sábado, 7 de diciembre de 2019

SICILIA, GUÍA DE SENSACIONES: Cicatrices



Jarrón nazarí, en un museo de Plaermo.

Sicilia, a la que llaman el ombligo del Mediterráneo, está plagada de cicatrices. Sobre la isla cabalgan varias fallas, látigos que de tanto en tanto sacuden su piel. Un seísmo de 1693, por ejemplo, acabó con una cuarta parte de su población, que fueron dos tercios en Catania. Muy cerca de esta ciudad dormita el Etna, el mayor volcán de Europa, que despierta de tanto en tanto para arrasar sus fértiles vecindades. Pero éstas son sólo las cicatrices a simple vista, hay otras invisibles frutos de su convulsa historia. Su centralidad ha atraído invasores y saqueos a lo largo de tres mil años al menos. Primero indoeuropeos y bereberes, después fenicios y cartagineses, griegos (o sículos helenos), romanos, bizantinos y hacia el siglo VIII, árabes y de nuevo bereberes. 
Azulejería evocando la conquista normanda de Sicilia a los árabes.
A éstos sucedieron normandos, alemanes, franceses y, por fin, españoles, que la dominarían durante casi seis siglos. Podríamos considerar igualmente como invasión la de los italianos peninsulares, que llegaron desde el norte en 1860 para unificar Italia. Eso significaba, como perseguía Garibaldi, el nacimiento de un  país libre sobre las cenizas de un régimen caduco. Lo que sucedió fue bien distinto: el norte burgués prosperó y el sur, aún en manos de unos pocos, se estancó. Habría que añadir una última invasión, esta vez interna, la de la mafia, que nació como reacción a los abusos nobiliarios pero se convirtió en una tiranía no menos brutal. La mafia será tema de otra entrada de esta Guía de Sensaciones.

Corleone, pueblo mafioso por antonomasia. Fuente: https://www.lacapital.com.ar/
Digamos de momento que lo que tuvieron en común todos estos gloriosos bastardos es que, al menos parcialmente, reconstruyeron lo destruido, con la mismas piedras que habían derribado, en un proceso de reciclaje histórico. Nuevas heridas sobre otras más viejas.

Vista de Agrigento, desde el Valle de los Templos
Remplo de Apolo en Siracusa.

Esas cicatrices afloran a cada instante sobre el paisaje siciliano. En los caserones semi arruinados o las estatuas mutiladas de Palermo; en las osamentas de los antiguos templos griegos de Agrigento o Siracusa; en las iglesias barrocas del sureste de la isla, que hubieron de sustituir a las medievales y renacentistas, desaparecidas en su mayoría tras el seísmo de 1693; en los bloques de la vieja muralla ciclópea de Cefalú, hoy azotados por las olas; en el paisaje abierto en canal y tintado de cenizas volcánicas mil veces…. Y también en las personas.

Salinas en Trápani, explotadas ya por los fenicios.

Se dice que los sicilianos son, generalmente, desconfiados y herméticos. Mejor no ver, no oír y no hablar. Y que ello se debe al impacto de la Mafia durante los últimos tiempos. Eso en parte puede ser cierto, pero no se debe exclusivamente a la Mafia. La cosa, creo, viene de lejos. Ser un pueblo tradicionalmente gobernado por extranjeros ha de dejar sus cicatrices en el orgullo y en el alma y ser alegremente hospitalario no puede ser fácil. 

Vista de Palermo desde Monreale.

No quiero decir que escasee la hospitalidad en Sicilia pero sí que no es instantánea. Antes viene la mirada inquisitiva, desconfiada, de individuos sometidos a una mano de hierro eterna. Y en eso hay mucho en común con Andalucía y hasta con el Alentejo portugués, dominados desde la Edad Media por grandes terratenientes, por los Alba o los Medina Sidonia, que vendrían a ser aquí los gattopardi (los gatopardos o nobles sicilianos). En el sur ibérico, como en Sicilia, las grandes familias propietarias adoptaron y adoptan el gatopardismo: permitir que cambie todo para que no cambie nada. Este concepto político emana de  la novela “El gatopardo”, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, cuya familia, por cierto, tuvo un hueco, y no menor, en nuestro viaje. Hablaré de ello en el siguiente capítulo.

Fresco de un gattopardo en un palacio palermitano.



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