No puedo negar mi inclinación por todo
lo oriental desde siempre. Pienso que el Destino, que juega conmigo como con
todos, me ha empujado a esa querencia. La pregunta es por qué ha sido así. La
respuesta es que lo ignoro pero lo cierto es que siempre me he sentido
inclinado por traspasar esa frontera, de conocer esas otras civilizaciones
situadas en dirección hacia donde sale el sol. No ha sido, desde luego, por la
ayuda de los libros de Historia de la época de mi formación académica, que,
imbuidos inconcientemente de eurocentrismo,
apenas dedicaban unas páginas a Oriente (el Lejano y el Próximo), como si
China, el Islam o la India no hubiese tenido peso en el devenir de la
Humanidad. Sin embargo, esas pocas páginas resultaban suficientes para
despertar mi curiosidad. Tal vez fuera sólo fruto de mi siempre activo espíritu
rebelde, que exigía así tener más
información de esas fastuosas civilizaciones; tal vez, y a la manera de los viajeros
románticos, todo era un reflejo intelectual, no exento de ingenuidad, al creer
que esas otras civilizaciones podían albergar valores más auténticos que los de
Occidente (cosa que ahora no creo, simplemente porque las manifestaciones
culturales no son mejores ni peores unas de otras sino simplemente distintas). No
tengo una respuesta, como digo, a esa inclinación pero lo seguro es que siempre
la he sentido.
Esa tendencia se reveló mucho más
temprano en mí hacia el Oriente Próximo (o sea, la zona árabo Islámica), hasta
el punto de que estudié filología árabe; sin embargo, mucho más tardía es mi
atracción por el Lejano Oriente (o sea China y los demás países que se han
formado alrededor de su cultura, como nosotros lo hicimos alrededor de la
greco-romana). Pero, aunque tarde, la pasión por esa importante porción de la
Humanidad me ha entrado fuerte. Y en esta ocasión de nuevo no tengo otro
remedio que apelar al Destino (Él de nuevo). Aunque, tal vez detectando las
conexiones entre los dos orientes, ya había comenzado a internarme en ese
lejano mundo, dicha inercia se aceleró extraordinariamente cuando, en 2007
conocí a mi futura mujer, Miryang, natural
de Corea, península como ésta pero
justo en el otro extremo del gran continente euroasíatico.
Sí, antes de que casarme con una
oriental conocía y admiraba ya algo de China y Japón, de su literatura, su
historia, su arte, su cine. Incluso en mi novela “La celda de seda”, escrita
antes de conocerla a ella, llevo a mi personaje hasta ese otro universo y hasta
le hago conocer al venerable maestro, Lao Tsé. Pero, poco más. Ahora, tras la experiencia de convivir día a día con
una persona con valores en muchos casos distintos a los míos sé, como dijo el
filósofo, que no sabía nada y que me queda mucho que aprender. No en vano, de
tener antes una conexión con el Lejano Oriente esporádica y distanciada por
razones lógicas, ahora cuento con una fuente directa y de primera mano: las
opiniones, reacciones y sentimientos de una de sus hijas, mi propia mujer. Lo
que quiero decir es que se pueden leer libros como el Tao Te King de Lao Tsé,
admirar las películas de Akira Kurosawa
o quedarse anonadada ante fotografías de los templos de Camboya (e incluso admirarlas en directo yendo a ese
país de vacaciones), pero aún se está muy lejos de comenzar a vislumbrar el
auténtico Oriente. No es que yo haya penetrado todavía en esa esencia, para eso
había tenido que nacer oriental o, por lo menos, haber vivido durante años en
algún país de esa área; pero sí empiezo a comprenderla. En especial, mi mayor
caudal de curiosidad se vuelca ahora hacia Corea, un país con una poderosa
personalidad constreñido (y no sólo por su geografía) entre dos gigantes como
China y Japón que, por esa misma razón permanece eclipsado, casi desconocido en
Occidente, lo que resulta lógico porque las escasas noticias que nos llegan de
él se refieren a las tensiones entre el Norte y el Sur, vergonzosa rémora de la
Guerra Fría. Pero, dejemos Corea, de la que hablaré en otra ocasión, para
centrarnos en el Lejano Oriente en general.
