martes, 5 de febrero de 2013

Revoluciones de la Imprenta



Caja de tipos con los cajetines donde van colocados cada uno de ellos

A poco que nos fijemos, comprobaremos que la imprenta es uno de los inventos más decisivos para la historia de la Humanidad, uno de esos hitos que desde su aparición marca un antes y un después. Fue, a otra escala, como la aparición del fuego: los libros pasaron de dormitar en las tinieblas de los monasterios a poder ser fabricados en serie y, por tanto, a difundirse como una mancha de aceite por el mundo. No podemos saber si Johannes Gutenberg (1398-1468) llegó a vislumbrar totalmente la importancia que iba a cobrar su invento. Pero seguro que era perfectamente consciente de que era una gran cosa, algo más que una idea ingeniosa, un sistema  verdaderamente práctico que pondría patas arriba el mundo de la cultura y el pensamiento.
Como suele ocurrir en tantos casos, Gutenberg se lanzó al reto de poner en práctica su idea a partir de una apuesta: lleno de confianza y cuando la imprenta era tan sólo una idea en su cabeza aseguró que sería capaz de terminar una biblia antes que el copista más rápido de la Cristiandad. Ya se sabe que los libros antes se confeccionaban a mano por copistas, generalmente en los scriptoria de los monasterios, si bien también existía la xilografía, es decir la impresión de hojas a partir de clichés huecograbados. Gutenberg, en cierto modo, comenzó intentando perfeccionar el sistema xilográfico y logró mucho más que eso.
Ahora bien, algo que se desconoce por lo general es que el inventor alemán no fue el primero en servirse de tipos móviles para escribir. Hay pruebas de que hacia el año 1000 ya en China se imprimían libros a partir de tipos móviles de porcelana. Esta primitiva imprenta tropezaba, no obstante, con serias dificultades que hipotecaron desde el principio su futuro: la porcelana es materia bastante delicada y, por tanto, perecedera; además, dado el carácter de la lengua china, debían hacerse infinidad de caracteres ideográficos, y no sólo unas decenas, como en los idiomas occidentales. Resulta lógico pensar que, ante tamaños obstáculos, el invento cayese irremediablemente en el olvido y permaneciese en ese limbo durante siglos.

Impresores chinos
Hasta que la idea fue rescatada, en el siglo XIII, en Corea. Así, hay noticias fidedignas de que fue en aquel país donde se crearon los primeros tipos móviles metálicos, a partir de bronce, al menos 100 años antes de que se imprimiesen los primeros libros en Europa. Sin embargo, aquella primera imprenta coreana fue igualmente olvidada por las mismas razones que la china: la enorme dificultad de manejar miles de caracteres, en lugar de unos cuantos. Años más tarde, casi al tiempo que se descubría la imprenta en Europa, en Corea se perfeccionaba este sistema gracias a la creación de un alfabeto fonético coreano, obra del rey Sejong (1397-1450), conocido como el Grande. Y se sabe, por documentos oficiales de la época, que el deseo del soberano de perfeccionar la imprenta para obtener más libros con los que educar a su pueblo estuvo detrás de la invención de tal alfabeto.
Además de estas antiguas imprentas orientales, se tienen noticias de otros proto impresores en Europa, tanto en Holanda o en Italia como en la propia Alemania, más o menos contemporáneos de Gutenberg. Sin embargo, creo justo señalar que sólo a él debe atribuírsele el invento porque sólo él lo buscó con el convencimiento con que Colón se empeñó en descubrir América. Y así, si es verdad que otros antes conocieron los tipos móviles, al igual que los vikingos pisaron tierras americanas siglos antes que Colón, nadie como Gutenberg porfió por convertir lo que era sólo una brillante idea en una realidad destinada a cambiar el mundo. Y por ello es justo que haya pasado a la historia, si bien, como suele ocurrir tantas veces por desgracia, no pudo disfrutar de esa gloria ya que al final de su vida había quedado arruinado por las deudas contraídas con un banquero, un tal Fust. Éste, como buen banquero (es decir, sin escrúpulos), no sólo se quedó con todo el patrimonio de Gutenberg sino también, y eso fue lo peor para éste, con su preciado invento, del que sacó su buen rendimiento. Y es que, anteriormente y con suma habilidad, este Fust se había asociado con el inventor quien, confiado, había desvelado al hijo de aquél todos sus secretos. De lo que se concluye que, en lo que toca a inventos, la historia se repite una y otra vez para lastrar el verdadero avance de la Humanidad: el talento, casi siempre generoso y despreocupado, suele ser desposeído y hasta humillado por la abyecta pero perspicaz codicia, de modo que las mayores genialidades terminan siendo acaparadas por unos pocos en lugar de revertir en beneficio de todo el género humano, como hubiera deseado la mayor parte de sus artífices.
Pero, de regreso a la imprenta y a Gutenberg, algo que todavía no he dicho pero que considero no sólo necesario sino justo señalar es que yo prácticamente nací en una imprenta, de modo que desde niño conozco bien el olor de la tinta recién impresa en el papel, el sonido chispeante de las aspas de una máquina impresora manipulando papel, el chirrido inquietante de la guillotina, el seco estallido de la máquina de taladrar agujeros o el tintineo de los tipos cayendo de vuelta a las cajas una vez utilizados, para dormir un sueño más o menos breve… En fin todos y cada uno de los resortes de aquella imprenta antigua que permanecen y permanecerán siempre, como luces eternas, en mi mente. 

