Vista general de Vila Viçosa. |
Al
llegar, Vila Viçosa me pareció un lugar desamparado, expuesto a invasores en el
pasado y todavía ahora, víctima de inviernos ventosos y veranos inclementes. Hundida
en una hoya sería uno de esos lugares donde si entras no sales víctima de algún hechizo. ¿Qué vieron en ella los poderosos duques de Bragança, última
dinastía portuguesa, para convertirla en uno de sus bastiones?
Que
este fue real sitio se notaba en el alojamiento que escogimos. La Casa do
Colégio Velho, hoy palacete turístico, fue una escuela jesuítica hasta que la adquirieron
sus actuales propietarios. En la puerta, una encantadora señora mayor, con el
pelo teñido de morado, nos recibió hablando perfecto español. “Soy hija de
gallega, aprendí español porque entonces no se permitía el gallego”, dijo. Y
eso que Franco era del Ferrol, pensé.
Nada más cruzar la puerta, aquel lugar regalaba encanto. Decorado con primor, exhibía
pequeños tesoros que retrotraían a la dueña a su infancia feliz, a su vigorosa
juventud, a una arcadia familiar: muebles, lámparas de cristal, fotos, cuadros,
incluso un armario con trajecitos almidonados de bebé. En las salas de lectura
y música podías creerte un pachá.
Sala de lectura, con un colección de aves de porcelana. |
Y era todo para nosotros, ese día estábamos
solos. Y la habitación no podía ser más bonita ni estar más limpia.
Cenamos
espléndidamente en un restaurante que nos recomendó la dueña y al salir un
viento desapacible invitaba a volver al hotel, pero era aún temprano. Decidimos
tomar un vino alentejano en una especie de casino de pueblo lleno de
parroquianos. Retransmitían un partido entre la Juventus y el Atleti de Madrid.
Qué diferentes son portugueses y españoles en esto del fútbol. A pesar de que
Ronaldo marcó los 3 goles de su equipo, aquella gente se mantenía impertérrita.
Mi mujer estaba especialmente extrañada. Recordaba los bares españoles, donde
con la mínima ocasión de gol se monta un estruendo, demasiado para una coreana.
Yo, sin embargo sabía que a uno y otro lado de la Raya, las emociones se
manifiestan de forma casi opuesta.
Al
día siguiente nos esperaba un desayuno opíparo y exclusivo para nosotros.
Encontré especialmente deliciosos los quesos del país. El comedor se abría a un
maravilloso jardín con piscina, abarrotado de pequeñas esculturas, plantas y
flores sobre los que flotaban aplicados abejorros.
En
Vila Viçosa hay mucho que ver: un viejo castillo junto a un ilustre cementerio,
conventos, museos, iglesias y, por fin, el palacio ducal. Horizontal, como todos, frente a una gran
plaza y, como todos, con su estatua ecuestre. En este caso de Joâo IV, como decía la senhora “el rey que echó a los filipes”, a los Austria
españoles, el rey músico.
Mucha enjundia monumental e histórica, sí, pero todo demasiado previsible
y anodino. Quizás fuese simplemente que estábamos en temporada baja. Otra cosa fue el alojamiento y su dueña. Y también notar la melancolía (saudade la llaman en Portugal) que destila esa tierra a
la que el clima o una lenta decadencia han tornado en desabrida. Nada mejor
para describir esa sensación que una poesía que colgaba en la sala de lectura
del palacete y que reproduzco en la siguiente fotografía, con mi traducción adjunta.
Fue escrita por Florbela Espanca, poeta de Vila Viçosa, precursora del feminismo en su país. Y, no hay más que leerla, una de las cumbres de la lírica lusa contemporánea.
1 comentario:
Preciosa crónica de tu provechoso viaje.
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