sábado, 2 de marzo de 2013

NAÍF II-Los que sueñan




Los que sueñan verán,
En su viaje por las nubes,
Cosas que nadie ha visto;
Levemente sufrirán
Y también, amargamente,
Gozarán de la incertidumbre que avistan;
De goce podrían fenecer
Pero no fenecen por que ello
No le es dado… todavía.
La locura de los que sueñan,
Dibujará sin duda, nuevos senderos.
Librarán fatuas batallas, sin duda,
Los que sueñan, más no todas
Y de esas pocas, brotará una flor,
En su abonada mente,
El lugar donde explota el mundo.
Será su mente un cielo
ya radiante ya entre brumas,
donde todo se verá deforme
como transido por un cristal,
ése que permite ver más allá.
A los que sueñan la riqueza,
Se les escurrirá, siempre,
por entre los dedos y,
Según supe hoy mismo (1),
Por eso mismo
Vestirán harapos
Los que sueñan.



(1) de la película neozenlandesa “The Navigator, una odisea medieval” (1988).






miércoles, 27 de febrero de 2013

Guerras




Se dice que la guerra es tan antigua como el hombre; como el hombre primitivo, se entiende, o sea que es anterior a eso que llamamos civilización, un concepto, por cierto, que cada vez encuentro más contradictorio. Ese pedigrí otorgado a todo lo bélico basta a algunos para convertir la guerra en un elemento connatural al ser humano. Puede ser, pero eso no significa que no sea igualmente terrible y que, de ser una seña de identidad, resulte ciertamente un estigma para nuestra especie. De hecho, si asumimos que siempre hemos guerreado y lo haremos por los siglos de los siglos también hemos de asumir que sería nuestra peor forma de expresión, una auténtica vergüenza para nuestra estirpe. Y, como tal, deberíamos erradicarla de nuestras costumbres, por sangrienta e irracional.
Porque la guerra no es más que eso: una costumbre a la que se acude con demasiada frecuencia, vistas sus consecuencias, la peor y más extrema de las formas posibles de solventar los problemas. Y, en el fondo la más animal, la menos humana. Mucho menos humana que el diálogo, que en lugar de las armas se sirve del lenguaje, cualidad que sí nos diferencia de las bestias. Aunque la mejor manera de evitar los conflictos no sería atajarlos antes de que se desborden, sino prevenirlos desde la misma escuela, inculcando valores que faciliten la cohesión y el entendemiento social; entre ello aprecio especialmente el apoyo mutuo, o cooperación, interesante concepto que no es, como muchos creen, ciencia ficción (léase Hobbes y su “El hombre es un lobo para el propio hombre”), puesto que ha jugado un papel crucial en el desarrollo evolutivo de la humanidad, pese a lo cual apenas se le otorga importancia actualmente, anulado por su opuesto, la pujante y vigorosa competitividad.
Y, hablando de competitividad, las guerras tiene mucho de eso. Son una forma perfectamente sistematizada de destruir al adversario a cualquier precio y mediante férreos engranajes; tan férreos que a cada una de las pequeñas piezas que los forman se le llama “soldado”; es decir, unido férreamente. Y hablo de piezas al referirme a los hombres que hacen la guerra porque eso es lo que son considerados en la guerra: meros objetos de desgaste, tan fungibles como balas de artillería, incautados sus derechos y prohibidos los sentimientos pero, eso sí, obligados a cargar siempre con las armas y el sacrosanto deber de vencer o morir. Y ello sin que sepan, la mayoría de las veces, por qué están luchando. Y es es que las guerras tienen mucho de misteriosas y sólo conocen sus motivos unas cuantas personas, las que disponen, en una suerte de juego de sobremesa bien lejos del frente, la manera en que morirán en su propio beneficio miles, frecuentemente millones, de personas. De esas millones de víctimas, la mayoría son civiles inocentes atrapados entre los dos fuegos, a uno de los cuales han de llamar, para colmo, “fuego amigo”.
Y es que la hipocresía es otra de las características de la guerra. Tanto en las expresiones con que sus inductores la justifican como en los rituales que la bendicen. A este respecto, mi siempre venerado Voltaire decía, con sarcasmo y amargura a partes iguales, algo que sigue completamente vigente hoy, pese a los dos siglos y medio transcurridos: Lo maravilloso de esta empresa infernal (la guerra) es que cada jefe de los asesinos hace bendecir sus banderas e invoca a Dios solemnemente antes de ir a exterminar a su prójimo. Cuando un jefe sólo tiene la fortuna de poder degollar a dos o tres mil hombres, no da las gracias a Dios; pero cuando consigue exterminar diez mil y destruir alguna ciudad, entonces manda cantar el Te Deum (1).



