. No en vano, de tener antes una conexión con el Lejano Oriente esporádica y distanciada por razones lógicas, ahora cuento con una fuente directa y de primera mano: las opiniones, reacciones y sentimientos de una de sus hijas, mi propia mujer. Lo que quiero decir es que se pueden leer libros como el Tao Te King de Lao Tsé, admirar las películas de Akira Kurosawa o quedarse anonadada ante fotografías de los templos de Camboya (e incluso admirarlas en directo yendo a ese país de vacaciones), pero aún se está muy lejos de comenzar a vislumbrar el auténtico Oriente. No es que yo haya penetrado todavía en esa esencia, para eso había tenido que nacer oriental o, por lo menos, haber vivido durante años en algún país de esa área; pero sí empiezo a comprenderla. En especial, mi mayor caudal de curiosidad se vuelca ahora hacia Corea, un país con una poderosa personalidad constreñido (y no sólo por su geografía) entre dos gigantes como China y Japón que, por esa misma razón permanece eclipsado, casi desconocido en Occidente, lo que resulta lógico porque las escasas noticias que nos llegan de él se refieren a las tensiones entre el Norte y el Sur, vergonzosa rémora de la Guerra Fría. Pero, dejemos Corea, de la que hablaré en otra ocasión, para centrarnos en el Lejano Oriente en general.
Fiel a mi espíritu crítico, hay cosas que me agradan y otras no tanto. Para explicar por qué tengo que apelar a la figura de Confucio el gran filósofo chino y, por ende, el verdadero constructor de la moral y el entramado social que sostiene al Lejano Oriente todavía hoy, a 2.500 años de la muerte de su artífice. Confucio, personaje indudablemente histórico pero que ha quedado difuminado por la leyenda, fue un funcionario de origen noble, hijo de una concubina, que nació a mitad del siglo VI antes de nuestra era, una época turbulenta para China. Tan inestable situación conllevó no sólo guerras, epidemias, hambre y otros males (su propio padre era un sanguinario guerrero) sino también lo que a juicio de este filósofo en ciernes era una degradación de las viejas costumbres. Y también un descrédito hacia la religión, hacia esos dioses que habían abandonado a su suerte a los hombres en la época en que más los necesitaban. Esa situación llevó a Confucio al convencimiento de que era necesaria una regeneración moral y, en consecuencia, política de la sociedad y, viéndose con fuerzas suficientes, se decidió a emprenderla, apelando simplemente a la recuperación de valores que antes habían resultado efectivos (los de los viejos sabios, como Lao Tsé) para convertirlos en la base de la conducta. Esas reglas se podía resumir, me atrevo a afirmar, en el único precepto de “Sé el primero en dar ejemplo de buena conducta”, expresada mediante valores como fidelidad, benevolencia, comprensión hacia las opiniones ajenas, solidaridad, entrega al trabajo o respeto hacia los antepasados y los mayores. Pero, y eso es algo muy importante para conocer la moral confuciana, los primeros en verdad en demostrar esta actitud han de ser los más dotados, los líderes y dirigentes, pues, según el sabio chino, ellos son los más conscientes de esa necesidad y han de cultivar como nadie dichas virtudes para sembrar ejemplo entre quienes ejercen como súbditos suyos. Se trata pues de una filosofía (o mejor una moral) en absoluta sometida a la religión, cuestión esta última en la que Confucio apenas entra, no se sabe bien si por descreimiento o más bien por no complicar sus preceptos.
Este sencillo principio de hacer siempre el bien respetando los derechos de los demás no carece, precisamente, de vigencia y sería de agradecer que surgiese con fuerza hoy una voz como la de Confucio, dada la actual situación de descomposición moral y profundos cambios que vivimos, de modo que impulsase un nuevo orden más justo y mesurado en su relación con la Naturaleza que el que hoy nos constriñe con falsas verdades y fomenta, en el fondo, el espíritu insolidario. Frases atribuibles a él se antojan de eterna vigencia, caso de ésta: Resulta totalmente imposible gobernar un pueblo si éste ha perdido la confianza en sus gobernantes”.


