lunes, 4 de marzo de 2013

Fútbol



Me resulta difícil hablar de fútbol y sacar conclusiones claras. Por un lado, bien pensado, puede parecer un juego tonto; como decía mi abuelo, que era aficionado a los toros (tema éste que también se las trae), resulta ridículo apasionarse al ver “a un montón de hombres hechos y derechos en pantalones cortos persiguiendo un balón”. Para colmo, ni siquiera es el deporte más emocionante. De eso, emoción, la quintaesencia de todo juego, tiene poco en comparación con otros deportes; nada que ver con ese clima de incertidumbre con que tan a menudo llegan al final los partidos de baloncesto o incluso de balonmano. Pero, por otro lado, no puedo engañarme y me declaro aficionado al fútbol y fiel a un equipo; de pequeño incluso era un delantero notable; marcaba a menudo varios goles en aquellos partidos atropellados que jugábamos a veces hasta el anochecer, aunque era de esos delanteros “chupones” que no la pasan, con la portería siempre entre ceja y ceja, obsesionado por colársela al portero rival. Esa afición, que no es desde luego enfermiza, me lleva no obstante a soportar un partido soporífero delante del televisor, por más que pudiera estar haciendo cosas más productivas para el cuerpo y el alma. Lo que quiero decir es que para mí el “deporte rey” es algo contradictorio y, como tal, no ocupa un lugar destacado en mi vida, ni nunca ha condicionado en modo alguno mi estado de  ánimo, pero tampoco dejo de prestarle atención llegado el caso, durante, por ejemplo, la celebración de algún campeonato internacional, especialmente si llegan las victorias para nuestra selección.


Por eso, aunque comprendo lo que decía mi abuelo, al mismo tiempo me muestro comprensivo también con este deporte que, en efecto, como dicen algunos puede ser el verdadero “opio del pueblo”, una droga para las masas mucho más eficaz que la religión. El uruguayo Eduardo Galeano, eminente intelectual  anarquista, a quien en principio muchod podría creer enemigo del balompié, afirma a este respecto que el fútbol y Dios se parecen “en la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que de él tienen muchos intelectuales”. Me parece una comparación de lo más acertada. Sin duda, el fútbol puede ser una religión y, en ese momento, convertirse en algo dañino, capaz de suplantar los propios razonamientos por férreos y, sin duda, futiles dogmas. Así, para un integrista del fútbol, su equipo nunca comete falta y si un árbitro castiga a los suyos en demasía es un hereje y, como tal, debería ser quemado en la hoguera. Por el contrario, con la victoria, este aficionado ultra es capaz de alcanzar el éxtasis como por arte de ensalmo, como los místicos llegaban a sus orgasmos virtuales sólo de pensar en la grandeza de Dios; en cambio, si deviene la derrota, el miedo y la desazón se apoderan de su alma atormentada, el mundo se vuelve inseguro y tenebroso, como si el mismísimo diablo, o un señor de la oscuridad hubiera llegado cubriendo todo de tinieblas. Y estos excesos, que ocurren muy a menudo con el fútbol espectáculo, el de los grandes equipos y los fichajes millonarios, pueden suceder también en el fútbol de aficionados. Todavía recuerdo a un oyente de la radio contando, jocosamente, como no podía ser menos, la ignominiosa persecución sufrida por un árbitro en un partido de fútbol con silla de ruedas. No sé por qué exactamente, pero los discapacitados de ambos bandos se pusieron de acuerdo para perseguir al colegiado, que las pasó canutas para escapar. Y qué decir de las explosiones de violencia que enturbian de tanto en tanto las gradas, arrasan las inmediaciones de los estadios y causan muchos heridos y hasta algún muerto. No cabe duda de que el fútbol es el deporte que más violencia genera, sea ello porque es el más extendido y, por tanto, el que tiene más seguidores, sea por algún misterioso ingrediente de su esencia misma que desconozco.