Verdaderamente demencial, la guerra. A aquellos que viven de ella o a quienes, ingenuamente, la consideran algo glorioso, les gusta pensar que no es sino la preparación necesaria para la paz. En efecto, a una guerra no puede suceder sino un periodo de paz, pero ¿a qué precio? Para empezar esa paz es relativa si se tiene en cuenta la espiral de represión, abusos, corrupción y autoritarismo que generan las posguerras, de suerte que en más de una ocasión éstas resultan aún más devastadoras que los conflictos que las generaron. Investir de falso misticismo lo que no es sino barbarie no puede ser más hipócrita. Como hipócrita es llamar “misiones pacificadoras” a lo que no son sino operaciones de destrucción sistemática pulcramente planificadas; lo mismo se puede decir de llamar ocupación a lo que no es sino pura y simplemente invasión. En realidad, esas misiones internacionales, presentadas como garantes de la democracia (occidental, por supuesto) no son diferentes a las guerras del pasado, ya que buscan lo mismo: imponerse por la fuerza de las armas; otra cosa es que sean presentadas como una liberación, por obra y gracia de la propaganda; y hasta de la publicidad, en el caso de las campañas de reclutamiento donde se presenta a los ejércitos poco menos que como onegés.


La palabra libertad no falta en la parafernalia bélica. Las tropas norteamericanas hacen gala de ella siempre que pueden y bien a su gusto para justificar sus incursiones bélicas por todo el Planeta, por donde campan como quieren, intentando hacernos creer al resto de terráqueos que si matan a la gente es por su bien y porque uno de sus símbolos es la Estatua de la Libertad. Y fue durante la Guerra Civil española, cuando Francisco Franco, todo un dictador, se inventó aquello de “Una, grande y Libre” para calificar a esa España suya y bien suya que impuso por la fuerza de las armas y a la que rodeó de altos muros, una patria de cosnignas grandilocuentes pero miras estrechas, tan idílica como falsa.
Hablando de patria, es éste un término que sin duda los militares y los paramilitares adoran; de hecho, los defensores de la guerra (hay más de los que parece, aunque parezca increíble) suelen salir con que es algo patriótico, una lucha a vida o muerte, desagradable pero necesaria para defender de algún ataque extranjero (real o inventado) lo que es de todos (o sea, la patria). Desde luego, la defensa de la patria es el casus belli al que más se apela; pero que sea el más conocido no significa que sea siempre el verdadero motivo de guerra. 
En realidad no hay tantas guerras patrióticas como nos cuentan los libros de Historia. Es verdad que ciertos conflictos, como nuestra Guerra de la Independencia contra la invasión francesa, podrían ser calificadas como de liberación nacional; sin embargo, detrás de la mayor parte de los conflictos se esconden no intereses comunes sino más bien particulares que atañen puramente a las clases dirigentes. En ese sentido, son mecanismos mediante los cuales las élites de diferentes países solventan sus peores desavenencias. Otra cosa es que, sistemáticamente, quienes las fomentan las disfracen hábilmente de guerras patrióticas. Por ejemplo, la I Guerra Mundial fue provocada, sobre todo por el colosal cruce de intereses que quedaron al descubierto tras el reparto de África en la Conferencia de Berlín de 1885; a su vez, la II Guerra Mundial tiene su raíz en las desproporcionadas reparaciones de guerra impuestas a Alemania por su derrota en la anterior gran guerra. Pues bien, se podría decir que la causa de ambos conflcitos fueron no tanto las diferencias nacionales como la avaricia de las élites de ambos bandos. Por poner algún otro ejemplo de guerra falsamente patriótica, cabe recordar la de Las Malvinas. Desde luego a los argentinos no les gustaba ni les gusta aún que los ingleses les arrebataran en su día esas islas del demonio (valga la expresión por su malhadada situación geográfica). Sin embargo, como ahora se sabe bien, si se produjo esa guerra no fue porque la sociedad argentina la exigiese de forma contundente y mayoritaria, sino porque, en ese momento, 1982, la Junta Militar argentina y quienes la sustentaban veían peligrar su continuidad y, por tanto, sus privilegios, no los del pueblo argentino, como entonces se decía; así, en una huida hacia delante, esa pequeña élite de asesinos y mangantes se jugó el todo por el todo apostando por un conflicto que finalmente perdieron no sólo ellos sino la Argentina entera.
Porque ése, quizás, es el  peor resultado de las guerras: aunque las provocan unos pocos en ellas pierde todo el mundo; incluso quien se cree vencedor se deja algo en el camino. ¿Hay motivo mejor que ése para maldecirlas?


