lunes, 9 de enero de 2017

Otoño en Corea (XIX)


Dejamos Jeonju para dirigirnos, ya en la provincia de Chungcheong, hacia la cercana costa oeste de Corea, que da al mar Amarillo y comunica con China. Era una visita necesaria; días atrás estuvimos en el otro litoral, el del mar del Este o mar de Japón. Fuera de temporada, no encontramos apenas a nadie pero tropezamos con muchas obras, carreteras nuevas y establecimientos hoteleros a medio hacer. Mi mujer no reconoce el lugar, como ya le había sucedido en otros puntos de su propio país.

La costa está perdiendo su anterior virginidad en aras del turismo de masas, pero aún se ven pescadores de marisco, que, escarbando en la tierra húmeda, recogen los frutos del mar durante la marea baja. 


Pueden estar tranquilos los pequeños cangrejos, de entre 1 y 2 centímetros, que hormiguean en la playa. Son demasiado pequeños para terminar en una olla, pero están por todas partes, tanto que es inevitable pisarlos.

Es un paisaje donde las dunas marinas conviven con bosques de hayas coreanas. Los árboles también colonizan los islotes que, como dientes volcánicos, emergen en la plataforma marina. 


En el paseo marítimo en construcción se han plantado pinos y hayas que encajan como pueden el relente oceánico y el salitre. Al contrario que en los bosques circundantes, aquí las hayas han perdido ya completamente sus hojas.


Debemos retomar el camino, hoy mismo hemos de regresar a Seúl. Y no sabemos lo que vamos a encontrar al tratar de arribar a la megalópolis. Antes nos detenemos a comer en una de esas espléndidas áreas de servicio coreanas y sus sorpresas. Como una extraña silla automática que te machaca cabeza, piernas y brazos con el loable fin de relajarte los músculos. En una interpretación más libre podría considerarse un instrumento de tortura.
 

Hay también una llamativa máquina que “adivina” el provenir. Tras pagar sólo hay que meter la mano en una máscara que recuerda a la Boca de la Veritá que hay junto al Tíber, en Roma.




De nuevo en ruta, nos espera una pequeña y tediosa odisea. Aunque nos encontramos relativamente cerca de la capital, vamos a tardar cerca de 6 horas en llegar a nuestro hotel. Apenas recorremos unos kilómetros con fluidez, a partir de los cuales ingresamos en un enorme, descomunal embotellamiento. La serpiente de automóviles se mueve con dificultad a lo largo de unos 90 kilómetros, con algunas paradas que crispan los nervios. Miryang, que recuerda sus viejos tiempos, dice que es así casi siempre. Yo, para consolarme, agradezco no vivir en una gran ciudad y vuelvo a compadecerme de los seulitas.

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