viernes, 25 de enero de 2013

La rueda de la Historia



Una de las conclusiones más preclaras que se pueden obtener examinando la Historia es que ésta suele repetirse, por más que ella misma avise de que eso sucederá. Ejemplos hay muchos, desde la derrota de todo ejército que ha pretendido invadir la inabarcable Rusia (casos de Napoleón o Hitler) hasta el hecho de que cualquier dictadura se revela al fin insostenible por sus propias contradicciones.
Normalmente se atribuye el descubrimiento de este cuasi axioma al Materialismo Histórico de Carlos Marx, si bien su punto de partida es la Filosofía de la Historia de Hegel, que a su vez se basó en ciertas ideas de Fichte, discípulo de KantSin embargo, muchos siglos antes esta repetición histórica fue entrevista ya, aunque no tan científicamente, por Ibn Jaldún en su pequeña obra Prolegómenos de la Historia. Considerado el padre de la Filosofía de la Historia, Ibn Jaldún (Túnez, 1332; El Cairo, 1406) descendía de andalusíes de Sevilla que se trasladaron al Magreb tras la toma de esa ciudad por los castellanos. Durante su vida visitó la tierra de sus padres como embajador de los Nazaríes de Granada. Sus peripecias políticas, como a otras mentes preclaras que se atreven a entrar en semejante danza de sierpes, le reportaron amargura y hasta prisión. Desengañado por ello, decidió volcarse en sus estudios y dar a luz una teoría que es considerada precursora de la Sociología y primer atisbo de esto que estamos hablando: el carácter cíclico de la Historia. Una de sus principales conclusiones fue que “los historiadores están sujetos al error: por ser partidarios de un credo u opinión; confiar en exceso en sus fuentes; no comprender aquello que se explica; confundir creencia con verdad; no ser capaces de situar un hecho en su contexto real; desear el favor de aquellos que están por encima, mediante el elogio y, el más importante, desconocer las leyes que gobiernan la transformación de la sociedad humana".

Obra autografiada de Ibn Jaldún.
Ese afán por conocer las leyes de la Historia le llevó a la convicción de que en todas las sociedades y civilizaciones se repiten los mismos errores o aciertos, independientemente de su religión, cultura o idiosincrasia, porque, a fin de cuentas, todos somos humanos e iguales en nuestras características esenciales. Al colocar a todos los grupos humanos bajo el mismo destino, el filósofo intuía también, con más de 300 años de anticipación, algunas de las premisas de la Ilustración que condujeron a la Revolución Francesa.
Pero, volviendo al tema central de esta reflexión, en estos momentos de incertidumbre, en plena y voraz crisis económica, me permito hacer una pregunta que tiene que ver con España, mi país, y la difícil situación que atravesamos ahora, ya en pleno siglo XXI, por razones aún difíciles de explicar: ¿Estamos ante una repetición de errores cometidos ya anteriormente? Es decir, salvando las distancias y consciente de que las comparaciones siempre resultan muy arriesgadas, ¿nos hallamos ante una nueva decadencia, como la sufrida hace siglos por el imperio español, fruto de nuestro propio carácter, tan dado a los fuegos artificiales y no tanto al trabajo bien hecho, tan proclive a aceptar como algo natural que nadie se bautiza si no tiene padrino en lugar de a premiar los verdaderos méritos, sea quien sea su acreedor? Resulta muy atrevido, soy consciente, tratar de responder a esta incógnita; no ya por la audacia antedicha de comparar dos época distintas y lejanas entre sí, sino porque una de ellas aún está en ciernes y tratar de desentrañarla puede sonar a temeridad. Aún así, y dado que estos artículos son más para mi solaz que otra cosa, me atrevo con semejante reto. 
Tal vez el punto de partida no sea el mismo, pues no existían las mismas condiciones en la España del siglo XVII que en la de finales del siglo XX y, desde luego, la supuesta decadencia (lo dejamos de momento ahí) que vivimos se ha producido de manera mucho más rápida, como todo en nuestros tiempos. Sin embargo, en mi opinión, queda algo todavía de aquella ominosa y larga decadencia imperial, que convirtió a España en un país apuntalado pero, paradójicamente, rebosante de orgullo por las glorias pasadas. Esa resaca de la nunca superada caída de los cielos se hace presente aún hoy en el carácter español, en general poco práctico y tan dado a alharacas y falsas demostraciones de poderío. Pero es que, además, se pueden detectar ciertas y curiosas coincidencias con la época imperial. Sin ir más lejos, el origen de la deuda que nos asfixia es el mismo que en su momento estranguló al imperio donde nunca se ponía el sol: los banqueros alemanes. Hoy como ayer, la banca teutona se ha aplicado al cuento del “pide lo que quieras que luego haremos cuentas”, mientras los incautos españoles derrochaban ese dinero fácil, pero entregado con usura, en proyectos casi nunca llegados a puerto o en inútiles fastos sincuento. Y todo ello con una ceguera colectiva que nos impedía ver que la argolla de la deuda pública apretaba cada vez más y que el país entero estaba siendo hipotecado fruto de esa inconsciencia.