martes, 5 de febrero de 2013

Revoluciones de la Imprenta



Caja de tipos con los cajetines donde van colocados cada uno de ellos

A poco que nos fijemos, comprobaremos que la imprenta es uno de los inventos más decisivos para la historia de la Humanidad, uno de esos hitos que desde su aparición marca un antes y un después. Fue, a otra escala, como la aparición del fuego: los libros pasaron de dormitar en las tinieblas de los monasterios a poder ser fabricados en serie y, por tanto, a difundirse como una mancha de aceite por el mundo. No podemos saber si Johannes Gutenberg (1398-1468) llegó a vislumbrar totalmente la importancia que iba a cobrar su invento. Pero seguro que era perfectamente consciente de que era una gran cosa, algo más que una idea ingeniosa, un sistema  verdaderamente práctico que pondría patas arriba el mundo de la cultura y el pensamiento.
Como suele ocurrir en tantos casos, Gutenberg se lanzó al reto de poner en práctica su idea a partir de una apuesta: lleno de confianza y cuando la imprenta era tan sólo una idea en su cabeza aseguró que sería capaz de terminar una biblia antes que el copista más rápido de la Cristiandad. Ya se sabe que los libros antes se confeccionaban a mano por copistas, generalmente en los scriptoria de los monasterios, si bien también existía la xilografía, es decir la impresión de hojas a partir de clichés huecograbados. Gutenberg, en cierto modo, comenzó intentando perfeccionar el sistema xilográfico y logró mucho más que eso.
Ahora bien, algo que se desconoce por lo general es que el inventor alemán no fue el primero en servirse de tipos móviles para escribir. Hay pruebas de que hacia el año 1000 ya en China se imprimían libros a partir de tipos móviles de porcelana. Esta primitiva imprenta tropezaba, no obstante, con serias dificultades que hipotecaron desde el principio su futuro: la porcelana es materia bastante delicada y, por tanto, perecedera; además, dado el carácter de la lengua china, debían hacerse infinidad de caracteres ideográficos, y no sólo unas decenas, como en los idiomas occidentales. Resulta lógico pensar que, ante tamaños obstáculos, el invento cayese irremediablemente en el olvido y permaneciese en ese limbo durante siglos.

Impresores chinos
Hasta que la idea fue rescatada, en el siglo XIII, en Corea. Así, hay noticias fidedignas de que fue en aquel país donde se crearon los primeros tipos móviles metálicos, a partir de bronce, al menos 100 años antes de que se imprimiesen los primeros libros en Europa. Sin embargo, aquella primera imprenta coreana fue igualmente olvidada por las mismas razones que la china: la enorme dificultad de manejar miles de caracteres, en lugar de unos cuantos. Años más tarde, casi al tiempo que se descubría la imprenta en Europa, en Corea se perfeccionaba este sistema gracias a la creación de un alfabeto fonético coreano, obra del rey Sejong (1397-1450), conocido como el Grande. Y se sabe, por documentos oficiales de la época, que el deseo del soberano de perfeccionar la imprenta para obtener más libros con los que educar a su pueblo estuvo detrás de la invención de tal alfabeto.
Además de estas antiguas imprentas orientales, se tienen noticias de otros proto impresores en Europa, tanto en Holanda o en Italia como en la propia Alemania, más o menos contemporáneos de Gutenberg. Sin embargo, creo justo señalar que sólo a él debe atribuírsele el invento porque sólo él lo buscó con el convencimiento con que Colón se empeñó en descubrir América. Y así, si es verdad que otros antes conocieron los tipos móviles, al igual que los vikingos pisaron tierras americanas siglos antes que Colón, nadie como Gutenberg porfió por convertir lo que era sólo una brillante idea en una realidad destinada a cambiar el mundo. Y por ello es justo que haya pasado a la historia, si bien, como suele ocurrir tantas veces por desgracia, no pudo disfrutar de esa gloria ya que al final de su vida había quedado arruinado por las deudas contraídas con un banquero, un tal Fust. Éste, como buen banquero (es decir, sin escrúpulos), no sólo se quedó con todo el patrimonio de Gutenberg sino también, y eso fue lo peor para éste, con su preciado invento, del que sacó su buen rendimiento. Y es que, anteriormente y con suma habilidad, este Fust se había asociado con el inventor quien, confiado, había desvelado al hijo de aquél todos sus secretos. De lo que se concluye que, en lo que toca a inventos, la historia se repite una y otra vez para lastrar el verdadero avance de la Humanidad: el talento, casi siempre generoso y despreocupado, suele ser desposeído y hasta humillado por la abyecta pero perspicaz codicia, de modo que las mayores genialidades terminan siendo acaparadas por unos pocos en lugar de revertir en beneficio de todo el género humano, como hubiera deseado la mayor parte de sus artífices.
Pero, de regreso a la imprenta y a Gutenberg, algo que todavía no he dicho pero que considero no sólo necesario sino justo señalar es que yo prácticamente nací en una imprenta, de modo que desde niño conozco bien el olor de la tinta recién impresa en el papel, el sonido chispeante de las aspas de una máquina impresora manipulando papel, el chirrido inquietante de la guillotina, el seco estallido de la máquina de taladrar agujeros o el tintineo de los tipos cayendo de vuelta a las cajas una vez utilizados, para dormir un sueño más o menos breve… En fin todos y cada uno de los resortes de aquella imprenta antigua que permanecen y permanecerán siempre, como luces eternas, en mi mente. 

