sábado, 30 de diciembre de 2017

Navidad en Alsacia (VI)



Pero todavía nos quedaba una última jornada, que amaneció aún más fría y con aguanieve. Recordamos entonces que Estrasburgo es una de las dos capitales europeas, junto con Bruselas. Además, el área comunitaria quedaba cerca de nuestro hotel. Así que nos dirigimos hacia la zona del Parlamento y demás instituciones europeas cruzando un parque semihelado y alfombrado de hojas secas.
Al llegar al presunto acceso del Parlamento, lo encontramos cercado y vigilado por policías con ametralladoras. En un control nos aseguraron que una visita requería un permiso por Internet y luego ya se vería. 

Aspecto del Parlamento Europeo ahora mismo.
Sí, supongo que hay riesgo siempre de un ataque terrorista a los parlamentarios, blanco preferente. Pero esa rotundidad a la hora de protegerlos ¿no eleva todavía más la torre de marfil entre esos que dicen representarnos y nosotros que los elegimos? Como diría mi tío, qué lástima dan, bien que se merecen esos buenos sueldos y comisiones.
Pero bueno, la mañana era joven y quedaba mucho que averiguar de Estrasburgo. Por ejemplo, de su antigua Universidad, de principios del siglo XVII. Para mí es ya un rito bichear por facultades y campus cuando viajo, lo mismo en España que en el extranjero. Junto a la Place de la Republique está el Palais Universitaire, que acoge varias facultades, entre ellas Derecho, Teología Protestante y Económicas. Antes de entrar nos acercamos hasta la estatua de Goethe, quien estudió aquí. Puede incluso que en Estrasburgo naciera la semilla que dio lugar a su Werther.


En el interior del Palais los alumnos son como en cualquier universidad: tímidos y con expresión concentrada. Te miran y no parecen verte, tal vez pensando en algún examen próximo o en la lección que acaban de recibir. Buscando un descanso, preguntamos por la cafetería y nos dirigieron hasta una cantina en el sótano, casi una catacumba. El local lucía tan desaliñado como los estudiantes que la ocupaban. Daba la impresión de ser una zona reservada a un grupo escogido de estudiantes, cerebritos para quienes dos turistas resultaban muy fuera de lugar. Así que apuramos el café y salimos pitando a la calle.
Sin dejar los alrededores de la Place de la Republique, nos acercamos hasta un gymko enorme, seguro que centenario. ¿Quién y desde dónde podría haber traído las semillas de aquel árbol hace al menos 400 años? Seguramente algún misionero francés que visitó China, tal vez Japón, pero no Corea, el reino ermitaño, que no toleró presencia occidental hasta principios del siglo XIX.



martes, 26 de diciembre de 2017

Navidad en Alsacia (V)



Al salir de la colegiata, nos zambullimos en el bullicio de los mercados navideños. No tardamos en apreciar que en Colmar todo resulta más auténtico que en Estrasburgo. Los puestecitos de estos mercados son de juguete, si se los compara con los de  aquella ciudad, y además ofrecen sobre todo productos autóctonos. Se ve a personas paradas frente a los puestos, tomando un crepe o un vaso de vino caliente, conversando con familiaridad. Esa cercanía escasearía en una gran ciudad y hace de estos mercados lugares pensados más para el consumo de los de allí que para los turistas. 


Se aprecia también más autenticidad al ir recorriendo el trazado arborescente de su barrio viejo, notablemente más compacto y mejor preservado que el de Estrasburgo. Destaca en él la llamada Petite Venise, que no tiene nada que envidiar a la Petite France, cuyas calles también se refieren a antiguos oficios. La pequeña Venecia de Colmar, tendida al borde de los canales, brilla un momento cuando el sol sale. Parece flotar sobre ese suelo abombado que, por su irregularidad, depara múltiples perspectivas. En un determinado lugar se observa un puente abajo titilando sobre el agua, con las casas de colores arropándolo, pero si uno se mueve sólo unos metros, el paisaje se eleva hacia el cielo.