Fiel a mi espíritu crítico, hay cosas
que me agradan y otras no tanto. Para explicar por qué tengo que apelar a la
figura de Confucio el gran filósofo
chino y, por ende, el verdadero constructor de la moral y el entramado social
que sostiene al Lejano Oriente todavía hoy, a 2.500 años de la muerte de su
artífice. Confucio, personaje indudablemente histórico pero que ha quedado
difuminado por la leyenda, fue un funcionario de origen noble, hijo de una
concubina, que nació a mitad del siglo VI antes de nuestra era, una época
turbulenta para China. Tan inestable situación conllevó no sólo guerras,
epidemias, hambre y otros males (su propio padre era un sanguinario guerrero)
sino también lo que a juicio de este filósofo en ciernes era una degradación de
las viejas costumbres. Y también un descrédito hacia la religión, hacia esos
dioses que habían abandonado a su suerte a los hombres en la época en que más
los necesitaban. Esa situación llevó a Confucio al convencimiento de que era
necesaria una regeneración moral y, en consecuencia, política de la sociedad y,
viéndose con fuerzas suficientes, se decidió a emprenderla, apelando
simplemente a la recuperación de valores que antes habían resultado efectivos
(los de los viejos sabios, como Lao Tsé) para convertirlos en la base de la
conducta. Esas reglas se podía resumir, me atrevo a afirmar, en el único
precepto de “Sé el primero en dar ejemplo de buena conducta”, expresada
mediante valores como fidelidad, benevolencia, comprensión hacia las opiniones
ajenas, solidaridad, entrega al trabajo o respeto hacia los antepasados y los
mayores. Pero, y eso es algo muy importante para conocer la moral confuciana,
los primeros en verdad en demostrar esta actitud han de ser los más dotados,
los líderes y dirigentes, pues, según el sabio chino, ellos son los más conscientes
de esa necesidad y han de cultivar como nadie dichas virtudes para sembrar
ejemplo entre quienes ejercen como súbditos suyos. Se trata pues de una
filosofía (o mejor una moral) en absoluta sometida a la religión, cuestión esta
última en la que Confucio apenas entra, no se sabe bien si por descreimiento o
más bien por no complicar sus preceptos.
Este sencillo principio de hacer
siempre el bien respetando los derechos de los demás no carece, precisamente,
de vigencia y sería de agradecer que surgiese con fuerza hoy una voz como la de
Confucio, dada la actual situación de descomposición moral y profundos cambios
que vivimos, de modo que impulsase un nuevo orden más justo y mesurado en su
relación con la Naturaleza que el que hoy nos constriñe con falsas verdades y fomenta,
en el fondo, el espíritu insolidario. Frases atribuibles a él se antojan de
eterna vigencia, caso de ésta: “Resulta
totalmente imposible gobernar un pueblo si éste ha perdido la confianza en sus gobernantes”.
Cabe pensar que ideas así no le
proporcionarían, precisamente, el favor de los jerarcas. Prueba de ello puede
ser que, según los confusos (que no confucios) datos que se tienen de su vida,
apenas pudo ponerlas en práctica, pese a su empeño. Al parecer, fue funcionario
de joven y, luego, ya en plena madurez, pudo ejercer durante algún tiempo,
poco, como funcionario del reino de Lu, su región natal (se dice que llegó a
ser ministro de Justicia), puesto que abandonó el cargo en 496 a. C. echándose,
según la tradición, a los caminos, en parte en busca de un nuevo señor que
estuviese dispuesto a seguir sus principios, en parte ejerciendo de educador,
su otra gran vocación. Hasta su muerte, su labor educadora fue ingente, pero no
así su actividad política, la cual, que se sepa, se eclipsó completamente. Es
de suponer que ninguno de los estadistas a los que visitase en su periplo
quisiesen someter sus gobiernos a tan exigentes premisas morales ni, esto es
sólo una especulación, entregar su confianza a una persona que les urgía a
actuar sin medias tintas con verdadera rectitud.