Grabado de Gutenberg que hay en la imprenta familiar
Todavía cuelga en aquel taller un grabado con un retrato de Gutenberg cuyo marco ha ido ganando suciedad y manchas de tinta a medida que el tiempo pasaba. Recuerdo, siendo yo todavía un crío de 5 o 6 años, ver a mi padre con su guardapolvo (a veces azul a veces gris) mirándome desde arriba, sosteniendo el componedor, su principal herramienta de trabajo, donde iba colocando los tipos de plomo para completar una línea que luego colocaba en la galera, donde iba poco a poco apareciendo el molde que, una vez bien cuadrado y atado con cuerdas de cáñamo, era colocado en la máquina de impresión para imprimir cada galerada, lo mismo una factura de una carnicería del pueblo que la página de un libro o un bando municipal. De esta forma, me fui familiarizando no ya con los libros sino con la mismísima fabricación de éstos, lo cual está detrás, sospecho, de mi irrefrenable vocación de escritor. Igualmente, este viejo y venerable oficio, al que con razón se denomina Artes Gráficas, es el origen, creo, de mi virulenta alergia a todo tipo de autoritarismo. Y es que, en efecto, en la misma naturaleza de la imprenta está que su materia prima esencial (los pensamientos) sea etérea y que sea la mente más que las manos su principal herramienta; y curioso resulta igualmente que lo mismo que se puede decir que la huerta da de comer y nos libra del hambre, se ha de afirmar que la imprenta y sus productos, los libros, dan qué pensar y por tanto liberan el espíritu.
No es de extrañar, pues, que fueran tipógrafos Pablo Iglesias, fundador del PSOE y la UGT, y Anselmo Lorenzo, patriarca del anarquismo en España e introductor de la I Internacional de Trabajadores, detalles que bastan para ilustrar sobre la importancia de este invento como motor para toda una serie de revoluciones culturales que universalizarían, hasta cierto punto, el acceso al conocimiento. Eso, al menos en teoría. Porque me temo que la realidad de los hechos indican otra cosa. Tales revoluciones, que en efecto las ha habido, tan pronto han irrumpido en la sociedad han sido domesticadas como se domestica todo, no sólo para obtener de ellas sustanciosos beneficios económicos (véase el cuasi monopolio que ejercen actualmente ciertas editoriales gigantescas en el panorama nacional) sino, sobre todo para doblegar y desdibujar hasta el ridículo las ideas que de ellas mismas se han derivado, en una suerte de involución invisible, perpetrada sobre todo a partir de los medios de comunicación de masas, esos hijos mayores de la imprenta. De este modo, la supuesta liberación que debía haberse derivado de forma natural de la proliferación de libros no ha resultado, a fin de cuentas y tras más de cinco siglos de la invención de su detonante, una verdadera arma de emancipación social sino todo lo contrario: una herramienta más de manipulación y control de los sentimientos y la opinión. Aunque hay quien afirma, no sin cierta razón, que todavía no han logrado someter a la todavía inaprensible Internet, que bien podría ser calificada como tataranieta aventajada de la entrañable pero domesticada imprenta.


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