Cabe pensar que ideas así no le proporcionarían, precisamente, el favor de los jerarcas. Prueba de ello puede ser que, según los confusos (que no confucios) datos que se tienen de su vida, apenas pudo ponerlas en práctica, pese a su empeño. Al parecer, fue funcionario de joven y, luego, ya en plena madurez, pudo ejercer durante algún tiempo, poco, como funcionario del reino de Lu, su región natal (se dice que llegó a ser ministro de Justicia), puesto que abandonó el cargo en 496 a. C. echándose, según la tradición, a los caminos, en parte en busca de un nuevo señor que estuviese dispuesto a seguir sus principios, en parte ejerciendo de educador, su otra gran vocación. Hasta su muerte, su labor educadora fue ingente, pero no así su actividad política, la cual, que se sepa, se eclipsó completamente. Es de suponer que ninguno de los estadistas a los que visitase en su periplo quisiesen someter sus gobiernos a tan exigentes premisas morales ni, esto es sólo una especulación, entregar su confianza a una persona que les urgía a actuar sin medias tintas con verdadera rectitud.
Murió, pues, el Maestro, no en el olvido, pero casi; mucho antes, desde luego, de que se expandieran sus doctrinas. Como consecuencia de ello ni siquiera los textos que de él se conservan, como sus famosas Analectas, son atribuibles a su pluma. Sólo son, como los Evangelios, hechos y sobre todo dichos atribuibles al Maestro Kong (que eso significa Confucio) y recopilados por sus más cercanos discípulos. Digo esto porque con el paso del tiempo, y como suele ocurrir, a raíz de interpretaciones y reinterpretaciones sus enseñanzas se han visto muy tergiversadas. Como suele ocurrir también, Confucio no vivió para ver el éxito de sus ideas (puede que eso fuese lo mejor, visto como fue la cosa). Fueron necesarios muchos años, más de 200, para que su doctrina, el confucianismo, se expandiese, convirtiéndose en doctrina oficial en China hacia el final del siglo III a. C; bastante más tarde (siglo VI d. C.) llegó a Corea y desde ahí a Japón, penetrando igualmente en Vietnam, países donde también fue aceptada oficialmente.
Sin embargo, y ésta, advierto, es mi opinión personal, el Confucianismo no es tanto fruto de las propias ideas de Confucio como de una interpretación, no siempre leal a ese espíritu, de sus ideas por parte de sus seguidores, de modo que al resultado cabría denominarlo Neoconfucianismo, o doctrina de los seguidores de Confucio, como al Cristianismo habría que denominarlo Doctrina de los jerarcas cristianos. Esa interpretación de manga ancha conllevó una degeneración de su verdadera esencia, como demuestra el hecho de que la corrupción también campe a sus anchas en los países neoconfucianos. Para entender esto no hay más que ver que China es hoy uno de los países más corruptos de la Tierra. Tanto que una de las máximas que siempre suenan en los grandes cónclaves del PCCh es la urgente necesidad de acabar con esta lacra, si bien sin poner en marcha medidas verdaderamente correctivas. Hay quien podría pensar que la China de hoy no es la misma que la del viejo imperio; pues bien, resulta que, por más que eso no gustase a Mao Tsé Tung, la China comunista actual no ha podido desprenderse de los principios neoconfucianos, que siguen hoy muy vigentes. Eso se expresa especialmente, en la veneración por los antepasados y en una estricta jerarquización social, de acuerdo a las relaciones de dependencia social expresadas por Confucio: entre gobernador y ministro; entre padre e hijo, entre marido y mujer; entre hermano mayor y hermano menor y entre amigos. Estas relaciones exigen del superior la obligación de protección y del inferior, lealtad y respeto hacia aquél. De esta manera en Corea, por ejemplo, lo primero que hacen dos personas más o menos de la misma edad que acaban de conocerse es preguntarse la edad, para establecer el necesario protocolo, que por cierto es bastante complejo. Eso, que a simple vista puede parecer inocente y hasta simpático, se me antoja una costumbre excesivamente rígida. En principio, no tiene por qué haber problema si ambas partes cumplen su cometido, pero ¿y si el superior ejerce su posición de privilegio con abusos y hasta con estulticia? Pues que el inferior lo tiene que soportar con paciencia, mientas que se considera casi un sacrilegio social que sea el de abajo quien incumpla las normas, demostrando, por ejemplo, inconformidad con las decisiones del superior. Así, los gobernantes en esos países abusan tanto como los nuestros de sus prerrogativas olvidando por completo lo dicho por Confucio en frases como ésta: “Si los hijos de emperadores o príncipes no tienen calidad, deben ser rebajados al cargo de gente común. Si los hijos de la gente común tienen calidad deben elevarse al rango de gobernantes”. 