Hans Fugger, prestamista de los Austria, podría dirigir el Deustche Bank.
Otra coincidencia que aprecio entre ambas épocas es no tanto económica como social. Ya he aludido antes al clientelismo, enfermedad endémica nacional, que se detecta en todas las instancias, sobre todo en la política, tanto más descarado cuanto más ínfimo sea el “reputado” que lo reparte. Así, resulta notorio ver cómo el enchufismo, quintaesencia de la España imperial, mantiene hoy toda su pujanza y se reproduce como cáncer hasta en las asociaciones más peregrinas y que se compran y venden votos hasta en las elecciones de agrupaciones vecinales. Esta nefanda práctica condena a quienes no creen en tales tejemanejes al ostracismo y hasta a la maledicencia y el desprecio; sólo los muy fuertes son capaces de prosperar en tamaño despropósito; por detectarse, el clientelismo se detecta incluso en los círculos literarios, demasiado semejantes, me temo, a las relaciones feudales de señor/vasallos, antes que al espíritu libre e igualitario que debía guiarlos. Así, resulta humillante para un escritor tener que plantearse pertenecer a tal o cual círculo de poder literario y besarle el culo (metafóricamente) a tal o cual preboste de las letras para poder medrar algo, lo cual, en última instancia ni siquiera tendrá asegurado. ¿Y qué decir del escándalo de los concursos literarios, aparentemente abiertos pero manipulados desde las sombras por ciertos individuos? Resulta triste que debamos llegar a la conclusión, con resignación, de que es imposible ganar un concurso de importancia si no se negocia antes con alguna mano poderosa; y vergonzoso que aceptemos, como lo más natural del mundo, que se conozca casi siempre con antelación al ganador del premio Planeta y otras convocatorias por el estilo.

Finalmente, insisto que esto es una visión muy subjetiva, observo que, como la del siglo de Oro, la España de la Transición y de la Democracia se ha estado contemplando a sí misma con tanta deletectación que ha olvidado su verdadera realidad, la de que hasta hace bien poco éramos un país de tercera, que ha crecido artificialmente con esa sopa boba caída de Europa y que ahora tenemos que devolver a costa de nuestro bienestar presente y futuro. Esa pura apariencia nos hizo olvidar la realidad de que hemos sido como la leche que, al hervir con demasiado fuego, sube rápidamente pero termina por derramarse y hasta quemarse si no vigilamos el cazo. Y es cierto que la mayor culpa la tiene quienes gestionaron el falsamente llamado “milagro español” pero también nos cabe responsabilidad a quienes veíamos desde nuestros puestos de trabajo cómo aquéllos hacían y deshacían a su antojo mientras nosotros nos declarábamos felices con nuestra situación, con la conquista de títulos deportivos o la presencia de representantes españoles en los principales foros internacionales, pero nos manteníamos miopes antes la caída en picado de nuestros niveles cultural o científico y tampoco veíamos, como nuevos ricos, que nuestra formación cívica y ese ansia de libertad posfranquista se iban diluyendo poco a poco, enajenadas por el consumismo desbocado, la sociedad del ocio y la desinformación y otros altares posmodernos elevados a mayor gloria de los sacrosantos mercados.


Pero, volviendo a la principal tesis de este artículo: los hechos se repiten, sobre todo porque, como dijo alguien, “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. Me pregunto si ahora también olvidaremos que somos lo que somos, ni más ni menos, y que hemos llegado a este angustioso presente porque no hemos atendido a nuestro pasado. Deseo que no sea así y que, poco a poco, doloridos pero decididos a progresar sin prisa pero sin pausa, aprendamos de nuestros errores con humildad, cualidad siempre balsámica para el espíritu. Para ello, muchas cosas tendrán que cambiar en este guirigay que se llama España. Y ello no sucederá si no se produce un cambio de conciencia en los ciudadanos que, a su vez, obligue a cambiar las reglas putrefactas que nos rigen, de modo que, por fin, los encargados de tomar decisiones lo hagan atados y con la soga corta para así cuidar verdaderamente del interés general y no sólo del suyo y el de sus compinches, como ocurre ahora.


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