Sospecho que, aparte del fanatismo de ciertos hooligans y la tolerancia que las directivas demuestran hacia la violencia, algo tenga que ver el tratamiento que le otorgan los grandes medios de comunicación par explicar esas lamentables explosiones de violencia. Y es que, una cosa está clara: en los últimos años ha habido un espectacular aumento del espacio que los medios dedican a los deportes (o sería mejor decir al fútbol casi en exclusiva), sobre todo los informativos de televisión; eso implica, muchas veces, hinchar las noticias como sea, con prácticas que incluyen crear falsas polémicas, a veces simplemente inventadas otras creadas artificialmente alrededor de lo que no son más pequeñas rencillas de patio de colegio. De este modo, ciertos partidos “en la cumbre”, ciertos “derbis” entre equipos eternamente rivales, ya propensos a calentarse de por sí, son hipercaldeados por la prensa y, en algunas ocasiones, derivan en violentos incidentes. No es por tanto exagerado, atribuir a la prensa deportiva más amarilla un grado de responsabilidad a la hora de explicar el fenómeno, nunca resuelto, de la violencia en los estadios, por más que siempre, tras algún incidente lamentable, todos los comentaristas se rasguen las vestiduras.
Pero es que, la relación medios de comunicación/violencia queda expresada de un modo más sutil en el mismo lenguaje con que aquéllos se expresan a la hora de describir los partidos; de hecho, casi todos los medios de comunicación en su libro de estilo recomiendan que sus profesionales renieguen de términos bélicos, como “batalla campal”, “ofensiva”, “fusilar”, “contragolpe mortal”, “cancerbero” (comparando a los porteros con nada menos que el perro guardián del Averno), y así un largo etcétera. Pero, por mucho que se esfuercen, los cronistas acaban recurriendo a otras palabras que, aunque no lo parezcan, por más usuales, son tan violentas o castrenses como las anteriores, caso de: “defensa”, “ataque”, “ofensiva”, disparo”, “tiro”, “bajas”… de tal suerte que resulta casi imposible redactar una noticia futbolística sin emplear algún término relacionado con la guerra y la violencia.


Pero es que, en muchos sentidos, un partido de fútbol es una especie de batalla incruenta, adecuada metáfora (el fútbol es muy propicio a ellas) para definir a este deporte. ¿No van acaso uniformados, como en la guerra, sus contendientes para con ello diferenciarse en la refriega de sus rivales?; ¿no jalean himnos casi patrióticos los aficionados, que serían una suerte de retaguardia, y no lucen orgullosos tanto jugadores como espectadores las banderas de sus equipos como si fueran enseñas nacionales o tal vez, en una relación más ancestral, tótems tribales?; ¿acaso el escenario de la lucha, ese verde tapiz que es campo de fútbol, no recrea, de algún modo, un campo de batalla?; ¿no implica la derrota sumisión al vencedor? Aparte de que en el fútbol, por fortuna, casi nunca brota la sangre (casi, porque hay partidos y partidos) la única diferencia notable es que no se hacen prisioneros al final del choque ni, cuando termina un campeonato, se piden al equipo derrotado compensaciones de guerra. Sólo faltaría eso.
Pero, como decía al principio, también se puede ser condescendiente con el deporte de la pelotita. No olvidemos que, al menos en España y en otros muchos países, la mayoría, todo el mundo lo ha practicado y gozado alguna vez, especialmente en la infancia. Quizás a eso, a la facilidad y flexibilidad con que se puede practicar, se deba en parte su popularidad. Con un balón se puede jugar desde solo hasta en equipos de 20 o más jugadores (sobre todo en los patios de colegio); además no se requiere un físico espectacular, sino algo de habilidad y la suficiente energía. Puede que no sea el deporte más emocionante pero sí el más accesible. En ese sentido, la desaforada pasión que despierta el deporte rey entre los adultos, no deja de ser de común un simple desahogo que, intuyo, nos retrotrae a la niñez (no hay más que ver la desinhibición, cuasi infantil, que demuestran los aficionados delante del televisor). Esos gritos, ese entusiasmo desatado podrían interpretarse como una catarsis que hace aflorar ese instinto guerrero al que Freud llamó tanático, atavismo heredado de las generaciones antiguas y que anida, como cualquier otro, en lo más profundo del hombre, para convertirse en su válvula de escape. En ese sentido, el balompié, mucho más su práctica que su contemplación, resulta liberador de violencia. Y hasta genera placer, por mor de la adrenalina expulsada y la subsiguiente relajación que se obtiene. Eso siempre y cuando no degenere en violencia, cosa que ocurre cuando deja de considerarse  a este deporte como lo que realmente es, un simple juego hasta cierto punto inocente, para pasar a ser una droga que condiciona nuestros actos y que, por si esto fuera poco, se convierte no pocas veces en herramienta de manipulación. Que de eso también tiene un rato.

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