Salimos de Gyeongju casi
atardeciendo. Apenas nos dio tiempo a llegar al lugar que mi esposa había escogido para esa noche. Y que no conocía. De ahí que nos metiésemos, ya
oscuro, por una infernal carretera de montaña que, sí, nos llevó a un lugar
maravilloso. Aunque muy apartado.
Era una zona preparada
para el turismo, pero en esos días aparecía tranquila, en temporada baja.
Seguro que a este rinconcito encantador acudirían muchos coreanos, pero pocos
extranjeros, a juzgar por la curiosidad que yo despertaba. En un pequeño
restaurante nos trataron con deferencia y hasta nos frieron dos huevos de
corral, una delicia, que no habíamos pedido.
Tras descansar en un
hotel de montaña, nada más salir un viejo monje budista nos detuvo brazo en
alto, como un guardia. Quería que lo acercásemos a un cruce de caminos que nos
pillaba de camino. Dentro, el monje sonreía con la misma profesionalidad que un
franciscano. Sin pedírselo, nos regaló dos brazaletes, supuestamente protectores.
En ese momento, me pareció un gesto simpático. Y desde luego desinteresado.
Qué lejos estaba de la
realidad. Al bajar del coche, nos pidió dinero (o limosna). A nosotros que lo
habíamos recogido. Yo no sabía qué decir, por aquello de estar en otro país del
que desconocía muchas costumbres. Una vez solos, mi mujer se mostró indignada.
No se trataba de una costumbre ni nada parecido. Simplemente era un monje
caradura. En estas no pude remediar compararlo con curas y frailes católicos.
Parece que en todas las religiones cuecen habas –pensé-. incluso en el Budismo,
tan bien visto en occidente.
Monjes budistas de Tailandia en un jet privado a todo tren. Fuente: El país. |
Después, recordé una anécdota protagonizada por el
famoso bandido coreano Hong Kil Dong, defensor de los oprimidos. allá por el
siglo XV- Resultó que este partisano llevó a cabo un espectacular robo en un
convento budista del que se había adueñado la molicie y la avaricia. Los monjes
acumulaban para sí mucho trigo, esperando que subiera el precio, mientras a su
alrededor la gente se moría de hambre. Para engañarlos, Hong Kil Dong y sus
hombres incendiaron una zona del edificio (lejos del lugar donde estaban los
silos). Aprovechando la confusión, el Robin Hood coreano se adueño fácilmente
del trigo y, pasado un tiempo, lo repartió entre los hambrientos.
Retrato recreación de HKD. Fuente: http://han-association.com/ |
1 comentario:
Muy bueno...
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