Grabado de Gutenberg que hay en la imprenta familiar
Todavía cuelga en aquel taller un grabado con un retrato de Gutenberg cuyo marco ha ido ganando suciedad y manchas de tinta a medida que el tiempo pasaba. Recuerdo, siendo yo todavía un crío de 5 o 6 años, ver a mi padre con su guardapolvo (a veces azul a veces gris) mirándome desde arriba, sosteniendo el componedor, su principal herramienta de trabajo, donde iba colocando los tipos de plomo para completar una línea que luego colocaba en la galera, donde iba poco a poco apareciendo el molde que, una vez bien cuadrado y atado con cuerdas de cáñamo, era colocado en la máquina de impresión para imprimir cada galerada, lo mismo una factura de una carnicería del pueblo que la página de un libro o un bando municipal. De esta forma, me fui familiarizando no ya con los libros sino con la mismísima fabricación de éstos, lo cual está detrás, sospecho, de mi irrefrenable vocación de escritor. Igualmente, este viejo y venerable oficio, al que con razón se denomina Artes Gráficas, es el origen, creo, de mi virulenta alergia a todo tipo de autoritarismo. Y es que, en efecto, en la misma naturaleza de la imprenta está que su materia prima esencial (los pensamientos) sea etérea y que sea la mente más que las manos su principal herramienta; y curioso resulta igualmente que lo mismo que se puede decir que la huerta da de comer y nos libra del hambre, se ha de afirmar que la imprenta y sus productos, los libros, dan qué pensar y por tanto liberan el espíritu.
No es de extrañar, pues, que fueran tipógrafos Pablo Iglesias, fundador del PSOE y la UGT, y Anselmo Lorenzo, patriarca del anarquismo en España e introductor de la I Internacional de Trabajadores, detalles que bastan para ilustrar sobre la importancia de este invento como motor para toda una serie de revoluciones culturales que universalizarían, hasta cierto punto, el acceso al conocimiento. Eso, al menos en teoría. Porque me temo que la realidad de los hechos indican otra cosa. Tales revoluciones, que en efecto las ha habido, tan pronto han irrumpido en la sociedad han sido domesticadas como se domestica todo, no sólo para obtener de ellas sustanciosos beneficios económicos (véase el cuasi monopolio que ejercen actualmente ciertas editoriales gigantescas en el panorama nacional) sino, sobre todo para doblegar y desdibujar hasta el ridículo las ideas que de ellas mismas se han derivado, en una suerte de involución invisible, perpetrada sobre todo a partir de los medios de comunicación de masas, esos hijos mayores de la imprenta. De este modo, la supuesta liberación que debía haberse derivado de forma natural de la proliferación de libros no ha resultado, a fin de cuentas y tras más de cinco siglos de la invención de su detonante, una verdadera arma de emancipación social sino todo lo contrario: una herramienta más de manipulación y control de los sentimientos y la opinión. Aunque hay quien afirma, no sin cierta razón, que todavía no han logrado someter a la todavía inaprensible Internet, que bien podría ser calificada como tataranieta aventajada de la entrañable pero domesticada imprenta.


miércoles, 30 de enero de 2013

POESÍA NAÏF I

Para revitalizar mi blog, abro una nueva sección de poesía. Se trataría, como en los brevatos, de, una vez cazada la mosca, aprovecharla esmerándose en esta suerte de  ritual que es la escritura;  no voy a negar que espero que los lectores crean que ha merecido la pena detenerse  un momento en esta bitácora pero, a título personal, me conformo con recuperar el contacto con la poesía, y que sea que para que se quede. 
De momento empiezo con un juego poético, en el sentido de que puede resultar inocente, como un cuentecito, por lo que la titulo tal que reza arriba.