Vuelve a llover y ahora incluso hace viento. Debemos refugiarnos de nuevo y nada mejor que entrar al Museo del Juguete. A lo largo de sus salas vemos evolucionar los sueños de los niños desde el siglo XIX a la actualidad. En distintas vitrinas se exhiben, detenidos en el tiempo, muñecas, autómatas, juegos reunidos, equipos de química... Cochecitos de lata, caballos de madera, soldaditos de plomo y de plástico, el famoso Meccano o el primer Lego, el ya más moderno barco pirata de Famobil, el Scalextric o el Cinexin con cortos de Disney. Para rematar, la sala superior está dedicada al ferrocarril, con ese tren que a todos nos hubiera gustado tener. Una entretenida visita de la que salimos ya entrada la noche.

El tren de mis sueños.

Tras un nuevo paseo, donde visitamos un interesante mercadillo de artesanía, regresamos a Estrasburgo con tiempo para dar una última vuelta y el recuerdo de Colmar, maravilloso descubrimiento.
Desde la Grand Gare terminamos desembocando en la place Kleber, un prominente militar que fue general de Napoleón en Egipto. Es el lugar donde se alza el gran árbol de Navidad. 


Nos acercamos a un puesto de ostras que nos llamó la atención el día anterior.  Tomamos una docenas junto con un vaso de vino blanco de Alsacia, pequeño placer, pero sólo un aperitivo.

Más contento que unas pascuas, comiendo ostras y bebiendo vino del país.


En busca de un restaurante, callejeamos por la Grande-Île, para acabar cruzando el canal sur y penetrar en el barrio estudiantil de Krutenau, bordeado por le Qai des Pecheurs. Encontramos un sitio perfecto en el Boulevard de la Victorie, un pequeño restaurante alsaciano de nombre también Victorie. Un lugar muy recomendable precisamente por que en él es extraño ver turistas. Platos caseros y abundantes a precios moderados.

domingo, 24 de diciembre de 2017

Navidad en Alsacia (IV)


Miryang frente a una bonita casa alsaciana.
Al día siguiente, iniciamos la que sería la jornada más intensa de nuestro viaje. Habíamos resuelto visitar algún lugar cercano a Estrasburgo, quizás en Alemania o Suiza, países cercanos a Alsacia. Sin embargo, el tiempo que podíamos perder entre ir y volver nos decidió a escoger un destino alsaciano: Colmar. Esta pequeña ciudad, capital del departamento de la Alta Alsacia, está apenas a media hora en tren de Estrasburgo. Muy pronto descubriríamos el acierto de nuestra decisión.
Para empezar, decidimos comer en el primer restaurante que encontramos. Allí pedimos el típico chucrut, col fermentada y puré de patatas con salchichas y tacos de panceta. 

Chucrut alsaciano.
Observando a algunas personas hablar un idioma que no identifico, pregunto a la camarera. Ella me responde, con orgullo, que hablan en alsaciano, que no es ni alemán ni francés. Toda una declaración de identidad. En realidad es un conjunto de lenguas muy diferentes, de origen alemán, que se hablan en Alsacia y también en la vecina Lorena, situada al noroeste, cerca de Bélgica. Así puede resultar que hablando dialectos emparentados un alsaciano del sur no se entienda bien con un lorenés del valle del Mosela.
Mientras comemos me viene a la mente la turbulenta historia de Alsacia y Lorena, aprendida pero no demasiado comprendida en mis libros escolares. En los últimos 150 años pasaron dos veces de ser parte de Francia a ser conquistadas por Alemania. Ambas regiones se integraban en el Sacro Imperio Romano hasta que fueron incorporadas a Francia, por Luis XIV, en la segunda mitad del siglo XVII. Una afrenta para la vecina Alemania, que las conquistó por las armas primero en 1871, tras la derrota francesa ante Prusia. Después las perdió al término de la primera guerra mundial (1918), para reconquistarlas en 1941, con la victoria nazi en Francia. Finalmente, tras finalizar la segunda guerra mundial, Alsacia y Lorena volvieron a manos francesas. 
Desde la época de Luis XIV y hasta hoy mismo la identidad alsaciana y lorenesa han sufrido la presión cultural e idiomática de los franceses, primero, y después la más brutal de los alemanes, que perpetraron matanzas para alemanizar el territorio. En este contexto, resultan comprensibles las palabras contundentes de la camarera, defendiendo su genuina identidad alsaciana.

