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Escena de El Quijote ilustrada por Gustave Doré |
En un lugar de mi mente, aunque no puedo acordarme dónde,
habita un caballero loco que persigue fantasmas a lomos de un corcel de triste figura,
siempre acompañado de su orondo escudero, labriego de natural simple, el cual
monta un asnillo y porta un trozo de queso y algunos mendrugos por tada vianda.
En los ratos libres que les quedan entre descalabro y descalabro ambos cabalgan
por ásperos llanos filosofando sobre la vida o rememorando las hazañas de tal o
cual legendario caballero andante.
Sí, en efecto, soy un incondicional de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (se podría leer en mi frente que así es) y en eso no
soy nada original, pues son miles los escritores que declaran con orgullo que
Cervantes ha dejado una huella indeleble en su estilo y hasta en su forma de
concebir la literatura; y qué decir de los cientos de millones lectores de todo el mundo y casi todas
las lenguas que lo recuerdan y no sólo por sus jocosas aventuras sino también gracias
a algunas de sus preclaras sentencias. No tiene, pues, nada de meritorio
declararse “cervantino”; todo lo contrario: uno se arriesga, al igual que quien
se declara rendido admirador de Mozart, a que lo tomen por un erudito a la
violeta, vano conocedor de las artes que sólo es capaz de recordar dos o tres
grandes nombres. Pero, ¿por qué no he
de declarar de todo corazón que es así, como haría el niño que grita al
cielo que le gustan con locura los helados de chocolate? Sí, el Quijote es uno
de esos fenómenos surgidos de la naturaleza humana que pueden declararse sin
temor no perecederos no sólo porque siempre acaban encontrando acomodo a todas
las épocas, por más siglos que pasen, sino también porque, igualmente por más
tiempo que transcurra, no se ven desgastados por su propia fama, como les
ocurre a la mayoría de las obras famosas, éstas sí con fecha de caducidad.
Pero, pese a su indudable universalidad, lo cierto es que se
trata de un libro con unas coordenadas espacio temporales perfectamente claras que
saca a colación personajes y situaciones muy localizadas en la Mancha a caballo
de los siglos XVI y XVII. Entonces, ¿cuál es la causa o causas de que una obra
que podría pasar por costumbrista se haya convertido en la novela más conocida
jamás escrita?
Quiero pensar, de un lado, que hubo algo de mágico en la
escritura de este libro, que una musa anónima le otorgó a Cervantes un soplo
prodigioso de inspiración justo cuando más lo necesitaba, estando ya mayor y
muy desengañado por los varapalos de la vida y la escasa notoriedad cosechada por su obra; de otro lado,
también podría aventurarse que, para mejor asimilar los sinsabores de su
agitada existencia, el escritor se refugió en su escritura, lo único en el
mundo que le prodigaba fidelidad absoluta, intentando renacer de las cenizas en
que se hallaba, después de ingresar en prisión y por los muchos disgustos que
le proporcionaban de tanto en tanto sus desagradecidos familiares; y en ese
empeño tropezó con una historia de muchos kilates, que brillaba con el fulgor
del sol en la llanada manchega, un verdadero regalo germinado en su corazón
dolorido y alimentado, no sin grandes quebrantos, por su mente, una de esas
historias destinadas a perpetuarse en la memoria de los hombres generación tras
generación. Y no sólo eso. También estaría destinada a configurar todo un
género literario, la novela, de hecho el rey de los géneros si se atiende a
número de lectores y obras publicadas, es decir, a su gran predicamento.
Ya he dicho que Cervantes encontró una prodigiosa idea pero
que ésta no hubiera llegado a nada si no hubiera porfiado por convertirla en un
historia imposible de olvidar. La habilidad e ingenio del escritor para trocar
la más apabullante realidad en disparatada fantasía, sirviéndose de la fértil pero desnortada imaginación de don
Quijote, podría ser la clave del éxito de esta obra, si no fuera porque ésa no
es más que una cualidad más de este libro pero no la más notable. El argumento, siendo sin duda original,
no lo es más que el de alguna de las Novelas ejemplares, caso de El licenciado
vidriera; de hecho, el desarrollo del primer capítulo, en el que el Quijote
hace su primera salida en solitario para ser armado caballero en una venta,
hace pensar que en un principio el Quijote no era más un argumento original en
ciernes, y que en ello podría haberse quedado de no mediar el afán de su autor
por convertirla en una de las aventuras más fascinantes jamás contadas. Fue a
partir del segundo capítulo cuando la novela alzó el vuelo para encaminarse
definitivamente hacia su destino. ¿Qué fue lo que pudo suceder?
Basta con examinar el libro para descubrirlo: una vez
iniciada la redacción a Cervantes debió parecerle que el héroe solitario
necesitaba un compañero de viaje; pero
no un simple antagonista, sino toda una alternativa a la personalidad
del hidalgo loco. Y entonces nació Sancho Panza para completar la ecuación
literaria perfecta. La siempre cordial relación que reina entre estos
dos personajes y el respeto y solidaridad que se profesan, incluso en las
peores situaciones, fragua una pareja de imperecedero recuerdo. Su tan lograda simbiosis
está basada en la perfecta contraposición de las opuestas, aunque no
incompatibles, personalidades del poco avisado pero muy fiel y noble Sancho
Panza y el loco pero a veces cuerdo señor Quijano transustanciado en caballero
andante. Así, pueden no sólo convivir sin conflictos, gracias a la meridiana
relación amo/sirviente establecida desde el principio, sino también conversar y
hasta debatir con cierta enjundia de las cosas de la vida contraponiendo sus
dos visiones del mundo que, pese a ser casi diametralmente opuestas, resultan,
por obra y gracia de la pluma del autor, casi siempre compatibles (y con ello
Cervantes nos brinda una gran lección de tolerancia); además, conforme avanza
el relato, la amistad y el respeto mutuo entre ambos personajes no deja de
crecer, sin decaer en ningún momento, para convertirse en la verdadera piedra
angular de esta gran obra. Mi conclusión pues es que, antes que las increíbles
aventuras que viven ambos personajes, es su amistad la verdadera espina dorsal
del relato quijotesco.
Pero, para rellenar esa armazón argumental, Cervantes necesitaba
materiales de relleno de primera calidad; además de totalmente novedosos debían
ser lo suficientemente estimulantes para convertirse en las poderosas imágenes que
hoy prácticamente todo el mundo reconoce, tal que (por poner el ejemplo más
notorio) la escena del combate del ingenioso hidalgo con los molinos. Y ello lo
logró don Miguel sirviéndose del mismo e infalible truco que utilizó para
fraguar a la pareja protagonista: el sabio uso del contrapunto, en este caso no
entre personalidades sino entre la realidad y la fantasía. Los molinos pasan a
ser gigantes y la realidad se troca en fantasía no sólo en la mente de don
Quijote sino también en la del ingenuo Sancho, más no así en la del lector, que
comprende perfectamente cada payasada y goza lo indecible con tan disparatadas aventuras.
Porque, ¿qué son sino aventuras los tropiezos sincuento, las
alucinaciones de don Quijote, los malparados combates y trifulcas, las burlas a
que se ve sometida la entrañable pareja y en fin todas esas inacabables incidencias
que van surgiendo a lo largo del relato y que hacen que al leer el Quijote casi
siempre baile en nuestro rostro una agradecida sonrisa, la de aquél que está
viviendo intensamente, y por ello disfrutando, lo que está leyendo?
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