Que entre la poesía en los bancos,
hagámosla entrar
a empujoncitos y con corneta.
Y en el parlamento 
al piano y el violonchelo
reservémosle un estrado.
Que se siente la poesía
por fin en los tribunales
Donde dignamente le toque,
que no desahucien a nadie
y que nadie nunca
tropiece en el desamparo.
Que caigan por su propio peso
los malos de esta película,
sebo avariento.
Pero sobre todo,
que aniden la música y la poesía,
el arte y las mariposas
las gallinas y las flores
los perros y los gatos.
la verdadera vida,
por siempre jamás
en nuestros corazones.


Extraído de vocesdelextremopoesia.blogspot.com
vocesdelextremopoesia.blogspot.cvocesdelextremopoesia.blogspot.covocesdelextremopoesia.blogspot.com 

viernes, 25 de enero de 2013

La rueda de la Historia



Una de las conclusiones más preclaras que se pueden obtener examinando la Historia es que ésta suele repetirse, por más que ella misma avise de que eso sucederá. Ejemplos hay muchos, desde la derrota de todo ejército que ha pretendido invadir la inabarcable Rusia (casos de Napoleón o Hitler) hasta el hecho de que cualquier dictadura se revela al fin insostenible por sus propias contradicciones.
Normalmente se atribuye el descubrimiento de este cuasi axioma al Materialismo Histórico de Carlos Marx, si bien su punto de partida es la Filosofía de la Historia de Hegel, que a su vez se basó en ciertas ideas de Fichte, discípulo de KantSin embargo, muchos siglos antes esta repetición histórica fue entrevista ya, aunque no tan científicamente, por Ibn Jaldún en su pequeña obra Prolegómenos de la Historia. Considerado el padre de la Filosofía de la Historia, Ibn Jaldún (Túnez, 1332; El Cairo, 1406) descendía de andalusíes de Sevilla que se trasladaron al Magreb tras la toma de esa ciudad por los castellanos. Durante su vida visitó la tierra de sus padres como embajador de los Nazaríes de Granada. Sus peripecias políticas, como a otras mentes preclaras que se atreven a entrar en semejante danza de sierpes, le reportaron amargura y hasta prisión. Desengañado por ello, decidió volcarse en sus estudios y dar a luz una teoría que es considerada precursora de la Sociología y primer atisbo de esto que estamos hablando: el carácter cíclico de la Historia. Una de sus principales conclusiones fue que “los historiadores están sujetos al error: por ser partidarios de un credo u opinión; confiar en exceso en sus fuentes; no comprender aquello que se explica; confundir creencia con verdad; no ser capaces de situar un hecho en su contexto real; desear el favor de aquellos que están por encima, mediante el elogio y, el más importante, desconocer las leyes que gobiernan la transformación de la sociedad humana".

Obra autografiada de Ibn Jaldún.
Ese afán por conocer las leyes de la Historia le llevó a la convicción de que en todas las sociedades y civilizaciones se repiten los mismos errores o aciertos, independientemente de su religión, cultura o idiosincrasia, porque, a fin de cuentas, todos somos humanos e iguales en nuestras características esenciales. Al colocar a todos los grupos humanos bajo el mismo destino, el filósofo intuía también, con más de 300 años de anticipación, algunas de las premisas de la Ilustración que condujeron a la Revolución Francesa.
Pero, volviendo al tema central de esta reflexión, en estos momentos de incertidumbre, en plena y voraz crisis económica, me permito hacer una pregunta que tiene que ver con España, mi país, y la difícil situación que atravesamos ahora, ya en pleno siglo XXI, por razones aún difíciles de explicar: ¿Estamos ante una repetición de errores cometidos ya anteriormente? Es decir, salvando las distancias y consciente de que las comparaciones siempre resultan muy arriesgadas, ¿nos hallamos ante una nueva decadencia, como la sufrida hace siglos por el imperio español, fruto de nuestro propio carácter, tan dado a los fuegos artificiales y no tanto al trabajo bien hecho, tan proclive a aceptar como algo natural que nadie se bautiza si no tiene padrino en lugar de a premiar los verdaderos méritos, sea quien sea su acreedor? Resulta muy atrevido, soy consciente, tratar de responder a esta incógnita; no ya por la audacia antedicha de comparar dos época distintas y lejanas entre sí, sino porque una de ellas aún está en ciernes y tratar de desentrañarla puede sonar a temeridad. Aún así, y dado que estos artículos son más para mi solaz que otra cosa, me atrevo con semejante reto. 
Tal vez el punto de partida no sea el mismo, pues no existían las mismas condiciones en la España del siglo XVII que en la de finales del siglo XX y, desde luego, la supuesta decadencia (lo dejamos de momento ahí) que vivimos se ha producido de manera mucho más rápida, como todo en nuestros tiempos. Sin embargo, en mi opinión, queda algo todavía de aquella ominosa y larga decadencia imperial, que convirtió a España en un país apuntalado pero, paradójicamente, rebosante de orgullo por las glorias pasadas. Esa resaca de la nunca superada caída de los cielos se hace presente aún hoy en el carácter español, en general poco práctico y tan dado a alharacas y falsas demostraciones de poderío. Pero es que, además, se pueden detectar ciertas y curiosas coincidencias con la época imperial. Sin ir más lejos, el origen de la deuda que nos asfixia es el mismo que en su momento estranguló al imperio donde nunca se ponía el sol: los banqueros alemanes. Hoy como ayer, la banca teutona se ha aplicado al cuento del “pide lo que quieras que luego haremos cuentas”, mientras los incautos españoles derrochaban ese dinero fácil, pero entregado con usura, en proyectos casi nunca llegados a puerto o en inútiles fastos sincuento. Y todo ello con una ceguera colectiva que nos impedía ver que la argolla de la deuda pública apretaba cada vez más y que el país entero estaba siendo hipotecado fruto de esa inconsciencia.