Esto último lo decía el Maestro porque él fue hijo de concubina y debió sentirse humillado en más de una ocasión por quien se consideraba superior portando sangre más “noble”.
Pero es que a un nivel más cotidiano se producen situaciones similares. Por ejemplo, en el trabajo. Una de las cosas de que más se quejan los occidentales es de que no pueden cuestionar las órdenes de sus superiores mayores de edad bajo ningún concepto, bajo riesgo de verse sometidos a acoso laboral (moobing lo llaman ahora). Y a los ancianos, mejor ni replicarles, porque puedes verte expuesto al desprecio generalizado, por muy buena intención que lleves. Así, el principal  eje de la moral confuciana, esto es, “sé el primero en dar ejemplo”, queda muchas veces en agua de borrajas.
Lo que quiero decir con todo esto es que, otra vez como siempre, una cosa son las teorías magníficas, ideadas por hombres fuera de lo común, y otra cosa es cómo se ponen en práctica. No sé si de forma inevitable, pero algo que se repite continuamente a lo largo de la historia es la corrupción de las fuentes primitivas, que pasan de ser principio claros y sólidos a convertirse en mera propaganda para quienes ostentan el poder. Y el Confucianismo (o Neoconfucianismo) no es ninguna excepción.
Ahora bien, algo de ese espíritu puro y bien intencionado queda en los países donde arraigó, como en Corea, país neocunfuciano por excelencia, como algo queda en muchas personas cristianas de la verdadera esencia del Cristianismo, esa compasión al prójimo que pedía Cristo. Por ejemplo, un mayor sentido de las obligaciones y la corresponsabilidad para con los demás, una mayor disciplina personal para obrar con respeto a los demás; un sentido de la fidelidad muy acentuado y, creo yo, una mayor conexión con el orden natural, que se expresa muy bien en su arte y literatura, quizás una herencia del fervor que Confucio sentía por los viejos maestros y por una época todavía primitiva en que el hombre era sólo un elemento más de la Naturaleza y no el rey absoluto, como suele creerse en Occidente.

Pintura de un artista norcoreano.
Claro que, también las sociedades orientales tienen, además de sus contradicciones, sus contaminaciones. Muy reacias al principio a aceptar valores extranjeros, cuando éstos logran penetrar lo hacen a conciencia. Pasó con el Cristianismo, que hoy siguen más del 50 por ciento de los coreanos o japoneses. Está pasando ya con otras muchas cuestiones provenientes de Occidente, desde la música a la educación. A propósito de este último tema, volviendo otra vez a Corea (del Sur), en este país el sistema educativo sigue bastante de cerca, como en tantas cosas, los parámetros norteamericanos, de tal suerte que se ha establecido una competitividad brutal; así, la principal obsesión de las familias es colocar a sus hijos en las mejores universidades (casi siempre privadas) a costa de lo que sea, de hipotecarse de por vida e incluso de poner en riesgo la salud de sus vástagos; no sé por qué ocurre esto, si puramente a causa de la imitación y aceptación del sistema educativo norteamericano (que por cierto nos quieren imponer ahora a nosotros) o más bien porque de la tranquila sociedad coreana de hace unas décadas se ha pasado a otra bien distinta, frenéticamente entregada al capitalismo brutal, de tal modo que se ha producido una sublimación perversa de algún valor confuciano, tal que el espíritu de superación, que no es malo en sí, pero que no tiene por qué desembocar en esa competencia feroz. La cuestión es que siguiendo esta moda de ser los primeros en la escuela, se fuerza a los chicos a dar todo lo que tienen que, en muchos casos, no es mucho, lo cual degenera en demasiada frustración y hasta en numerosos suicidios.
Pongo fin ya a este artículo, algo prolífico, libre y sin compromisos morales con una última conclusión: se puede aprender de todo pero mucho más de la diferencia.

