domingo, 31 de marzo de 2019

Por la Raya de Portugal: Extremadura y Alentejo (III)



En este lugar de entrada imposible, en Cáceres, me acordé de Nosferatu, la película de Murnau.


La jornada anterior estuvimos en Alentejo y ese día tocaba Extremadura. Así que nos dirigimos a Cáceres. Conocíamos la ciudad, una de las más epatantes de España, y los recuerdos de sus calles medievales afloraban de repente mientras recorríamos la bonita carretera que la une con Badajoz.
No tardamos en llegar. Era domingo y, en la Plaza Mayor, las familias se solazaban bajo el sol amable. Despreocupados los padres de sus pequeños, los dejaban jugar a placer en la amplia extensión. Algunos lo hacían saltando de letra en letra sobre un gran letrero con el nombre de la ciudad. 

En esta foto aparezco dos veces. y eso que no había bebido nada todavía.

Guiados por el recuerdo de nuestro anterior viaje, visitamos la iglesia medieval de Santiago. Su sobrio exterior, a modo de fortaleza, es su mayor atractivo. 


A sus espaldas, una pequeña taberna, poco frecuentada por turistas, ofrecía una carta deliciosa que invitaba a quedarse. Para tomar café, regresamos a la cercana Plaza Mayor. Cuando viajamos, jamás comemos en la zona turística, guirilandia la llamo yo. Es demasiado cara y, en general, la calidad es mediocre. Aunque un cafetito y un pastel en una terraza, viendo pasar a la gente, eso sí que sí.

Arco de la Estrella, y otra estrella.

Pero quedaba todo por ver. Subiendo las escaleras y atravesando el Arco de la Estrella, se accede al que es quizás el casco viejo mejor conservado de la Península, seguramente uno de los mejores de Europa. El laberinto de calles está hilvanado por varias plazas que, al ser descubiertas provocan un regocijo estético nada común, ese arrebato conocido como “síndrome de Stendhal”. Como la ciudad vieja se asienta sobre una ladera, las perspectivas son variadas y sorpresivas, algo que también ocurre en Granada. 

Iglesia de san Jorge, que recuerda un tanto a las de Portugal

Esta verticalidad monumental es todo un valor añadido del que no gozan otras capitales de respetable belleza, como Sevilla o la misma Florencia.
Pero quedaba por delante toda la tarde y decidimos dirigirnos al este, hacia Trujillo. No podíamos imaginar lo que nos esperaba. Cuando estábamos llegando la vimos flotando sobre otro de esos batolitos graníticos que emergen entre la dehesa, a ambos lados de la Raya. La cosa prometía.



Aunque es lo más conocido, no es su Plaza Mayor, con una estatua ecuestre del conquistador Pizarro, lo único y quizás tampoco lo mejor de esta villa. Por encima de la plaza, callejeando por la vieja medina, se van descubriendo restos de la muralla árabe y puertas góticas, desgastados palacios de piedra, pequeñas iglesias de raigambre mozárabe y, sobre todo, una alcazaba califal de aspecto imponente.


Asombra que, con más de mil años, conserve tan bien su primitiva solidez. No cabe duda de que los andalusíes aprendieron, en esto como en casi todo, de esos grandes constructores que fueron los romanos.
En este punto viene bien recordar que Trujillo fue, hasta bien entrado el siglo XIII, una plaza fuerte de al Andalus. Su valor estratégico y su potencial defensivo hicieron que no cayese en manos castellanas hasta 1232. O sea, 20 años después de la batalla de las Navas de Tolosa, ganada por los cristianos mucho más al sur, en la actual provincia de Jaén.


Tras comprar queso cremoso extremeño, ya entrada de noche, emprendimos la retirada. Lo hicimos con desgana, pues nos hubiera gustado pernoctar allí. Pero no lo habíamos previsto y nos esperaban ya en Badajoz. No podíamos imaginar que Trujillo nos impresionase casi tanto como Cáceres.

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