Murió, pues, el Maestro, no en el
olvido, pero casi; mucho antes, desde luego, de que se expandieran sus
doctrinas. Como consecuencia de ello ni siquiera los textos que de él se
conservan, como sus famosas Analectas, son atribuibles a su
pluma. Sólo son, como los Evangelios, hechos y sobre todo dichos atribuibles al
Maestro Kong (que eso significa Confucio) y recopilados por sus más cercanos
discípulos. Digo esto porque con el paso del tiempo, y como suele ocurrir, a
raíz de interpretaciones y reinterpretaciones sus enseñanzas se han visto muy
tergiversadas. Como suele ocurrir también, Confucio no vivió para ver el éxito
de sus ideas (puede que eso fuese lo mejor, visto como fue la cosa). Fueron
necesarios muchos años, más de 200, para que su doctrina, el confucianismo, se
expandiese, convirtiéndose en doctrina oficial en China hacia el final del
siglo III a. C; bastante más tarde (siglo VI d. C.) llegó a Corea y desde ahí a
Japón, penetrando igualmente en Vietnam, países donde también fue aceptada
oficialmente.
Sin embargo, y ésta, advierto, es mi opinión
personal, el Confucianismo no es tanto fruto de las propias ideas de Confucio
como de una interpretación, no siempre leal a ese espíritu, de sus ideas por
parte de sus seguidores, de modo que al resultado cabría denominarlo
Neoconfucianismo, o doctrina de los seguidores de Confucio, como al
Cristianismo habría que denominarlo Doctrina de los jerarcas cristianos. Esa
interpretación de manga ancha conllevó una degeneración de su verdadera
esencia, como demuestra el hecho de que la corrupción también campe a sus
anchas en los países neoconfucianos. Para entender esto no hay más que ver que
China es hoy uno de los países más corruptos de la Tierra. Tanto que una de las
máximas que siempre suenan en los grandes cónclaves del PCCh es la urgente
necesidad de acabar con esta lacra, si bien sin poner en marcha medidas
verdaderamente correctivas. Hay quien podría pensar que la China de hoy no es
la misma que la del viejo imperio; pues bien, resulta que, por más que eso no
gustase a Mao Tsé Tung, la China comunista actual no ha podido desprenderse de
los principios neoconfucianos, que siguen hoy muy vigentes. Eso se expresa
especialmente, en la veneración por los antepasados y en una estricta jerarquización
social, de acuerdo a las relaciones de dependencia social expresadas por
Confucio: entre gobernador y ministro; entre padre e hijo, entre marido y mujer;
entre hermano mayor y hermano menor y entre amigos. Estas
relaciones exigen del superior la obligación de protección y del inferior,
lealtad y respeto hacia aquél. De esta
manera en Corea, por ejemplo, lo primero que hacen dos personas más o menos de
la misma edad que acaban de conocerse es preguntarse la edad, para establecer
el necesario protocolo, que por cierto es bastante complejo. Eso, que a simple
vista puede parecer inocente y hasta simpático, se me antoja una costumbre
excesivamente rígida. En
principio, no tiene por qué haber problema si ambas partes cumplen su cometido,
pero ¿y si el superior ejerce su posición de privilegio con abusos y hasta con
estulticia? Pues que el inferior lo tiene que soportar con paciencia, mientas
que se considera casi un sacrilegio social que sea el de abajo quien incumpla
las normas, demostrando, por ejemplo, inconformidad con las decisiones del
superior. Así, los gobernantes en esos países abusan tanto como los nuestros de
sus prerrogativas olvidando por completo lo dicho por Confucio en frases como
ésta: “Si los hijos de emperadores o príncipes no tienen calidad, deben ser rebajados al cargo de gente común.
Si los hijos de la gente común tienen calidad deben elevarse al rango de gobernantes”.
Esto último lo decía el Maestro porque él fue hijo de concubina y debió sentirse humillado en más de una ocasión por quien se consideraba superior portando sangre más “noble”.