Alsacia y Lorena, cuando eran parte del II Reich alemán, entre 1871 y 1918. Fuente: m.forocoches.com
Colmar, de apenas 70.000 habitantes nos iba a resultar más interesante que la propia Estrasburgo. Tras un pequeño paseo por el casco histórico, desembocamos en la llamada plaza de la catedral, que en realidad no es tal sino colegiata de saint Martin, aunque fue sede episcopal en un breve periodo, durante la Revolución francesa.

Aprovechamos para entrar al templo, de estilo gótico, con algunos toques renacentistas, pues comienza a llover y hace frío. En su interior resaltan, sobre todo, ciertas esculturas, como una delicada virgen con el niño de estilo gótico tardío; o un relieve de la santa cena, con influencias del Renacimiento alemán. A principios del siglo XVI un joven Alberto Durero pasó por esta ciudad para formarse. 


Virgen gótica.
Relieve de la santa cena, al fondo.
Muy interesantes son también las vidrieras de tema bíblico que ocupan los grandes vanos. Armadas en el siglo XIII, retrotraen al viajero a una época oscura, cuando fue erigido el edificio, y legiones de legos aprendían las escrituras al trasluz de estos cristales.


viernes, 22 de diciembre de 2017

Navidad en Alsacia (III)




Al día siguiente, retomamos la visita por donde la habíamos dejado, aún nos quedaba ver la Petite France de día. Y para ello nada mejor que subirse a una terraza panorámica que hay frente a sus ponts couverts, elemento clave antaño en la defensa de la ciudad. Éstos en realidad ya no están cubiertos, desaparecida la techumbre que unía sus tres torreones en el siglo XVIII. Se ubican los tres puentes sobre otros tantos canales paralelos, con un bastión adelantado donde se alza otra de esas delicadas viviendas alsacianas que debió ser un molino. Junto a ellos, la contundente  presencia de un cuartel de artillería cierra el círculo de fuego que salvaguardó la seguridad de esta ciudad durante siglos. El caserío alsaciano, colorido y amontonado, irregular pero armonioso,  y al fondo la aguda silueta de la catedral, esculpida en arenisca roja del país, completan la vista más representativa de Estrasburgo.
Pasamos el resto del día, de un lado para otro, recorriendo de nuevo las calles de la Petite France, donde todos los comercios, cómo no, visten de etiqueta navideña. Una farmacia exhibe en su escaparate unas ositos de marioneta, fabricando dulces estrellados, Estas cosas son como los belenes en España, pero en Alsacia.

Tienda de bicicletas, con diferentes modelos para el mal tiempo.
Antes de abandonar la Petite France, visitamos una iglesia protestante. Fue Alsacia plaza fuerte del protestantismo francés, con todo lo bueno y, sobre todo, lo malo que ello supuso para la región y, en especial para Estrasburgo. Aquí llegó exiliado Calvino, se casó y pasó los 3 mejores años de su vida, esta ciudad fue su catapulta para llegar a liderar una de las ramas más importantes del protestantismo.  Pero aquellos buenos tiempos quedan lejos. Las iglesias protestantes brillan poco o nada,  deslucidas por el abandono, sin ayuda gubernamental, apenas sustentadas por un número cada vez menor de fieles. Porque en eso, las iglesias protestantes se parecen a las mucho más lujosas españolas, católicas y apostólicas (mantenidas con dinero público): apenas va ya nadie a rezar, aquejadas unas y otras de una severa crisis de conciencias, lastradas por escleróticos principios. 

Fuente: erasmusu.com/es/erasmus-estrasburg

Vamos parando de vez en cuando en alguna terraza para comer o simplemente descansar pero, eso sí, frente a una cerveza. Los alsacianos presumen de vino pero lo que de verdad hacen bien es la cerveza. La más famosa de sus marcas,
Kronenburg, no se ve tanto como cabía esperar. Quizás sea porque los indígenas prefieren otras divisas locales, tan buenas o mejores que aquélla. Recuerdo, por ejemplo la bière blonde de Meteor. Nos la sirvieron en un castizo restaurante de la plaza Gutemberg, dedicada al inventor de la imprenta, otro personaje clave para la Historia que vivió en Estrasburgo. Adorna aquel restaurante una figura de porcelana que representa a un niño bebiendo cerveza, con lo cual podría pensarse que los alsacianos empiezan a beber cerveza casi cuando han dejado el biberón.





martes, 19 de diciembre de 2017

Navidad en Alsacia (II)


Restaurante Kammerzell, junto a la catedral.
Como suele sucederme cuando visito un lugar nuevo, mi mente se muestra confusa, demasiado preocupada por asimilar y ordenar aquel caos de nuevas sensaciones. No podía ser de otra manera al llegar a aquella ciudad tan recargada de luces y referencias navideñas. Ya en la plaza de la catedral de Notre Dame, el mercado más visitado no me pareció muy diferente a otros que había conocido en España, diseñados a imagen de estos alsacianos, los originales, que se remontan a cinco siglos atrás. Quizás el de la catedral, adulterado inevitablemente por el turismo de masas, podría haber perdido gran parte de su esencia. 