Hans Fugger, prestamista de los Austria, podría dirigir el Deustche Bank.
Otra coincidencia que aprecio entre ambas épocas es no tanto económica como social. Ya he aludido antes al clientelismo, enfermedad endémica nacional, que se detecta en todas las instancias, sobre todo en la política, tanto más descarado cuanto más ínfimo sea el “reputado” que lo reparte. Así, resulta notorio ver cómo el enchufismo, quintaesencia de la España imperial, mantiene hoy toda su pujanza y se reproduce como cáncer hasta en las asociaciones más peregrinas y que se compran y venden votos hasta en las elecciones de agrupaciones vecinales. Esta nefanda práctica condena a quienes no creen en tales tejemanejes al ostracismo y hasta a la maledicencia y el desprecio; sólo los muy fuertes son capaces de prosperar en tamaño despropósito; por detectarse, el clientelismo se detecta incluso en los círculos literarios, demasiado semejantes, me temo, a las relaciones feudales de señor/vasallos, antes que al espíritu libre e igualitario que debía guiarlos. Así, resulta humillante para un escritor tener que plantearse pertenecer a tal o cual círculo de poder literario y besarle el culo (metafóricamente) a tal o cual preboste de las letras para poder medrar algo, lo cual, en última instancia ni siquiera tendrá asegurado. ¿Y qué decir del escándalo de los concursos literarios, aparentemente abiertos pero manipulados desde las sombras por ciertos individuos? Resulta triste que debamos llegar a la conclusión, con resignación, de que es imposible ganar un concurso de importancia si no se negocia antes con alguna mano poderosa; y vergonzoso que aceptemos, como lo más natural del mundo, que se conozca casi siempre con antelación al ganador del premio Planeta y otras convocatorias por el estilo.

Finalmente, insisto que esto es una visión muy subjetiva, observo que, como la del siglo de Oro, la España de la Transición y de la Democracia se ha estado contemplando a sí misma con tanta deletectación que ha olvidado su verdadera realidad, la de que hasta hace bien poco éramos un país de tercera, que ha crecido artificialmente con esa sopa boba caída de Europa y que ahora tenemos que devolver a costa de nuestro bienestar presente y futuro. Esa pura apariencia nos hizo olvidar la realidad de que hemos sido como la leche que, al hervir con demasiado fuego, sube rápidamente pero termina por derramarse y hasta quemarse si no vigilamos el cazo. Y es cierto que la mayor culpa la tiene quienes gestionaron el falsamente llamado “milagro español” pero también nos cabe responsabilidad a quienes veíamos desde nuestros puestos de trabajo cómo aquéllos hacían y deshacían a su antojo mientras nosotros nos declarábamos felices con nuestra situación, con la conquista de títulos deportivos o la presencia de representantes españoles en los principales foros internacionales, pero nos manteníamos miopes antes la caída en picado de nuestros niveles cultural o científico y tampoco veíamos, como nuevos ricos, que nuestra formación cívica y ese ansia de libertad posfranquista se iban diluyendo poco a poco, enajenadas por el consumismo desbocado, la sociedad del ocio y la desinformación y otros altares posmodernos elevados a mayor gloria de los sacrosantos mercados.


