Se dice que la guerra es tan antigua como el
hombre; como el hombre primitivo, se entiende, o sea que es anterior a eso que
llamamos civilización, un concepto, por cierto, que cada vez encuentro más
contradictorio. Ese pedigrí otorgado a todo lo bélico basta a algunos para
convertir la guerra en un elemento connatural al ser humano. Puede ser, pero
eso no significa que no sea igualmente terrible y que, de ser una seña de
identidad, resulte ciertamente un estigma para nuestra especie. De hecho, si asumimos
que siempre hemos guerreado y lo haremos por los siglos de los siglos también
hemos de asumir que sería nuestra peor forma de expresión, una auténtica vergüenza
para nuestra estirpe. Y, como tal, deberíamos erradicarla de nuestras
costumbres, por sangrienta e irracional.
Porque la guerra no es más que eso: una
costumbre a la que se acude con demasiada frecuencia, vistas sus consecuencias,
la peor y más extrema de las formas posibles de solventar los problemas. Y, en
el fondo la más animal, la menos humana. Mucho menos humana que el diálogo, que
en lugar de las armas se sirve del lenguaje, cualidad que sí nos diferencia de
las bestias. Aunque la mejor manera de evitar los conflictos no sería atajarlos
antes de que se desborden, sino prevenirlos desde la misma escuela, inculcando
valores que faciliten la cohesión y el entendemiento social; entre ello aprecio
especialmente el apoyo mutuo, o cooperación, interesante concepto que no es,
como muchos creen, ciencia ficción (léase Hobbes y su “El hombre es un lobo
para el propio hombre”), puesto que ha jugado un papel crucial en el desarrollo
evolutivo de la humanidad, pese a lo cual apenas se le otorga importancia
actualmente, anulado por su opuesto, la pujante y vigorosa competitividad.
Y, hablando de competitividad, las guerras
tiene mucho de eso. Son una forma perfectamente sistematizada de destruir al
adversario a cualquier precio y mediante férreos engranajes; tan férreos que a
cada una de las pequeñas piezas que los forman se le llama “soldado”; es decir,
unido férreamente. Y hablo de piezas al referirme a los hombres que hacen la
guerra porque eso es lo que son considerados en la guerra: meros objetos de
desgaste, tan fungibles como balas de artillería, incautados sus derechos y
prohibidos los sentimientos pero, eso sí, obligados a cargar siempre con las
armas y el sacrosanto deber de vencer o morir. Y ello sin que sepan, la mayoría
de las veces, por qué están luchando. Y es es que las guerras tienen mucho de
misteriosas y sólo conocen sus motivos unas cuantas personas, las que disponen, en una suerte de juego de sobremesa bien lejos del frente, la manera
en que morirán en su propio beneficio miles, frecuentemente millones, de
personas. De esas millones de víctimas, la mayoría son civiles inocentes atrapados
entre los dos fuegos, a uno de los cuales han de llamar, para colmo, “fuego
amigo”.
Y es que la hipocresía es otra de las
características de la guerra. Tanto en las expresiones con que sus inductores
la justifican como en los rituales que la bendicen. A este respecto, mi siempre
venerado Voltaire decía, con sarcasmo y amargura a partes iguales, algo que
sigue completamente vigente hoy, pese a los dos siglos y medio transcurridos: Lo maravilloso de esta empresa infernal (la
guerra) es que cada jefe de los asesinos hace bendecir sus banderas e invoca a
Dios solemnemente antes de ir a exterminar a su prójimo. Cuando un jefe sólo
tiene la fortuna de poder degollar a dos o tres mil hombres, no da las gracias
a Dios; pero cuando consigue exterminar diez mil y destruir alguna ciudad,
entonces manda cantar el Te Deum (1).
Verdaderamente demencial, la guerra. A
aquellos que viven de ella o a quienes, ingenuamente, la consideran algo
glorioso, les gusta pensar que no es sino la preparación necesaria para la paz.
