lunes, 26 de marzo de 2018

El soldado, la garza y la tortuga (y III)



El daimio Toyotomi Hideyoshi, dirigiendo una batalla. Autor Chris Collingwood.

Y esa batalla se libraría contra los japoneses, temibles rivales. Y además serían muchos y llegarían en grandes oleadas, a bordo de una armada inmensa. Para colmo, estarían, con toda seguridad, mejor armados y adiestrados. La única ventaja de los coreanos serían sus buques. Más ligeros y maniobrables, estaban mejor preparados para la batalla. Además podían cargar numerosos cañones, algo de lo que eran incapaces las pesadas naves japoneses. Derrotarlos pasaba por detenerlos en el mar o, al menos, entorpecer  su puente marítimo de pertrechos y hombres. Para evitar la aniquilación  era vital atacar y hundir en una o varias batallas toda o casi toda la flota nipona.
"Pero ¿cómo, cómo parar a esos bárbaros?" –pensaba el soldado, al recordar el escaso número de barcos que Corea podía oponer a la Armada japonesa. Y lo hacía mientras con rabia arañaba la arena para borrar los diseños tácticos que acababa de dibujar.


Batalla entre coreanos y japoneses en 1592. Autor Peter Dennis.

En estas cuestiones estratégicas estaba cuando, en una charca cercana al curso fluvial, vio a la garza y la tortuga. Ésta se mantenía pertrechada en su coraza mientras la zancuda se la amartillaba con su pico. Cuando el ave se cansaba, la tortuga aprovechaba para, por decir algo, apretar el paso y avanzar unos centímetros, camino de la todavía lejana corriente. El general quiso reaccionar, espantar a la garza, pero decidió seguir observando. Sabía que la garza sólo estaba jugando, la tortuga era demasiado dura para ser herida y demasiado voluminosa para ser tragada. En este juego cruel, poco a poco, el reptil logró alcanzar el borde del agua y sumergirse. Emergiendo al poco, se dirigió con pasmosa celeridad hasta la otra orilla. No obstante, la garza quería seguir jugando y voló hacia ella, y todo volvió a empezar. Fue entonces cuando Yi Sun Sin recordó el mito de la tortuga.
 De movimientos lentos pero seguros, siempre llega donde se propone. Por eso representa la sensatez, ergo la inteligencia.

Fuente: https://vroegevogels.bnnvara.nl.
Lástima, pensó Yi Sun Sin, que no pueda defenderse con algo más que con su coraza. Si tuviese un veneno que escupir, unas púas para defenderse o unos dardos para disparar...
El almirante abrió la boca mientras recordaba los viejos barcos tortuga ideados hace años por la marina coreana, pero que habían sido desechados por poco prácticos. ¿Y si, se mejorase su diseño, construyéndolos con madera innífuga y tapando y recubriendo sus cubiertas con púas? Con la suficiente habilidad, podrían añadírsele baterías de cañones a estribor y a babor, en la proa y  en la popa. Incluso su mascarón de proa, en forma de dragón, podría despedir humo que le sirviese de camuflaje. Un buque tan invulnerable y armado hasta los dientes, o mejor media docena de ellos, sembrarían el desconcierto entre la flota enemiga.

Reproducción de un barco tortuga o Geobukseon, en un museo coreano.

Tal vez ese sea el camino hacia la victoria, se dijo Yi Sun Sin. Iluminado por su idea, de su rostro había desaparecido la contrariedad.
No mucho después, tras ser rehabilitado y al mando de la Armada coreana, llevó a la práctica lo que aprendiera de aquella especie de fábula. La garza japonesa no pudo con la tortuga coreana, en la aventura naval más extraordinaria de la historia. Yi Sun Sin ganó en el mar todas sus batallas, hasta 23. Una vez con sólo 13 naves, algunas de ellas del tipo tortuga, aniquiló una flota de 133 navíos enemigos. Murió en una de esas victorias, la que expulsó definitivamente a los japoneses.


