Templo de Diana, en Évora. |
Dada
nuestro hora de llegada, descubrimos Évora a la luz de las farolas. En sus
callejuelas sembradas de piedras parecían sonar todavía ecos de cabalgaduras,
trasiego de mercancías, mujeres de negro y mejillas coloradas, críos jugando al
escondite por las esquinas, todo un mundo ya superado pero aún imaginable.
Restaurante Páteo (patio en portugués) |
Ese
mismo aire de otro tiempo ofrecía el restaurante que elegimos para cenar.
Situado en una casa tradicional, sede de una asociación cultural centenaria,
ofrecía buena comida alentejana y tranquilidad en justas dosis.
Rincón de la catedral. |
Poco
más arriba la catedral gótica nos causó una muy buena primera impresión. A su
lado conocimos por fin el famoso templo de Diana, una bandera de mármol
coronando el cerro. Es la quijada de un foro romano que en su momento debió
parecer una acrópolis.
A
la mañana siguiente, desayunamos junto al otro gran templo de la ciudad: la
iglesia de san Francisco.
Embadurnado de oro y mármol de colores, el templo es de una suntuosidad desmedida, poco común en Portugal. Tal ostentación podría parecer obscena en un lugar consagrado al santo de la pobreza y la humildad.
Embadurnado de oro y mármol de colores, el templo es de una suntuosidad desmedida, poco común en Portugal. Tal ostentación podría parecer obscena en un lugar consagrado al santo de la pobreza y la humildad.
Mucho
más de nuestro gusto resultó la catedral. En una construcción gótica el primer
impulso es subir. La escalera de caracol desemboca en una terraza con dos
torres en los extremos y una batería de pináculos antorchados rematando las
barandas. En ellos, los líquenes amarillean la piedra de modo que el sol parece
prender las antorchas.
Abajo, durmiente, reposa el patio gótico, que no tardamos en visitar. Rematan las cuatro esquinas del claustro otras tantas estatuas hieráticas de los evangelistas, que sirven de columnas.
Abajo, durmiente, reposa el patio gótico, que no tardamos en visitar. Rematan las cuatro esquinas del claustro otras tantas estatuas hieráticas de los evangelistas, que sirven de columnas.
En una capilla funeraria y, cómo no,
polvorienta, descansa el obispo fundador en un sarcófago. En el suelo,
abandonados, hay dos leones antropocéfalos.
Salimos de la catedral para regresar al templo de Diana.
Salimos de la catedral para regresar al templo de Diana.
El entorno había cobrado vida con la luz. Tomamos cerveza en una animada terraza al borde de un pequeño jardín. Un conjunto escultórico recuerda al arquitecto italiano que recuperó el monumento en el siglo XIX, con la diosa agradecida a sus pies. Lástima que se supiera después que el templo no estaba dedicado a ella, sino más probablemente al emperador Augusto.
Comimos en un pequeño local, uno de esos mesones cuyas paredes recargadas exudan historia local y cuentan con un dueño pintoresco, en este caso una especie de hércules luso. Al hablar con él descubrí la retranca alentejana. Después partimos hacia el lugar donde pasaríamos nuestra última noche: la no muy lejana Vila Viçosa. Pero antes, un asunto pendiente: visitar aquel castillo que vimos a la ida, en Evoramonte.
En
lo alto de un cabezo una mole con tres cuerpos superpuestos domina el entorno.
Bajo la fortaleza del siglo XVI quedan unas pocas casas, vestigio de la antigua
población medieval. También se conserva mal que bien el más antiguo amurallamiento
que circunda el castillo, con un arco gótico y cuatro cubos rematando las
esquinas.
Paseando por el adarve se atisba la magnífica posición estratégica del lugar. Así lo comprendería Geraldo Sem Pavor, el más conocido conquistador portugués, que arrebató la plaza a los andalusíes en 1160 antes de tomar Évora.
Paseando por el adarve se atisba la magnífica posición estratégica del lugar. Así lo comprendería Geraldo Sem Pavor, el más conocido conquistador portugués, que arrebató la plaza a los andalusíes en 1160 antes de tomar Évora.
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