En efecto, a una guerra no puede suceder sino un periodo de paz, pero ¿a qué
precio? Para empezar esa paz es relativa si se tiene en cuenta la espiral de
represión, abusos, corrupción y autoritarismo que generan las posguerras, de
suerte que en más de una ocasión éstas resultan aún más devastadoras que los
conflictos que las generaron. Investir de falso misticismo lo que no es sino
barbarie no puede ser más hipócrita. Como hipócrita es llamar “misiones
pacificadoras” a lo que no son sino operaciones de destrucción sistemática
pulcramente planificadas; lo mismo se puede decir de llamar ocupación a lo que
no es sino pura y simplemente invasión. En realidad, esas misiones
internacionales, presentadas como garantes de la democracia (occidental, por
supuesto) no son diferentes a las guerras del pasado, ya que buscan lo mismo:
imponerse por la fuerza de las armas; otra cosa es que sean presentadas como
una liberación, por obra y gracia de la propaganda; y hasta de la publicidad,
en el caso de las campañas de reclutamiento donde se presenta a los ejércitos
poco menos que como onegés.
La palabra libertad no falta en la
parafernalia bélica. Las tropas norteamericanas hacen gala de ella siempre que
pueden y bien a su gusto para justificar sus incursiones bélicas por todo el
Planeta, por donde campan como quieren, intentando hacernos creer al resto de
terráqueos que si matan a la gente es por su bien y porque uno de sus símbolos
es la Estatua de la Libertad. Y fue durante la Guerra Civil española, cuando Francisco
Franco, todo un dictador, se inventó aquello de “Una, grande y Libre” para
calificar a esa España suya y bien suya que impuso por la fuerza de las armas y
a la que rodeó de altos muros, una patria de cosnignas grandilocuentes pero
miras estrechas, tan idílica como falsa.
Hablando de patria, es éste un término que sin
duda los militares y los paramilitares adoran; de hecho, los defensores de la
guerra (hay más de los que parece, aunque parezca increíble) suelen salir con
que es algo patriótico, una lucha a vida o muerte, desagradable pero necesaria
para defender de algún ataque extranjero (real o inventado) lo que es de todos
(o sea, la patria). Desde luego, la defensa de la patria es el casus belli al que más se apela; pero
que sea el más conocido no significa que sea siempre el verdadero motivo de
guerra.
En realidad no hay tantas guerras patrióticas como nos cuentan los
libros de Historia. Es verdad que ciertos conflictos, como nuestra Guerra de la
Independencia contra la invasión francesa, podrían ser calificadas como de
liberación nacional; sin embargo, detrás de la mayor parte de los conflictos se
esconden no intereses comunes sino más bien particulares que atañen puramente a
las clases dirigentes. En ese sentido, son mecanismos mediante los cuales las
élites de diferentes países solventan sus peores desavenencias. Otra cosa es
que, sistemáticamente, quienes las fomentan las disfracen hábilmente de guerras
patrióticas. Por ejemplo, la I Guerra Mundial fue provocada, sobre todo por el
colosal cruce de intereses que quedaron al descubierto tras el reparto de
África en la Conferencia de Berlín de 1885; a su vez, la II Guerra Mundial
tiene su raíz en las desproporcionadas reparaciones de guerra impuestas a
Alemania por su derrota en la anterior gran guerra. Pues bien, se podría decir
que la causa de ambos conflcitos fueron no tanto las diferencias nacionales
como la avaricia de las élites de ambos bandos. Por poner algún otro ejemplo de
guerra falsamente patriótica, cabe recordar la de Las Malvinas. Desde luego a
los argentinos no les gustaba ni les gusta aún que los ingleses les arrebataran
en su día esas islas del demonio (valga la expresión por su malhadada situación
geográfica). Sin embargo, como ahora se sabe bien, si se produjo esa guerra no
fue porque la sociedad argentina la exigiese de forma contundente y
mayoritaria, sino porque, en ese momento, 1982, la Junta Militar argentina y
quienes la sustentaban veían peligrar su continuidad y, por tanto, sus privilegios,
no los del pueblo argentino, como entonces se decía; así, en una huida hacia
delante, esa pequeña élite de asesinos y mangantes se jugó el todo por el todo
apostando por un conflicto que finalmente perdieron no sólo ellos sino la Argentina
entera.
Porque ése, quizás, es el peor resultado de las guerras: aunque las
provocan unos pocos en ellas pierde todo el mundo; incluso quien se cree
vencedor se deja algo en el camino. ¿Hay motivo mejor que ése para maldecirlas?