No obstante, junto a puestos de baratijas, adornos de pascua o figuritas de belén sobreviven despachos de comida que para nosotros siguen siendo un exotismo: crepes salados, chucrut de col especiada con carne, rebanadas de pan con jamón y queso fundido del país, pan de especies, pastas de canela o jengibre (entre ellas el famoso hombrecito de jengibre) y, sobre todo, vino caliente. 

Kit para elaborar hombrecitos de pan de jenjibre.
En algún puestecito más modesto se servía una deliciosa y casi hirviente sopa de verduras, ideal para combatir el frío y la lluvia, que comenzaba a aparecer.
En un lento peregrinar, nos fuimos acercando al principal atractivo turístico de Estrasburgo: la Petite France. Se trata del barrio situado al oeste de la Gran Isla del río Ill, afluente del Rin, un promontorio donde se ubica el centro histórico de la ciudad. Nada más llegar, al atravesar el viejo puente de saint Martin, encontramos un puesto de control de la policía. Será lo mismo durante todo el viaje, para entrar en la zona turística, la guirilandia de Estrasburgo. Hay rumores de un atentado terrorista durante la Navidad en algún lugar emblemático. Y pocas ciudades representan como ésta el papel de capital de la Navidad europea. Además, por doquier se ven voluntarios de protección civil y patrullas de policías, algunos fuertemente armados. La pregunta es si tanta vigilancia servirá para algo, porque, por ejemplo, es posible acceder al centro en tranvía sin ser registrado.

Vigilantes patrullan un mercado navideño

Volviendo a la Petite France, este arrabal histórico conserva un maravilloso conjunto de casas alsacianas de los siglos XVI y XVII. Pegadas unas a otras como piezas de un juego infantil, algunas se aprecian visiblemente combadas, tal vez por estar asentadas sobre suelo sedimentario. En ocasiones, tres o cuatro de estas maisons se suceden con tejados que van progresivamente rebajando su altura, creando un efecto catarata, escenario perfecto para una  fantasía. Aunque hoy casi todas ellas son lujosos hoteles y restaurantes, antaño albergaban talleres artesanales o molinos. Su genuina arquitectura y su cuidado estado de conservación le confieren el grado de patrimonio universal de la Unesco.
La Petite France está a rebosar. Ante tanto bullicio, los habitantes de la ciudad siempre pueden buscar entre los muelles algún tranquilo refugio.

Universitarios estudian bajo el sol y junto al río en un tranquilo muelle.

viernes, 15 de diciembre de 2017

Navidad en Alsacia (I)





Hace poco estuvimos en Alsacia, de vacaciones. Su capital, Estrasburgo, ciudad universitaria y sede europea, es también muy navideña. Nunca he sido demasiado entusiasta de la Navidad, pero tengo que reconocer que no podíamos llegar en mejor momento.
La vieja ciudad, enclavada en una isla fluvial del adolescente Rin, bullía ya azuzada por la cercana celebración de las Pascuas. Las plazas del centro estaban tomadas por mercados navideños muy sui generis, los más viejos de Europa. Sus más bellas casas parecían de juguete: de armazón de madera, con fachadas de vigas entrecruzadas sobre relucientes paños blancos y tejados apuntados, cubiertos con lágrimas de pizarra. Envueltas en un amasijo de espumillones luminosos y otros adornos navideños, resultaban recargadas pero encantadoras, tartas de merengue, galleta y chocolate, o, con sus ventanas de colores, casitas de muñecas. Con la debida imaginación, sus puertas deberían da paso a una fantasía; o mejor aún, a un cuento navideño.
En Alsacia, como en gran parte de Europa, la Navidad se celebra de un modo bastante diferente a como se hace en España. Puede que se deba a la tradición protestante, tan diferente en muchos aspectos a la católica, una tramoya que hemos visto en la películas pero que nos resulta bastante ajena, sin belenes pero con mucho árbol de navidad, muérdago y papanoeles hasta en la sopa.