Yi Sun Sin dirige un ataque contra los japoneses. Fuente: https://slee39.wordpress.com.

jueves, 22 de marzo de 2018

El soldado, la garza y la tortuga (II)


Para reponerse de esa humillación, le gustaba huir del mundo, refugiándose en los parajes que rodeaban la capital, Hanseong[1]. Sin embargo, ni siquiera en soledad podía sustraerse de la rabia que, ineludible, emponzoñaba su mente. En cierta ocasión caminaba cabizbajo por un pequeño valle flanqueado por abruptas colinas, pero tan errático, tan dominado por los mil pensamientos que le acosaban que apenas disfrutaba del espléndido paraje: un bosque con su un arroyo saltarín, flanqueado por árboles que lucían sus galas otoñales, desde el rojo de los áceres, al predominante naranja de las hayas, pasando por el elegante amarillo de los gynkos o el verde apagado de los pinos… Pero, por más que buscase el abrazo de la Naturaleza, apenas disfrutaba de ese salutífero aire, obsesionado con la idea de demostrar de nuevo su valía y volver a ser comandante.
De alto abolengo, era demasiado orgulloso; y también demasiado terco como para renunciar a su afán de liderar algún día un gran ejército. En su fuero interno, se sabía más capacitado para esa misión y más eficiente que nadie de los que había conocido, incluidos esos generales de gabinete, que eran casi todos. Y, también, por más que intentase evitarlo, le impulsaba un malsano afán de venganza contra quienes le habían puesto a los pies de los caballos. Deseaba una oportunidad para lavar su honor en el campo de batalla, para volver a mirar a la cara con orgullo a su rey, necesitaba ver la expresión contrariada de sus difamadores ante su rehabilitación. Pero ¿cómo lograrlo, como obtener el mando necesario para proteger Corea del hierro y el fuego de Japón y de la ineficacia de sus generales?


Absorbido por éste y otros dilemas estratégicos, de tanto en tanto, se detenía enfervorecido para dibujar supuestas batallas sobre la arena del río. Con furia marcaba círculos y cuadros, trazaba líneas en todas direcciones, incluso en zigzag, hasta que todo concluía en un punto, el culmen de una batalla que tal vez sucediera algún día.





[1] Hanseong es el antiguo nombre de Seúl, o mejor dicho, de una de las áreas de la megalópolis actual.

martes, 20 de marzo de 2018

El soldado, la garza y la tortuga (I)


Inicio aquí un breve relato histórico ubicado en la Corea del siglo XVI. Su protagonista es uno de los mayores héroes coreanos, si no el que más: el almirante Yi Sun Sin. Este personaje es considerado por los entendidos el más genial estratega naval de la historia. Por encima incluso del más afamado Lord Nelson. El relato pivota alrededor de una anécdota ficticia, a partir de la cual yo especulo cómo el preclaro marino pudo perfeccionar la que sería su mejor arma de guerra: el barco tortuga, el primer acorazado de la historia.

Monumento al general Yi Sun Sin en Seul. Fuente: http://www.antiquealive.com/

Corría el año 1587 en el reino de Joseon[1], que, mal que bien, gobernaba el país de la mañana calma. No tan tranquila por aquellos tiempos. En el norte, las amenazas de los merodeadores Yurchen[2], que décadas más tarde conquistarían China, había sido conjurada parcialmente. Pero otro peligro se cernía sobre las costas coreanas. La amenaza japonesa, que se había limitado hasta entonces a incursiones piratas,  se revelaba cada vez más real. El belicoso daimio Hideyoshi, a punto de reunificar el archipiélago nipón, acababa de conquistar las islas Kyushu, al sur de Corea. Era éste el primer paso hacia una mucho mayor empresa: conquistar China. Y Corea quedaba a mitad de camino. Más temprano que tarde, el reino coreano debería decidir si contemporizar con los japoneses o, en toda lógica, mantener su lealtad al imperio chino, su aliado tradicional.

El belicoso Toyotomi Hideyoshi, enemigo de Corea. Fuente: www.ancient-origins.net

En esas turbulencias, uno de los más valientes defensores del reino coreano era el capitán Yi Sun Sin, formidable estratega, capaz de capturar al jefe de los Yurchen y poner en fuga a sus desarrapadas, aunque furibundas tropas. Tales hazañas le valieron el aprecio de sus soldados, a los que amaba por encima de todas las cosas, y de los atribulados conciudadanos que sufrían las brutalidades de los Yurchen. Pero todos estos méritos, insuficientes, al parecer, no le libraron, más bien al contrario, de una oscura trama, urdida por la envidia y los celos de un general indigno y de sus seguidistas. Finalmente un látigo de dos lenguas, la de la envidia y la estulticia, cayó sobre sus espaldas. Fue juzgado por traición, acusado de aquello que nunca hizo: huir del enemigo. Tras ser arrastrado con cadenas hasta una mazmorra, los verdugos le torturaron salvajemente hasta casi la muerte. Gracias a la mediación de un ministro, fiel amigo de la infancia, pudo, no obstante, salvarse de ser ejecutado sumariamente.
Lejos de renunciar a su vocación militar, aceptó el deshonor de la degradación y reinició su mancillada existencia como soldado raso; para colmo, a las órdenes de uno de sus difamadores.