lunes, 4 de marzo de 2013

Fútbol



Me resulta difícil hablar de fútbol y sacar conclusiones claras. Por un lado, bien pensado, puede parecer un juego tonto; como decía mi abuelo, que era aficionado a los toros (tema éste que también se las trae), resulta ridículo apasionarse al ver “a un montón de hombres hechos y derechos en pantalones cortos persiguiendo un balón”. Para colmo, ni siquiera es el deporte más emocionante. De eso, emoción, la quintaesencia de todo juego, tiene poco en comparación con otros deportes; nada que ver con ese clima de incertidumbre con que tan a menudo llegan al final los partidos de baloncesto o incluso de balonmano. Pero, por otro lado, no puedo engañarme y me declaro aficionado al fútbol y fiel a un equipo; de pequeño incluso era un delantero notable; marcaba a menudo varios goles en aquellos partidos atropellados que jugábamos a veces hasta el anochecer, aunque era de esos delanteros “chupones” que no la pasan, con la portería siempre entre ceja y ceja, obsesionado por colársela al portero rival. Esa afición, que no es desde luego enfermiza, me lleva no obstante a soportar un partido soporífero delante del televisor, por más que pudiera estar haciendo cosas más productivas para el cuerpo y el alma. Lo que quiero decir es que para mí el “deporte rey” es algo contradictorio y, como tal, no ocupa un lugar destacado en mi vida, ni nunca ha condicionado en modo alguno mi estado de  ánimo, pero tampoco dejo de prestarle atención llegado el caso, durante, por ejemplo, la celebración de algún campeonato internacional, especialmente si llegan las victorias para nuestra selección.


Por eso, aunque comprendo lo que decía mi abuelo, al mismo tiempo me muestro comprensivo también con este deporte que, en efecto, como dicen algunos puede ser el verdadero “opio del pueblo”, una droga para las masas mucho más eficaz que la religión. El uruguayo Eduardo Galeano, eminente intelectual  anarquista, a quien en principio muchod podría creer enemigo del balompié, afirma a este respecto que el fútbol y Dios se parecen “en la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que de él tienen muchos intelectuales”. Me parece una comparación de lo más acertada. Sin duda, el fútbol puede ser una religión y, en ese momento, convertirse en algo dañino, capaz de suplantar los propios razonamientos por férreos y, sin duda, futiles dogmas. Así, para un integrista del fútbol, su equipo nunca comete falta y si un árbitro castiga a los suyos en demasía es un hereje y, como tal, debería ser quemado en la hoguera. Por el contrario, con la victoria, este aficionado ultra es capaz de alcanzar el éxtasis como por arte de ensalmo, como los místicos llegaban a sus orgasmos virtuales sólo de pensar en la grandeza de Dios; en cambio, si deviene la derrota, el miedo y la desazón se apoderan de su alma atormentada, el mundo se vuelve inseguro y tenebroso, como si el mismísimo diablo, o un señor de la oscuridad hubiera llegado cubriendo todo de tinieblas. Y estos excesos, que ocurren muy a menudo con el fútbol espectáculo, el de los grandes equipos y los fichajes millonarios, pueden suceder también en el fútbol de aficionados. Todavía recuerdo a un oyente de la radio contando, jocosamente, como no podía ser menos, la ignominiosa persecución sufrida por un árbitro en un partido de fútbol con silla de ruedas. No sé por qué exactamente, pero los discapacitados de ambos bandos se pusieron de acuerdo para perseguir al colegiado, que las pasó canutas para escapar. Y qué decir de las explosiones de violencia que enturbian de tanto en tanto las gradas, arrasan las inmediaciones de los estadios y causan muchos heridos y hasta algún muerto. No cabe duda de que el fútbol es el deporte que más violencia genera, sea ello porque es el más extendido y, por tanto, el que tiene más seguidores, sea por algún misterioso ingrediente de su esencia misma que desconozco.

Sospecho que, aparte del fanatismo de ciertos hooligans y la tolerancia que las directivas demuestran hacia la violencia, algo tenga que ver el tratamiento que le otorgan los grandes medios de comunicación par explicar esas lamentables explosiones de violencia. Y es que, una cosa está clara: en los últimos años ha habido un espectacular aumento del espacio que los medios dedican a los deportes (o sería mejor decir al fútbol casi en exclusiva), sobre todo los informativos de televisión; eso implica, muchas veces, hinchar las noticias como sea, con prácticas que incluyen crear falsas polémicas, a veces simplemente inventadas otras creadas artificialmente alrededor de lo que no son más pequeñas rencillas de patio de colegio. De este modo, ciertos partidos “en la cumbre”, ciertos “derbis” entre equipos eternamente rivales, ya propensos a calentarse de por sí, son hipercaldeados por la prensa y, en algunas ocasiones, derivan en violentos incidentes. No es por tanto exagerado, atribuir a la prensa deportiva más amarilla un grado de responsabilidad a la hora de explicar el fenómeno, nunca resuelto, de la violencia en los estadios, por más que siempre, tras algún incidente lamentable, todos los comentaristas se rasguen las vestiduras.
Pero es que, la relación medios de comunicación/violencia queda expresada de un modo más sutil en el mismo lenguaje con que aquéllos se expresan a la hora de describir los partidos; de hecho, casi todos los medios de comunicación en su libro de estilo recomiendan que sus profesionales renieguen de términos bélicos, como “batalla campal”, “ofensiva”, “fusilar”, “contragolpe mortal”, “cancerbero” (comparando a los porteros con nada menos que el perro guardián del Averno), y así un largo etcétera. Pero, por mucho que se esfuercen, los cronistas acaban recurriendo a otras palabras que, aunque no lo parezcan, por más usuales, son tan violentas o castrenses como las anteriores, caso de: “defensa”, “ataque”, “ofensiva”, disparo”, “tiro”, “bajas”… de tal suerte que resulta casi imposible redactar una noticia futbolística sin emplear algún término relacionado con la guerra y la violencia.