Mama Nóel es para hombres.

Nada más comenzar nuestra visita, a pocos metros de la catedral de Notre Dame de Strasbourg, una tienda de bebidas llamó mi atención. En su escaparate todo el espacio era para una cerveza, de marca surrealista, llamada Mamá Nöel. Era ésta promocionada por una señorita muy ligerita de ropa, como sacada de un anuncio de los 50. Lucía la chica un minúsculo conjunto de santa Claus, para atraer a hombres muy machos. Ni los americanos lo hubieran igualado. De hecho, pareciera que en la vetusta ciudad europea, antiguo limes romano, se hubiera transustancido el espíritu de la América más hortera.
Tras llegar a la sabia conclusión de que en época navideña todo es posible, continuamos nuestra singladura de ese día por el casco viejo, camino de la catedral. Aunque estábamos a finales de noviembre, hacía ya varios días que la capital europea desplegaba su particular horror vacui navideño.




miércoles, 1 de noviembre de 2017

El fantasma y el Rey (I)

Como sombra invisible recorro este laberinto de tumbas, nichos y panteones, donde vivo desde que lo perdí todo excepto mi conciencia. La lluvia no puede empapar mi ser intangible pero sí me arrastra el viento que caracolea entre los cipreses y arranca a las flores su aroma teñido de muerte. Soy el difunto más antiguo de este cementerio de san José de Granada, soy más viejo, mucho más, que el propio camposanto. Mi tumba ni siquiera está aquí, pues fui a morir bien lejos pero, de algún modo, mi espíritu errante llegó a este lugar, al rincón más triste de la colina de la Alhambra, cerca de donde viví mis mejores días. Así, vago por este fértil campo desde hace más de seis largos siglos. ¿Qué quién soy? Eso poco importa ahora. Si me presento no es para contar mi vida sino la historia del rey que construyó aquí un palacio, llamado de los Alijares. De ese lugar apenas queda hoy una quijada, ni siquiera un reflejo de su antiguo esplendor de mármol, cristal y destellos dorados. Sin embargo, sí restan muchos recuerdos que evocan los tormentos y gozos que en él vivió aquel rey, conocido por todos como Muhammad V. En su construcción puso más empeño y pasó más fatigas que en el famoso Jardín de la Felicidad, el de los doce leones.
Cuando comenzó a erigir este palacio, el reino acababa de salir de un duro trance, una de esas luchas internas que, como paludismo, se reproducían de tanto en tanto en su seno. Para conservar su poder, el monarca se cebó en alguien a quien había profesado un enorme afecto: el polígrafo Lisan al-Din ibn al Jatíb, al que los tiempos recordarán como destacado poeta y perspicaz historiador, pero también por su ignominiosa muerte en el exilio. Sucedió que, caído en desgracia, más por imprudencia que por conducta impía, como proclamaban sus detractores, dejóse arrastrar por el pánico y huyó de al Andalus hacia el Magreb. Pero el rey granadino, cegado por el dolor del abandono, lo acusó de traición y decidió perseguirlo para darle muerte. Encomendó tal empresa al sibilino Ibn al Zamrak, en otro tiempo discípulo del perseguido y que no había tardado en ocupar su puesto. Acompañado de los peores asesinos de Granada, reino donde abundaban los criminales refinados, Ibn Zamrak inició una caza implacable de su antiguo maestro, acosándolo como una bestia allá donde lograba refugiarse. Finalmente, consiguió que se le juzgase con deshonor en Fez e hizo que fuese asesinado clandestinamente en su celda antes de que se cumpliera la sentencia oficial. Incluso, una vez enterrado, el cadáver de Ibn al Jatíb fue profanado y apareció quemado junto a su tumba.
Dicen, aunque no está escrito, que el rey, quien no paró en mientes hasta completar su venganza, no pudo evitar caer en una profunda depresión tras conocer la noticia, una suerte de enfermedad melancólica de la que nunca llegó a recuperarse. Y que, para escapar de su propio infierno, decidió construir este palacio, desde el que se ha dicho que se puede tocar el cielo. Otra versión, recogida en una crónica antigua hoy desaparecida, aseguraba que el rey eligió este emplazamiento porque daba la espalda a Granada y todos sus problemas, a la rigidez de la corte y al bullicio de la ciudadela, porque aquí el mundo y todas sus pasiones parecen muy lejanos. Algo así sucede con las montañas de Sulayr[1], cuya mole, nítida desde la Vega, diríase inalcanzable desde esta posición. Aquí, las cordadas del piedemonte se pliegan unas sobre otras sin dejar apenas ver las cumbres y es como si se atisbara desde abajo a un gigante que viste pesada túnica y luce cabellera cana. Y el río, todavía niño, es apenas un destello que parpadea en la hondonada poco antes de entrar en la llanura para fertilizarla.
En su día el rey se complacía con este mismo lienzo natural desde su atalaya privada en la torre sur de este palacio, donde concibió cada plano, cada detalle decorativo, cada columna y cada panel de yeso afiligranado. Para acarrear agua hasta esta, por entonces, área yerma por demasiado elevada, se ayudó de un viejo documento de la época de su padre, el gran Yúsuf I. A partir de las ideas de éste logró completar el sistema de irrigación más complejo construido jamás en al Andalus, superior en ingenio al de la Acequia Real. Así, tan alambicada distracción le servía para hallar alivio contra el hastío de vivir, que por momentos se tornaba en dolor, sentimientos que ya corroían su alma cuando todavía no había cumplido cuarenta años, poco después de mandar asesinar a Ibn al Jatíb.


