Despertó súbitamente y con el corazón
saliéndosele por la boca. No tenía miedo, sólo vértigo. Pero no recordaba nada.
Por eso no pudo reconocer el prado sembrado de flores donde revoloteaban los
insectos, bendecido por las aguas de un río al que arrancaba destellos un sol
amable. Y, en medio del prado, una manada de toros salvajes esperándola. Esta
vez no tuvo tiempo de pensar y se lanzó hacia el ganado, para mordisquearle los
talones y dirigirlo, entre mugidos, hasta la orilla del río, como hacía cuando
cachorra.
En realidad, eso, ser pastora y no torera de perros, era lo
que siempre había deseado. Quizás un genio le hubiera concedido el deseo de ser
feliz por siempre. Lo cual resultaba más que posible. No en vano, un perro al
morir siempre va al cielo.
Fuente: http://mascotas20.com/ |
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