miércoles, 25 de marzo de 2020

Voltaire, avant la lettre

Quién no ha oído al menos nombrar a Voltaire, aunque no sepa quién fue. Comúnmente, volteriano equivale a revolucionario, pero tal idea preconcebida está lejos de ser exacta. Y es que una cosa es la imagen que se ha ido creando del escritor, como filósofo revolucionario, y otra muy distinta la persona que existía avant la lettre, esto es, antes de lo escrito. ¿Hay realmente tanta diferencia entre el Voltaire histórico y el cliché que de él nos ha llegado?
Para empezar, una de las sentencias que se le atribuye, quizás la más famosa, ni siquiera es suya. Me refiero a aquel “No estoy de acuerdo con lo dice, pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo”. Ni en sus muchas obras ni en su ingente correspondencia aparece tal aserto. En realidad pertenece a la obra The Friends of Voltaire, de S. G. Tallentyre (1906), nombre literario de la autora británica Evelyn Beatrice Hall, fallecida en 1910. Y es sólo un botón de muestra.


Retrato de Evelyn Beatrice Hall, alias S.G. Tallentryre. Obra de Alfred Agache.
Para ir más allá, propongo descubrir poco a poco cada una de las caretas que, incluso en vida, cuando era bastante célebre, se le han ido encasquetando.
La primera de esas faces tópicas, ya lo he dicho, lo identifica como un defensor de la Revolución. Hasta el punto de que muchos creen que participó en la muy famosa de 1789, lo cual es imposible, dado que murió 13 años antes de la Toma de la Bastilla. Pero es que, aunque hubiera vivido para verla, ni siquiera la hubiera apoyado abiertamente. Dado incluso su espíritu indomable, es posible que se hubiera opuesto a tan drásticos cambios. Y no sólo por su carácter montaraz, que le arrastraba a ir siempre a la contra. Sus escritos lo delatan no como revolucionario en sentido estricto, sino más bien como reformista del Antiguo Régimen, radical si se quiere, pero no más allá de reformista.


Otra de las creencias bastardas sobre Voltaire (hágase una encuesta, si no, para comprobarlo) es que era ateo. Semejante falsedad levantaría al escritor de su tumba, porque lo cierto es que era muy religioso. Eso sí, como siempre, a su manera. Si bien el escritor lanzó muchos y certeros dardos sobre la Iglesia y sus clérigos, también defendió la necesidad intrínseca de la existencia de una divinidad hacedora del Mundo. No hay más que recordar otra de sus archiconocidas sentencias: “Si Dieu n’existait pas, il faudrait l’inventer” (Si Dios no existiera, habría que inventarlo)[1]. Además, el Diccionario Filosófico acoge no pocos epígrafes sobre los más oscuros (y obtusos) preceptos del Catolicismo; sobre farragosos temas bíblicos; o sobre Mahoma y los laberintos de la interpretación coránica. Es decir, temas de lo más plomizo pero que a él, al parecer, le entusiasmaban; y, que de cualquier modo, le identifican como un hombre religioso, partidario de un orden panteísta pero capaz, en su lecho de muerte, de suplicar ser enterrado en sagrado, cosa que no logró, por cierto. Que no era cuestión de olvidar la de sapos que le había echado en vida a la santa Madre.


La muerte de Voltaire, según Samuel Perry.
También se atribuye al inefable Voltaire, aunque no de forma tan generalizada, un sentido extremo de la justicia, lo cual era cierto sólo a medias. Es sabido que fue uno de los primeros autores, si no el primero, en hablar de derechos civiles y denostar con agudeza y ferocidad contra todo tipo de intolerancia. También tuvo arrojos, en los últimos años de su vida, para destapar la vergonzosa arbitrariedad de la Inquisición francesa en su obra Tratado sobre la Tolerancia. En este y otros escritos defendió con ardor la libertad de conciencia, al tiempo que denunciaba al rebaño clericuno por condenar cínicamente a palmarios inocentes. Baste recordar el caso del joven caballero de la Barre. Este joven noble, de apenas 21 años, fue falsamente acusado de impío, torturado, ejecutado y mancillado su cadáver por el “intolerable” delito de no descubrirse al paso de una procesión. La implicación de Voltaire en este proceso en concreto, se explica en parte porque, junto a la víctima, fue arrojado al fuego su Diccionario Filosófico.

Mercado de esclavos (con aparición del busto invisible de Voltaire), obra de Dalí.
Pero junto al lado moral luminoso y con frecuencia mezclado con él, está su lado oscuro. Aunque sean datos poco conocidos, Voltaire practicó el comercio de esclavos y la especulación de trigo en tiempos de guerra. Lo arrastró a ello su ansia de riqueza, para igualarse al estamento nobiliario al que tanto odiaba y al que, muy a su pesar, no pertenecía. Otra de las contradicciones éticas de nuestro presunto filósofo fue su declarado antisemitismo, basado más que nada en las fantasías de la Biblia y en una cerril oposición a la también zafia intolerancia canónica del judaísmo. En eso de odiar a los hebreos no era muy original, desde luego. Por lo tanto, en lo tocante a conciencia, la mente de Voltaire albergaba tantas luces como sombras, prevaleciendo las luces en la figura que de él ha trascendido, afortunadamente.
Entendería que, llegados a este punto, alguien dijera que ya basta de apalear al pobre Voltaire. Pues aún queda madera que quemar. ¿Qué tal si me atrevo a afirmar que el escritor parisino ni siquiera era un verdadero filósofo? No al menos un filósofo al uso. Se podría hablar de una cierta filosofía volteriana, pero ésta sería asistemática, más una cátedra de todo un poco que un corpus coherente. A Voltaire le gustaba opinar de lo humano y lo divino, pero sin orden ni concierto y sin cortapisa alguna salvo sus propias conciencia y capacidad de raciocinio. Y eso difícilmente lo convierte en un filósofo al estilo de Descartes, Platón, Aristóteles, Newton o cualquiera de los empiristas a los que seguía. Ni poseía ideas realmente originales ni su agudeza era tal si osaba adentrarse en debates tan crípticos como el de la Naturaleza de las cosas.



Definitivamente, no fue lo que se dice un filósofo a la vieja usanza, pero sí algo más, algo nuevo. Podría calificársele quizás, con algún precedente, como un pionero de la Sociología. Dicho de otro modo, el primero que se ocupó de analizar los mecanismos y contradicciones de la sociedad de su tiempo. Y también del Poder omnímodo que la dominaba en ese momento. Y eso tenía que ver con su estilo de escribir y su ambición de hacerse comprender elaborando discursos amenos con certeras y epatantes conclusiones.
Una vez han volado todas sus caretas, algo queda del auténtico Voltaire. Por encima de todo, fue un soberbio escritor. Sus textos resultan tan sabrosos a la mente como el agua a un paladar sediento. No pocas veces, sus palabras parecerán disparatadas y hasta repulsivas. Sin embargo, sus frases son tan redondas, encierran tal nitidez y contundencia, que provocan la reflexión y se revitalizan con cada nueva lectura. Qué mejor piropo para un escritor.
Larga vida a Voltaire, quien, armado sólo con su pluma, fue capaz de enfrentarse con bravura a los molinos de la Historia.


[1] Voltaire's Correspondence, ed. T. Berterman, vol 77, (Geneva, 1962), pp. 119-120; también citado en Parton 1884, 554. 

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