El fantasma y el Rey (y II)



Todavía le veo frente a un rugoso pergamino y con una pluma de caña pergeñando el diseño floral que adornará las baldosas. Pero es incapaz de encontrar la concentración que necesita. Antes piensa en su vida, que ha llegado a los 50, y ha sido tan turbulenta que ya se siente un anciano. Es abuelo y ha reinado dos veces. Recuperar el trono a sangre y fuego, primero, y mantenerlo después no ha resultado tarea sencilla ni agradable. Está harto de intrigas, insidias y desavenencias cortesanas, de maledicencias de unos contra otros, de ver cada día tantas miserias y mezquindades a su alrededor. Hasta el punto de que ha llegado a odiar la corte, con todos sus lujos, a considerar más de una vez y siempre para sí mismo abandonar el poder, dejarlo todo en manos de su hijo, al que ha educado bien y al que considera su digno sucesor. Pero, ¿cómo hacerlo sin provocar revueltas, sin poner a sus propios herederos y a él mismo en riesgo de morir asesinados por alguna nueva conjura?
Para olvidarse de su infelicidad suele escaparse siempre que puede a los Alijares. Le basta recorrer, entre senderos flanqueados por arrayán, los mil pasos que separan este palacio de la ciudadela roja para imaginar que es otro, un trasunto de sí mismo, alguien mucho más noble. Aquí, donde nada escapa a su minuciosa supervisión, da rienda suelta a su verdadera vocación de rey constructor. Aún así, aislado del mundo, no puede sustraerse de sus fantasmas, que son numerosos, ni dejar en la puerta de este palacio sus suspicacias, las sospechas que, por miedo a ser eliminado, le acompañan desde que fuera destronado cuando todavía era un adolescente. Desde entonces, su espada siempre duerme junto a él. No hay nadie en toda Granada más desconfiado porque tampoco nadie puede temer más las asechanzas.
Incapaz de sustraerse a sus pensamientos, vuelve a enfrentarse con la hoja en blanco, intentando plasmar la composición floral que tan nítidamente tiene en su cabeza pero que es incapaz de trasladar al pergamino. Ha de apresurarse, el palacio está casi concluido y sólo resta definir el pavimento. Indeciso, da una pincelada intentando perfilar una flor, pero el resultado le parece desastroso y, desesperado, rompe el boceto, arrojándolo con desdén hacia atrás, junto a otros muchos desechados.
Dibujo del Patronato de la Alhambra.
Huyendo de su impotencia, fija de nuevo su mirada en el paisaje un instante y luego cierra los párpados; imagina sin esfuerzo que está al borde del río, que aquella tarde de primavera palpita bullicioso a sus pies, crecido por las aguas de deshielo. Puede notar sin esfuerzo su frescura, escuchar su rumor embravecido y respirar el aliento de montaña que arrastra. Entonces, algo lo saca de su trance: un gran estruendo. Una de las estanterías de su estudio acaba de derrumbarse y las piezas que albergaba están desparramadas por el suelo, incluida una maqueta del palacio con sus cuatro torres cupuladas. Su pabellón central ha salido despedido y aún rueda por la estancia como una peonza con un runrún que rompe el silencio de forma inquietante. Un escalofrío recorre la piel del rey, como si una sombra invisible y helada lo hubiese rozado. No es la primera vez que sufre pequeños accidentes sin aparente explicación que vienen a sobresaltarlo en los escasos momentos de verdadero gozo que puede permitirse, algo que él atribuye a la mano de un fantasma de alguien que conoció. Y en eso no anda equivocado.
