miércoles, 3 de enero de 2018

Navidad en Alsacia (y VII)



Muy cerca del majestuoso gymkgo, cruzando un canal, se extendía el Christkindelsmärilk, un mercado navideño notablemente distinto a otros que habíamos visto antes. Para empezar, era más grande y con puestos kilométricos, como su nombre. Y también, sin duda, era más tradicional. De hecho, luego he sabido que es el más antiguo de Estrasburgo, lo que viene a significar también el primer mercado navideño de Europa. Uno de los puestos más llamativos ofrecía decenas de variedades de vino caliente, junto a una infinita gama de vasos con todos los motivos posibles. 


Junto a puestos de comida salada, abundaban los de dulces de Pascua. Como los macarons, suerte de oreos tradicionales, con galleta y relleno de crema de muchos sabores. 


Nos llamó especialmente la atención una chocolatería que exhibía bombones con aspecto de oxidados y forma de herramientas y cachivaches varios: martillos, llaves inglesas, hoces, tornillos, tuercas y hasta una cafetera de chocolate. Para endulzar el trabajo, vamos.


Abandonamos el mercado cuando la noche se acaba de echar encima. Mi esposa expresó su deseo de comprar algo de chanson française, por tener un recuerdo del viaje. No nos resultó difícil encontrar, navegando entre el gentío, una tienda de discos que no fuese Fnac. Salimos contentos como unas pascuas con tres cedés de Jacques Brel, Edith Piaff y Dominique A.
Se acababa de hacer de noche y apetecía una cerveza. Me llamó la atención un garito llamado La lanterne, sobre cuyo dintel lucía un farolillo. Que me recordase al bar La estrella de Granada era razón suficiente para entrar y pedir una cerveza de Navidad, casi blanca y de sabor más agrio que la rubia normal. Una vez dentro, notamos enseguida que era frecuentado sobre todo por estudiantes, cosa que lo acercaba aún más al bar granadino.



Seguimos caminando, apurando nuestras últimas horas en Estrasburgo, pululando por la Grand Île, en busca de algún sitio para cenar. Pero eso no resultaba fácil, ya que empezaba el fin de semana y todo aparecía atestado. Cerca de la Grand Gare nos topamos con un local instalado en una vieja casa alsaciana. A duras penas nos hicimos un hueco entre una concurrencia bastante plural y bohemia, donde abundaban los jóvenes pero no faltaban personas de cabellera cana y pinta de hippy. Aquel lugar, que se llama Kitsch’n bar, era, en efecto, un homenaje a la imaginería más hortera e inocente y por ello lo encontramos encantador. 


En sus paredes abombadas, sobre pequeñas cornisas, colgando del techo aparecían mil y un abalorios, carteles publicitarios vintage y los objetos decorativos más kitsch que quepa imaginar. En un rincón decenas de relojes marcaban horas distintas y un futbolín subía los enteros de la taberna. Llamaba la atención la armoniosa convivencia establecida entre ciertos rótulos con declaraciones profanas y objetos traídos de Lourdes, garrafas de agua bendita o altarillos con la aparición de la Virgen. Parecía que el bar estaba hecho a imagen y semejanza de sus dueños, dos hermanos enormes, barbudos y desaliñados, con aspecto de ángeles del infierno. De hecho, es una conocida sala de conciertos. Eso sí, de bolsillo. 


Y tal fue el epílogo de nuestro periplo por la, en invierno, gélida Alsacia, cuyos habitantes, no obstante, nos demostraron tener el corazón caliente. Será por le vin chaud y la cerveza.

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