Fotograma de la película coreana El almirante (2004) que recrea la historia de Yi Sun Sin.

[1] Nombre del último reino coreano, que discurrió entre 1392 y 1910.
[2]  Los Yurchen eran un pueblo altaico procedente de Siberia que invadieron el norte de Corea hacia finales del siglo XVI, en la actual Corea del Norte. Más tarde serían conocidos como manchúes, poco antes de instaurar la última dinastía china, los Qing, entre 1644 y 1912.    .

miércoles, 17 de enero de 2018

Perla en el Paraíso (y III)



Despertó súbitamente y con el corazón saliéndosele por la boca. No tenía miedo, sólo vértigo. Pero no recordaba nada. Por eso no pudo reconocer el prado sembrado de flores donde revoloteaban los insectos, bendecido por las aguas de un río al que arrancaba destellos un sol amable. Y, en medio del prado, una manada de toros salvajes esperándola. Esta vez no tuvo tiempo de pensar y se lanzó hacia el ganado, para mordisquearle los talones y dirigirlo, entre mugidos, hasta la orilla del río, como hacía cuando cachorra.

En realidad, eso, ser pastora y no torera de perros, era lo que siempre había deseado. Quizás un genio le hubiera concedido el deseo de ser feliz por siempre. Lo cual resultaba más que posible. No en vano, un perro al morir siempre va al cielo.

Fuente: http://mascotas20.com/

martes, 16 de enero de 2018

Perla en el Paraíso (II)



Fuente: https://bothisbetter.com
Antes de abrir los ojos, escuchó aliviada el murmullo de la plaza. También el característico ¡Dale, enga..! de su amo. Sí, en realidad acaba de salir de un sueño y estaba justo donde más deseaba: en el centro de la arena y enfrente del toro, su némesis.  El bicho bufaba arañando el suelo con rabia.
Para Perla, regresada de aquel extraño sueño, resultaba un alivio estar de nuevo ante su faena favorita, aquélla por la que era especialmente célebre: saltar sobre el toro, esperándolo hasta brincar fulminante sobre él, superar sus astas en el aire y aterrizar en su lomo. Para rematar la faena, como dicen que hacían las sacerdotisas de la Creta Antigua, bailaba un instante sobre el enfurecido animal, antes de alejarse, en dirección al centro de la plaza, cosechando un estruendo de aplausos. Por esa habilidad única era conocida en todos los cosos, en Europa y en América, por eso era una estrella mundial.

Mural del palacio de Cnossos, en Creta, de hace 3.500 años.
En realidad no tenía miedo, era lo de siempre. Pero aquel toro negro bragado se llamaba malencarao por algo. Muy tranquilo en la dehesa, su mansedumbre desaparecía en la plaza. El intenso pavor que le provocaba el vocerío y sentirse solo, sin su rebaño, le volvía ciego de rabia. Además, pareciera que el sol afilase sus puntas, finas, temibles, invisibles casi. Perla no podía imaginar que su destino quedaría sellado con aquel último salto, que funestamente sus piernas le iban a fallar.
Antes de que pudiera ganar su espalda, aquel toro del demonio le alcanzó de lleno en el pecho con una de sus astas. Murió en el acto. Era el final (un final previsible) para una perra torera.

¿O quizás no?

lunes, 15 de enero de 2018

Perla en el Paraíso (I)


Inicio hoy uno de mis multibrevatos, es decir, un brevato (o microficción, si se quiere) dividido en varios actos. Este formato se explica porque la narración cambia de plano en cada una de las partes, como tendrán la ocasión de comprobar quienes, con benevolente paciencia, se dignen a seguir  hoy y en los días siguientes esta historia. 



Fuente: 4ever.eu


Al despertar, Perla tuvo que alzar la cabeza sobre el mar de flores que le rodeaba. No podía distinguir bien sus colores pero sí cada uno de esos perfumes, que una suave brisa repartía por aquel entorno edénico. Los insectos pivotaban sobre la hierba en busca de néctar, libélulas zigzagueaban entre los juncos de un río cercano. El sol brillaba con total complacencia haciendo felices a  todas las criaturas. A todas, menos a Perla. Sí, era un lugar paradisíaco, extrañamente perfecto, pero ella se sentía fuera de sitio. Pensaba en esto mientras se lamía las manos con nerviosismo, parando sólo para olfatear largamente en todas direcciones, en busca de alguna señal conocida, pero ni rastro del familiar efluvio que desprendía su dueño.
Lanzó un gemido lastimero, oscuro, profundo como la boca de un lobo, cuyo eco alcanzó las fronteras de aquella Arcadía. Ella era Perla, la famosa perra torera, pero ¿dónde estaban las multitudes que acudían un día y otro a verla? Tenía el vago presentimiento de que todo aquello, la gloria, los aplausos en la plaza, el acoso de la prensa y, sobre todo, el vértigo del toreo habían desaparecido para siempre. No deseaba seguir viviendo, no sin su vida de siempre, no sin su amo.

