Para comprender mucho mejor la idea de que el monumento se
asienta, antes que nada, sobre sólidas bases científicas y una secular maestría
constructiva es necesario buscar otro mirador fuera del Albaicín. Para ello hay
que descender a Plaza Nueva, subir por la Cuesta de Gomérez y alcanzar la
umbría del bosque que rodea el perímetro amurallado, para remontar totalmente
la colina roja hasta llegar al fuerte de santa Elena, más conocido como Silla
del Moro, justo por encima del Generalife.
Desde este emplazamiento, que gustaba mucho al insigne
arabista Emilio García Gómez (2), la Alhambra pierde todas sus máscaras (la
defensiva, la áulica y también la mágica) para mostrarse como realmente fue y
aún sigue siendo: un espacio cultural de amplias resonancias y derivaciones,
formado por espacios estancos pero a la vez interrelacionados. Su núcleo lo
constituye la ciudadela palatina perfectamente fortificada, que alberga no
sólo los palacios, sino también
los jardines del Partal y una amplia zona urbanizada en donde estuvo la medina
alhambreña, una ciudad en miniatura, con su mezquita, sus baños y sus viviendas
y talleres, donde bullía una población completamente entregada al servicio de
sus reyes.
(2) EmilIo García
Gómez demostró su devoción a este lugar en su obra Silla del Moro y nuevas escenas andaluzas, publicado por primera
vez en la Revista de Occidente, Madrid, 1948.
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