Pero es que, en muchos sentidos, un partido de fútbol es una especie de batalla incruenta, adecuada metáfora (el fútbol es muy propicio a ellas) para definir a este deporte. ¿No van acaso uniformados, como en la guerra, sus contendientes para con ello diferenciarse en la refriega de sus rivales?; ¿no jalean himnos casi patrióticos los aficionados, que serían una suerte de retaguardia, y no lucen orgullosos tanto jugadores como espectadores las banderas de sus equipos como si fueran enseñas nacionales o tal vez, en una relación más ancestral, tótems tribales?; ¿acaso el escenario de la lucha, ese verde tapiz que es campo de fútbol, no recrea, de algún modo, un campo de batalla?; ¿no implica la derrota sumisión al vencedor? Aparte de que en el fútbol, por fortuna, casi nunca brota la sangre (casi, porque hay partidos y partidos) la única diferencia notable es que no se hacen prisioneros al final del choque ni, cuando termina un campeonato, se piden al equipo derrotado compensaciones de guerra. Sólo faltaría eso.
Pero, como decía al principio, también se puede ser condescendiente con el deporte de la pelotita. No olvidemos que, al menos en España y en otros muchos países, la mayoría, todo el mundo lo ha practicado y gozado alguna vez, especialmente en la infancia. Quizás a eso, a la facilidad y flexibilidad con que se puede practicar, se deba en parte su popularidad. Con un balón se puede jugar desde solo hasta en equipos de 20 o más jugadores (sobre todo en los patios de colegio); además no se requiere un físico espectacular, sino algo de habilidad y la suficiente energía. Puede que no sea el deporte más emocionante pero sí el más accesible. En ese sentido, la desaforada pasión que despierta el deporte rey entre los adultos, no deja de ser de común un simple desahogo que, intuyo, nos retrotrae a la niñez (no hay más que ver la desinhibición, cuasi infantil, que demuestran los aficionados delante del televisor). Esos gritos, ese entusiasmo desatado podrían interpretarse como una catarsis que hace aflorar ese instinto guerrero al que Freud llamó tanático, atavismo heredado de las generaciones antiguas y que anida, como cualquier otro, en lo más profundo del hombre, para convertirse en su válvula de escape. En ese sentido, el balompié, mucho más su práctica que su contemplación, resulta liberador de violencia. Y hasta genera placer, por mor de la adrenalina expulsada y la subsiguiente relajación que se obtiene. Eso siempre y cuando no degenere en violencia, cosa que ocurre cuando deja de considerarse  a este deporte como lo que realmente es, un simple juego hasta cierto punto inocente, para pasar a ser una droga que condiciona nuestros actos y que, por si esto fuera poco, se convierte no pocas veces en herramienta de manipulación. Que de eso también tiene un rato.

sábado, 2 de marzo de 2013

NAÍF II-Los que sueñan




Los que sueñan verán,
En su viaje por las nubes,
Cosas que nadie ha visto;
Levemente sufrirán
Y también, amargamente,
Gozarán de la incertidumbre que avistan;
De goce podrían fenecer
Pero no fenecen por que ello
No le es dado… todavía.
La locura de los que sueñan,
Dibujará sin duda, nuevos senderos.
Librarán fatuas batallas, sin duda,
Los que sueñan, más no todas
Y de esas pocas, brotará una flor,
En su abonada mente,
El lugar donde explota el mundo.
Será su mente un cielo
ya radiante ya entre brumas,
donde todo se verá deforme
como transido por un cristal,
ése que permite ver más allá.
A los que sueñan la riqueza,
Se les escurrirá, siempre,
por entre los dedos y,
Según supe hoy mismo (1),
Por eso mismo
Vestirán harapos
Los que sueñan.



(1) de la película neozenlandesa “The Navigator, una odisea medieval” (1988).






Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...