Fuente: pxhere.com

Cuando más arreciaba su angustia, alguien vino a socorrerla. Una abeja esquinada le aguijoneó la frente y apagó la luz. Su cuerpo robusto de boxer bastarda se desplomó sobre la hierba, levantando una nube de flores que finalmente cubrió su cuerpo mortalmente dormido. ¿O tal vez no?

miércoles, 3 de enero de 2018

Navidad en Alsacia (y VII)



Muy cerca del majestuoso gymkgo, cruzando un canal, se extendía el Christkindelsmärilk, un mercado navideño notablemente distinto a otros que habíamos visto antes. Para empezar, era más grande y con puestos kilométricos, como su nombre. Y también, sin duda, era más tradicional. De hecho, luego he sabido que es el más antiguo de Estrasburgo, lo que viene a significar también el primer mercado navideño de Europa. Uno de los puestos más llamativos ofrecía decenas de variedades de vino caliente, junto a una infinita gama de vasos con todos los motivos posibles. 


Junto a puestos de comida salada, abundaban los de dulces de Pascua. Como los macarons, suerte de oreos tradicionales, con galleta y relleno de crema de muchos sabores. 


Nos llamó especialmente la atención una chocolatería que exhibía bombones con aspecto de oxidados y forma de herramientas y cachivaches varios: martillos, llaves inglesas, hoces, tornillos, tuercas y hasta una cafetera de chocolate. Para endulzar el trabajo, vamos.


Abandonamos el mercado cuando la noche se acaba de echar encima. Mi esposa expresó su deseo de comprar algo de chanson française, por tener un recuerdo del viaje. No nos resultó difícil encontrar, navegando entre el gentío, una tienda de discos que no fuese Fnac. Salimos contentos como unas pascuas con tres cedés de Jacques Brel, Edith Piaff y Dominique A.
Se acababa de hacer de noche y apetecía una cerveza. Me llamó la atención un garito llamado La lanterne, sobre cuyo dintel lucía un farolillo. Que me recordase al bar La estrella de Granada era razón suficiente para entrar y pedir una cerveza de Navidad, casi blanca y de sabor más agrio que la rubia normal. Una vez dentro, notamos enseguida que era frecuentado sobre todo por estudiantes, cosa que lo acercaba aún más al bar granadino.



Seguimos caminando, apurando nuestras últimas horas en Estrasburgo, pululando por la Grand Île, en busca de algún sitio para cenar. Pero eso no resultaba fácil, ya que empezaba el fin de semana y todo aparecía atestado. Cerca de la Grand Gare nos topamos con un local instalado en una vieja casa alsaciana. A duras penas nos hicimos un hueco entre una concurrencia bastante plural y bohemia, donde abundaban los jóvenes pero no faltaban personas de cabellera cana y pinta de hippy. Aquel lugar, que se llama Kitsch’n bar, era, en efecto, un homenaje a la imaginería más hortera e inocente y por ello lo encontramos encantador. 


En sus paredes abombadas, sobre pequeñas cornisas, colgando del techo aparecían mil y un abalorios, carteles publicitarios vintage y los objetos decorativos más kitsch que quepa imaginar. En un rincón decenas de relojes marcaban horas distintas y un futbolín subía los enteros de la taberna. Llamaba la atención la armoniosa convivencia establecida entre ciertos rótulos con declaraciones profanas y objetos traídos de Lourdes, garrafas de agua bendita o altarillos con la aparición de la Virgen. Parecía que el bar estaba hecho a imagen y semejanza de sus dueños, dos hermanos enormes, barbudos y desaliñados, con aspecto de ángeles del infierno. De hecho, es una conocida sala de conciertos. Eso sí, de bolsillo. 


Y tal fue el epílogo de nuestro periplo por la, en invierno, gélida Alsacia, cuyos habitantes, no obstante, nos demostraron tener el corazón caliente. Será por le vin chaud y la cerveza.

Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...