Pero, volviendo a la principal tesis de este artículo: los hechos se repiten, sobre todo porque, como dijo alguien, “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Me pregunto si ahora también olvidaremos que somos lo que somos, ni más ni menos, y que hemos llegado a este angustioso presente porque no hemos atendido a nuestro pasado. Deseo que no sea así y que, poco a poco, doloridos pero decididos a progresar sin prisa pero sin pausa, aprendamos de nuestros errores con humildad, cualidad siempre balsámica para el espíritu. Para ello, muchas cosas tendrán que cambiar en este guirigay que se llama España. Y ello no sucederá si no se produce un cambio de conciencia en los ciudadanos que, a su vez, obligue a cambiar las reglas putrefactas que nos rigen, de modo que, por fin, los encargados de tomar decisiones lo hagan atados y con la soga corta para así cuidar verdaderamente del interés general y no sólo del suyo y el de sus compinches, como ocurre ahora.


martes, 22 de enero de 2013

Don Quijote versus Sancho Panza

Escena de El Quijote ilustrada por Gustave Doré


En un lugar de mi mente, aunque no puedo acordarme dónde, habita un caballero loco que persigue fantasmas a lomos de un corcel de triste figura, siempre acompañado de su orondo escudero, labriego de natural simple, el cual monta un asnillo y porta un trozo de queso y algunos mendrugos por tada vianda. En los ratos libres que les quedan entre descalabro y descalabro ambos cabalgan por ásperos llanos filosofando sobre la vida o rememorando las hazañas de tal o cual legendario caballero andante.
Sí, en efecto, soy un incondicional de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (se podría leer en mi frente que así es) y en eso no soy nada original, pues son miles los escritores que declaran con orgullo que Cervantes ha dejado una huella indeleble en su estilo y hasta en su forma de concebir la literatura; y qué decir de los cientos de millones  lectores de todo el mundo y casi todas las lenguas que lo recuerdan y no sólo por sus jocosas aventuras sino también gracias a algunas de sus preclaras sentencias. No tiene, pues, nada de meritorio declararse “cervantino”; todo lo contrario: uno se arriesga, al igual que quien se declara rendido admirador de Mozart, a que lo tomen por un erudito a la violeta, vano conocedor de las artes que sólo es capaz de recordar dos o tres grandes nombres. Pero, ¿por qué no he  de declarar de todo corazón que es así, como haría el niño que grita al cielo que le gustan con locura los helados de chocolate? Sí, el Quijote es uno de esos fenómenos surgidos de la naturaleza humana que pueden declararse sin temor no perecederos no sólo porque siempre acaban encontrando acomodo a todas las épocas, por más siglos que pasen, sino también porque, igualmente por más tiempo que transcurra, no se ven desgastados por su propia fama, como les ocurre a la mayoría de las obras famosas, éstas sí con fecha de caducidad.
Pero, pese a su indudable universalidad, lo cierto es que se trata de un libro con unas coordenadas espacio temporales perfectamente claras que saca a colación personajes y situaciones muy localizadas en la Mancha a caballo de los siglos XVI y XVII. Entonces, ¿cuál es la causa o causas de que una obra que podría pasar por costumbrista se haya convertido en la novela más conocida jamás escrita?
Quiero pensar, de un lado, que hubo algo de mágico en la escritura de este libro, que una musa anónima le otorgó a Cervantes un soplo prodigioso de inspiración justo cuando más lo necesitaba, estando ya mayor y muy desengañado por los varapalos de la vida y la  escasa notoriedad cosechada por su obra; de otro lado, también podría aventurarse que, para mejor asimilar los sinsabores de su agitada existencia, el escritor se refugió en su escritura, lo único en el mundo que le prodigaba fidelidad absoluta, intentando renacer de las cenizas en que se hallaba, después de ingresar en prisión y por los muchos disgustos que le proporcionaban de tanto en tanto sus desagradecidos familiares; y en ese empeño tropezó con una historia de muchos kilates, que brillaba con el fulgor del sol en la llanada manchega, un verdadero regalo germinado en su corazón dolorido y alimentado, no sin grandes quebrantos, por su mente, una de esas historias destinadas a perpetuarse en la memoria de los hombres generación tras generación. Y no sólo eso. También estaría destinada a configurar todo un género literario, la novela, de hecho el rey de los géneros si se atiende a número de lectores y obras publicadas, es decir, a su gran predicamento.
Ya he dicho que Cervantes encontró una prodigiosa idea pero que ésta no hubiera llegado a nada si no hubiera porfiado por convertirla en un historia imposible de olvidar. La habilidad e ingenio del escritor para trocar la más apabullante realidad en disparatada fantasía,  sirviéndose de la fértil pero desnortada imaginación de don Quijote, podría ser la clave del éxito de esta obra, si no fuera porque ésa no es más que una cualidad más de este libro  pero no la más notable. El argumento, siendo sin duda original, no lo es más que el de alguna de las Novelas ejemplares, caso de El licenciado vidriera; de hecho, el desarrollo del primer capítulo, en el que el Quijote hace su primera salida en solitario para ser armado caballero en una venta, hace pensar que en un principio el Quijote no era más un argumento original en ciernes, y que en ello podría haberse quedado de no mediar el afán de su autor por convertirla en una de las aventuras más fascinantes jamás contadas. Fue a partir del segundo capítulo cuando la novela alzó el vuelo para encaminarse definitivamente hacia su destino. ¿Qué fue lo que pudo suceder?
Basta con examinar el libro para descubrirlo: una vez iniciada la redacción a Cervantes debió parecerle que el héroe solitario necesitaba un compañero de viaje; pero  no un simple antagonista, sino toda una alternativa a la personalidad del hidalgo loco. Y entonces nació Sancho Panza para completar la ecuación literaria perfecta. La siempre cordial relación que reina entre estos dos personajes y el respeto y solidaridad que se profesan, incluso en las peores situaciones, fragua una pareja de imperecedero recuerdo. Su tan lograda simbiosis está basada en la perfecta contraposición de las opuestas, aunque no incompatibles, personalidades del poco avisado pero muy fiel y noble Sancho Panza y el loco pero a veces cuerdo señor Quijano transustanciado en caballero andante. Así, pueden no sólo convivir sin conflictos, gracias a la meridiana relación amo/sirviente establecida desde el principio, sino también conversar y hasta debatir con cierta enjundia de las cosas de la vida contraponiendo sus dos visiones del mundo que, pese a ser casi diametralmente opuestas, resultan, por obra y gracia de la pluma del autor, casi siempre compatibles (y con ello Cervantes nos brinda una gran lección de tolerancia); además, conforme avanza el relato, la amistad y el respeto mutuo entre ambos personajes no deja de crecer, sin decaer en ningún momento, para convertirse en la verdadera piedra angular de esta gran obra. Mi conclusión pues es que, antes que las increíbles aventuras que viven ambos personajes, es su amistad la verdadera espina dorsal del relato quijotesco.