Intentando descubrirme, explora cada rincón de la estancia, incluso me invoca temerario, pero no le servirá de nada; sólo logrará llamar la atención de su chambelán, que acude para hallarlo, como otras veces, anegado en sudor y con los ojos desorbitados, farfullando todavía maldiciones contra quien le atormenta. El criado se acerca a él intentando ayudar pero la mirada del rey le hace retroceder; piensa en llamar al médico pero sabe que es inútil: no hay medicina contra la locura y, además, sabe por experiencia que la presencia del galeno no hará sino enervar aún más a su señor. De este modo, tras poner un poco de orden en la estancia, decide dejarlo solo mientras implora al cielo para que interceda por su soberano y proteja al reino que gobierna.
Yo, por mi parte, me regocijo con su confusión, un castigo insignificante comparado con el mal que él me hizo, desposeyéndome con inquina de mi honor y arrebatándome mis bienes, castigando a mi descendencia a la vergüenza pública y la pobreza. No habrá paz para él mientras yo pueda impedirlo.
Pero este castigo ha de administrarse en pequeñas dosis, como la ponzoña que envenena lentamente sin que la víctima lo advierta. Así que, para seguir jugando con él más tarde, he de darle un respiro. Tengo todo el tiempo del mundo, la eternidad entera. Pasan horas antes de que acierte a salir del rincón en el que se ha refugiado. En ese tiempo, un alarife se ha atrevido, imprudente, a llamar a la puerta para preguntarle si quiere inspeccionar las estancias reservadas a los invitados, que irán en la torre este. La única respuesta que obtiene es un feroz alarido que resuena en todo el palacio. Un soldado se acerca al alarife para alejarlo de la puerta a empellones.
Fuente: http://nomadicchick.com/
El sol está ya muy bajo cuando por fin el terror que le ronda se disipa en su mente; se levanta con no poco esfuerzo para retomar el pincel de caña. Mira de nuevo al río a su entrada en la vega. Su espalda plateada parece desembocar en el disco solar, como si fuera a evaporarse, como si estuviera destinado a no llegar al mar. Existe tanto paralelismo entre esa imagen y su vida, corta pero intensa, que cree asistir a una reminiscencia de su propia muerte, que adivina cercana. Una profunda melancolía le invade pero ya no siente pavor alguno, solamente un gran alivio ante la certeza de que pronto su suplicio habrá acabado. Invaden la estancia tonalidades naranjas y malvas, reflejo del sol en agonía sobre la cúpula acristalada de la torre.
En un arrebato de inspiración, da una certera pincelada para trazar una flor de cinco pétalos rodeada por su propio tallo. Es irregular pero delicada, con un aspecto inédito en la Alhambra, justo lo que andaba buscando. Eso lo anima a continuar febrilmente la senda que le marca la inspiración dibujando otras flores de similar aspecto pero al tiempo todas distintas. Incluso imagina los colores de la composición: sobre un fondo blanco, algunas flores irán de morado casi negro, otras de color terroso, varias de azul acuoso y otras sin relleno alguno. Para completar el conjunto, lágrimas color oro fluyen entre los tallos y desembocan en los bordes.
Podría rozar su pluma ahora, cuando da los últimos retoques, pero me lo impide la compasión. No hacia él sino hacia su bella obra, más de un artista que quiera significarse que de un artesano que repite modelos heredados.
Lo dejaré tranquilo por hoy. Se lo merece. Sí, acaba de concluir su dolorosa tarea y el ocaso lo anega todo, también inunda su ser exultante. Gotas de sudor se mezclan con lágrimas en la penumbra en un último destello del día. Justo en ese momento alguien osa abrir la puerta sin avisar. Es su nieto Yúsuf, de catorce años, y llega acompañado del poeta real y visir Ibn Zamrak, víbora entre las víboras y cómplice de mi desgracia. Sin duda han acudido alertados por el chambelán real, que permanece en la puerta expectante. Al encontrar al soberano más tranquilo de lo que pensaban, mirando el paisaje, piensan que todo ha sido una falsa alarma e intentan retroceder, pero Muhammad se lo impide levantando la mano.
