En este lugar de entrada imposible, en Cáceres, me acordé de Nosferatu, la película de Murnau. |
La
jornada anterior estuvimos en Alentejo y ese día tocaba Extremadura. Así que
nos dirigimos a Cáceres. Conocíamos la ciudad, una de las más epatantes de
España, y los recuerdos de sus calles medievales afloraban de repente mientras
recorríamos la bonita carretera que la une con Badajoz.
No
tardamos en llegar. Era domingo y, en la Plaza Mayor, las familias se solazaban
bajo el sol amable. Despreocupados los padres de sus pequeños, los dejaban
jugar a placer en la amplia extensión. Algunos lo hacían saltando de letra en
letra sobre un gran letrero con el nombre de la ciudad.
En esta foto aparezco dos veces. y eso que no había bebido nada todavía. |
Guiados por el recuerdo
de nuestro anterior viaje, visitamos la iglesia medieval de Santiago. Su sobrio
exterior, a modo de fortaleza, es su mayor atractivo.
A sus espaldas, una
pequeña taberna, poco frecuentada por turistas, ofrecía una carta deliciosa que
invitaba a quedarse. Para tomar café, regresamos a la cercana Plaza Mayor.
Cuando viajamos, jamás comemos en la zona turística, guirilandia la llamo yo. Es
demasiado cara y, en general, la calidad es mediocre. Aunque un cafetito y un
pastel en una terraza, viendo pasar a la gente, eso sí que sí.
Arco de la Estrella, y otra estrella. |
Pero
quedaba todo por ver. Subiendo las escaleras y atravesando el Arco de la
Estrella, se accede al que es quizás el casco viejo mejor conservado de la
Península, seguramente uno de los mejores de Europa. El laberinto de calles
está hilvanado por varias plazas que, al ser descubiertas provocan un regocijo
estético nada común, ese arrebato conocido como “síndrome de Stendhal”. Como la
ciudad vieja se asienta sobre una ladera, las perspectivas son variadas y
sorpresivas, algo que también ocurre en Granada.
Iglesia de san Jorge, que recuerda un tanto a las de Portugal |
Esta verticalidad monumental
es todo un valor añadido del que no gozan otras capitales de respetable belleza,
como Sevilla o la misma Florencia.
Pero
quedaba por delante toda la tarde y decidimos dirigirnos al este, hacia
Trujillo. No podíamos imaginar lo que nos esperaba. Cuando estábamos llegando
la vimos flotando sobre otro de esos batolitos graníticos que emergen entre la
dehesa, a ambos lados de la Raya. La cosa prometía.
Aunque
es lo más conocido, no es su Plaza Mayor, con una estatua ecuestre del
conquistador Pizarro, lo único y quizás tampoco lo mejor de esta villa. Por
encima de la plaza, callejeando por la vieja medina, se van descubriendo restos
de la muralla árabe y puertas góticas, desgastados palacios de piedra, pequeñas
iglesias de raigambre mozárabe y, sobre todo, una alcazaba califal de aspecto
imponente.
Asombra que, con más de mil años, conserve tan bien su primitiva
solidez. No cabe duda de que los andalusíes aprendieron, en esto como en casi
todo, de esos grandes constructores que fueron los romanos.
En
este punto viene bien recordar que Trujillo fue, hasta bien entrado el siglo XIII,
una plaza fuerte de al Andalus. Su valor estratégico y su potencial defensivo
hicieron que no cayese en manos castellanas hasta 1232. O sea, 20 años después
de la batalla de las Navas de Tolosa, ganada por los cristianos mucho más al
sur, en la actual provincia de Jaén.
Tras
comprar queso cremoso extremeño, ya entrada de noche, emprendimos la retirada.
Lo hicimos con desgana, pues nos hubiera gustado pernoctar allí. Pero no lo
habíamos previsto y nos esperaban ya en Badajoz. No podíamos imaginar que Trujillo
nos impresionase casi tanto como Cáceres.
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