Pero, para rellenar esa armazón argumental, Cervantes necesitaba materiales de relleno de primera calidad; además de totalmente novedosos debían ser lo suficientemente estimulantes para convertirse en las poderosas imágenes que hoy prácticamente todo el mundo reconoce, tal que (por poner el ejemplo más notorio) la escena del combate del ingenioso hidalgo con los molinos. Y ello lo logró don Miguel sirviéndose del mismo e infalible truco que utilizó para fraguar a la pareja protagonista: el sabio uso del contrapunto, en este caso no entre personalidades sino entre la realidad y la fantasía. Los molinos pasan a ser gigantes y la realidad se troca en fantasía no sólo en la mente de don Quijote sino también en la del ingenuo Sancho, más no así en la del lector, que comprende perfectamente cada payasada y goza lo indecible con tan disparatadas aventuras.
Porque, ¿qué son sino aventuras los tropiezos sincuento, las alucinaciones de don Quijote, los malparados combates y trifulcas, las burlas a que se ve sometida la entrañable pareja y en fin todas esas inacabables incidencias que van surgiendo a lo largo del relato y que hacen que al leer el Quijote casi siempre baile en nuestro rostro una agradecida sonrisa, la de aquél que está viviendo intensamente, y por ello disfrutando, lo que está leyendo? 

PRESENTACIÓN DE EL TALLER DE IDEAS



Después de varios meses sin atender a este blog, por razones que no viene al caso explicar por prolijas, retomo su escritura con una nueva sección. La he titulado "Taller de ideas", siendo esta denominación sólo provisional. La idea es elaborar una serie de artículos sobre temas varios y a mi libre albedrío donde intento expresar mi parecer, de la forma menos dogmática y más libre posible, sobre esas determinadas cuestiones. No pretendo sentar cátedra, ni mucho menos, para eso están los ensayos;  simplemente busco plasmar una serie de pensamientos de la forma mas coherente que me sea posible y, sobre todo, tratando de anteponer el sentido común al apasionamiento, que tan a menudo ciega las opiniones. Aunque el verdadero objetivo es que el lector disfrute un mucho y reflexione un poco con estas disgresiones, pues no son van más allá de eso. No puedo evitar recordar aquí los artículos de Voltaire, un referente para mí y al que, lo confieso, admiro mucho más como escritor que como filósofo. Y para empezar, tras publicar este presentación, editaré también el primer artículo de la serie, que va dedicado al Quijote. Saludos.


Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...