-  Llegáis justo a tiempo para que os muestre algo –dice señalando el dibujo.
Apenas se ve nada en medio de la creciente oscuridad e Ibn Zamrak ordena con displicencia al chambelán que encienda las linternas. Ya con luz, observan durante un largo instante el diseño, se miran y siguen sin saber qué decir. Está claro que no valoran mucho las novedades. Para conjurar tan incómodo silencio, Ibn Zamrak echa mano a una de sus lisonjas:
-  Sin duda, mi señor, una gran obra, propia de vos, como todo en este palacio maravilloso que los siglos recordarán.
-  Para decir eso, hubiera sido mejor callar, como mi nieto. Él ha demostrado más aplomo.
El rey ha contestado sin dignarse a mirar al poeta. No quiere enturbiar su mirada, que prefiere reservar cálida para su nieto. Se siente animado como para preguntar al príncipe sobre sus progresos en el arte de la poesía, que éste cultiva con gran dedicación.
- Vamos, alteza, mostradle a nuestro señor vuestros últimos versos –interviene Ibn Zamrak.
-   ¿Los últimos? Pues bien éstos son los últimos.
El río es principio y fin de todo, guía lo mismo a santos que a soldados,
Semeja un alfanje: fino y romo al principio, ancho y mortal al final.
-  Teníamos previsto que recitaseis otros versos mucho más galantes. ¿De dónde habéis sacado esos otros tan tristes? Además, qué clase de rima es ésa –reprende sorprendido su preceptor al príncipe.
-  Los acabo de componer; al ver a mi abuelo mirar al río me han venido a la mente. Disculpad maestro, no lo he podido evitar.
-  Está bien, pero la indisciplina no casa bien con vuestra condición…
Pero Ibn Zamrak no puede continuar, el rey le ordena callar con una severa mirada.
-  ¿Cómo tú, poeta, osas reprender a mi nieto al dejarse llevar por el corazón? Ni toda la poesía del mundo valdría para mí tanto como estos versos. Pero tú eso no lo puedes comprender, nunca fuiste como aquél al que perseguiste sin piedad pese a ser tu maestro, nunca estuviste a su altura.
Ibn Zamrak nada replica, no es la primera vez que recibe reproches del monarca de forma tempestuosa y ha de resignarse. Tampoco su nieto dice nada, incómodo por el cambio de humor del rey. Tiene bien sabido que en la corte granadina se camina siempre sobre el filo de una espada y ninguna cabeza, ni siquiera la de los herederos, está totalmente segura.
-  Y ahora, marchaos, tengo mucho en qué pensar. Además, me noto muy cansado. Creo que estoy más cansado que nunca. Tened la amabilidad de anunciar que dormiré aquí esta noche.
Fuente: http://nomadicchick.com/
Al quedar solo, el recuerdo de su amigo Ibn al Jatíb termina por adueñarse de la mente de Abú Abdalá Muhammad. Intenta echar a un lado el peso de la injusticia que cometió con él, para que afloren los buenos momentos vividos juntos. Qué no hubiera dado por presentarle orgulloso a su nieto poeta, por intercambiar de nuevo confidencias y pedirle consejos, cuánto no daría por tenerlo ahora a su lado y así amarlo profundamente como antaño, porque fuera huésped eterno de aquel palacio colgante dedicado a él.

Lo que no sabe, o tal vez no quiera saber, es que el espíritu atormentado de Ibn al Jatíb mora desde hace tiempo en ese palacio y se complace en arrastrarlo poco a poco hacia una muerte lenta y tortuosa sin descubrirse. Sólo al final, cuando la muerte del rey esté próximo, levantaré el velo para que pueda contemplar mi espantoso rostro desfigurado por la vigilia de la muerte y la venganza.

Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...