Muy cerca del majestuoso gymkgo,
cruzando un canal, se extendía el Christkindelsmärilk,
un mercado navideño notablemente distinto a otros que habíamos visto antes.
Para empezar, era más grande y con puestos kilométricos, como su nombre. Y también, sin duda, era más tradicional. De hecho, luego
he sabido que es el más antiguo de Estrasburgo, lo que viene a significar
también el primer mercado navideño de Europa. Uno de los puestos más llamativos
ofrecía decenas de variedades de vino caliente, junto a una infinita gama de vasos con todos los motivos posibles.
Junto a puestos de comida salada, abundaban los de dulces de Pascua. Como los macarons, suerte de oreos
tradicionales, con galleta y relleno de crema de muchos sabores.
Nos llamó
especialmente la atención una chocolatería que exhibía bombones con aspecto de oxidados y forma de
herramientas y cachivaches varios: martillos, llaves inglesas,
hoces, tornillos, tuercas y hasta una cafetera de chocolate. Para endulzar el trabajo,
vamos.
Abandonamos el mercado cuando la noche se acaba de echar
encima. Mi esposa expresó su deseo de comprar algo de chanson française, por tener un recuerdo del viaje. No nos resultó
difícil encontrar, navegando entre el gentío, una tienda de discos que no fuese Fnac. Salimos contentos como unas pascuas con tres
cedés de Jacques Brel, Edith Piaff y
Dominique A.
Se acababa de hacer de noche y apetecía una cerveza. Me
llamó la atención un garito llamado La
lanterne, sobre cuyo dintel lucía un farolillo. Que me recordase al bar La estrella de Granada era razón
suficiente para entrar y pedir una cerveza de Navidad, casi blanca y de
sabor más agrio que la rubia normal. Una vez dentro, notamos
enseguida que era frecuentado sobre todo por estudiantes, cosa que lo acercaba
aún más al bar granadino.
Seguimos caminando, apurando nuestras últimas horas en
Estrasburgo, pululando por la Grand Île, en busca de algún sitio para cenar.
Pero eso no resultaba fácil, ya que empezaba el fin de semana y todo aparecía
atestado. Cerca de la Grand Gare nos topamos
con un local instalado en una vieja casa alsaciana. A duras penas nos hicimos
un hueco entre una concurrencia bastante plural y bohemia, donde abundaban los jóvenes
pero no faltaban personas de cabellera cana y pinta de hippy. Aquel lugar,
que se llama Kitsch’n bar, era, en
efecto, un homenaje a la imaginería más hortera e inocente y por ello lo encontramos encantador.
En sus paredes abombadas, sobre pequeñas cornisas, colgando del techo aparecían
mil y un abalorios, carteles publicitarios vintage y los objetos decorativos más kitsch que quepa
imaginar. En un rincón decenas de
relojes marcaban horas distintas y un futbolín subía los enteros de la taberna.
Llamaba la atención la armoniosa
convivencia establecida entre ciertos rótulos con declaraciones profanas y
objetos traídos de Lourdes, garrafas de agua bendita o altarillos con la aparición de la Virgen. Parecía que el bar estaba hecho a imagen y
semejanza de sus dueños, dos hermanos enormes, barbudos y desaliñados, con
aspecto de ángeles del infierno. De hecho, es una conocida sala de conciertos. Eso sí, de bolsillo.
Y tal fue el epílogo
de nuestro periplo por la, en invierno, gélida Alsacia, cuyos habitantes, no obstante, nos demostraron
tener el corazón caliente. Será por le
vin chaud y la cerveza.
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