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Antes de abrir los ojos, escuchó aliviada el murmullo de la
plaza. También el característico ¡Dale,
enga..! de su amo. Sí, en realidad acaba de salir de un sueño y estaba
justo donde más deseaba: en el centro de la arena y enfrente del toro, su
némesis. El bicho bufaba arañando
el suelo con rabia.
Para Perla, regresada de aquel extraño sueño, resultaba un
alivio estar de nuevo ante su faena favorita, aquélla por la que era
especialmente célebre: saltar sobre el toro, esperándolo hasta brincar fulminante
sobre él, superar sus astas en el aire y aterrizar en su lomo. Para rematar la
faena, como dicen que hacían las sacerdotisas de la Creta Antigua, bailaba un
instante sobre el enfurecido animal, antes de alejarse, en dirección al centro
de la plaza, cosechando un estruendo de aplausos. Por esa habilidad única era
conocida en todos los cosos, en Europa y en América, por eso era una estrella
mundial.
Mural del palacio de Cnossos, en Creta, de hace 3.500 años. |
En realidad no tenía miedo, era lo de siempre. Pero aquel
toro negro bragado se llamaba malencarao
por algo. Muy tranquilo en la dehesa, su mansedumbre desaparecía en la plaza.
El intenso pavor que le provocaba el vocerío y sentirse solo, sin su rebaño, le
volvía ciego de rabia. Además, pareciera que el sol afilase sus puntas, finas,
temibles, invisibles casi. Perla no podía imaginar que su destino quedaría
sellado con aquel último salto, que funestamente sus piernas le iban a fallar.
Antes de que pudiera ganar su espalda, aquel toro del
demonio le alcanzó de lleno en el pecho con una de sus astas. Murió en el acto.
Era el final (un final previsible) para una perra torera.
¿O quizás no?
1 comentario:
Ciertamente bueno ...
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