Pero es que a un nivel más cotidiano se producen situaciones similares. Por ejemplo, en el trabajo. Una de las cosas de que más se quejan los occidentales es de que no pueden cuestionar las órdenes de sus superiores mayores de edad bajo ningún concepto, bajo riesgo de verse sometidos a acoso laboral (moobing lo llaman ahora). Y a los ancianos, mejor ni replicarles, porque puedes verte expuesto al desprecio generalizado, por muy buena intención que lleves. Así, el principal eje de la moral confuciana, esto es, “sé el primero en dar ejemplo”, queda muchas veces en agua de borrajas.
Esto último lo decía el Maestro porque él fue hijo de concubina y debió sentirse humillado en más de una ocasión por quien se consideraba superior portando sangre más “noble”.
Pero es que a un nivel más cotidiano se producen situaciones similares. Por ejemplo, en el trabajo. Una de las cosas de que más se quejan los occidentales es de que no pueden cuestionar las órdenes de sus superiores mayores de edad bajo ningún concepto, bajo riesgo de verse sometidos a acoso laboral (moobing lo llaman ahora). Y a los ancianos, mejor ni replicarles, porque puedes verte expuesto al desprecio generalizado, por muy buena intención que lleves. Así, el principal eje de la moral confuciana, esto es, “sé el primero en dar ejemplo”, queda muchas veces en agua de borrajas.
Lo que quiero decir con todo esto es
que, otra vez como siempre, una cosa son las teorías magníficas, ideadas por
hombres fuera de lo común, y otra cosa es cómo se ponen en práctica. No sé si
de forma inevitable, pero algo que se repite continuamente a lo largo de la
historia es la corrupción de las fuentes primitivas, que pasan de ser principio
claros y sólidos a convertirse en mera propaganda para quienes ostentan el
poder. Y el Confucianismo (o Neoconfucianismo) no es ninguna excepción.
Ahora bien, algo de ese espíritu puro
y bien intencionado queda en los países donde arraigó, como en Corea, país
neocunfuciano por excelencia, como algo queda en muchas personas cristianas de
la verdadera esencia del Cristianismo, esa compasión al prójimo que pedía
Cristo. Por ejemplo, un mayor sentido de las obligaciones y la
corresponsabilidad para con los demás, una mayor disciplina personal para obrar
con respeto a los demás; un sentido de la fidelidad muy acentuado y, creo yo,
una mayor conexión con el orden natural, que se expresa muy bien en su arte y
literatura, quizás una herencia del fervor que Confucio sentía por los viejos
maestros y por una época todavía primitiva en que el hombre era sólo un
elemento más de la Naturaleza y no el rey absoluto, como suele creerse en
Occidente.
Pintura de un artista norcoreano. |
Claro
que, también las sociedades orientales tienen, además de sus contradicciones,
sus contaminaciones. Muy reacias al principio a aceptar valores extranjeros,
cuando éstos logran penetrar lo hacen a conciencia. Pasó con el Cristianismo,
que hoy siguen más del 50 por ciento de los coreanos o japoneses. Está pasando
ya con otras muchas cuestiones provenientes de Occidente, desde la música a la
educación. A propósito de este último tema, volviendo otra vez a Corea (del
Sur), en este país el sistema educativo sigue bastante de cerca, como en tantas
cosas, los parámetros norteamericanos, de tal suerte que se ha establecido una
competitividad brutal; así, la principal obsesión de las familias es colocar a
sus hijos en las mejores universidades (casi siempre privadas) a costa de lo
que sea, de hipotecarse de por vida e incluso de poner en riesgo la salud de sus
vástagos; no sé por qué ocurre esto, si puramente a causa de la imitación y
aceptación del sistema educativo norteamericano (que por cierto nos quieren
imponer ahora a nosotros) o más bien porque de la tranquila sociedad coreana de
hace unas décadas se ha pasado a otra bien distinta, frenéticamente entregada
al capitalismo brutal, de tal modo que se ha producido una sublimación perversa
de algún valor confuciano, tal que el espíritu de superación, que no es malo en
sí, pero que no tiene por qué desembocar en esa competencia feroz. La cuestión
es que siguiendo esta moda de ser los primeros en la escuela, se fuerza a los
chicos a dar todo lo que tienen que, en muchos casos, no es mucho, lo cual
degenera en demasiada frustración y hasta en numerosos suicidios.
Pongo
fin ya a este artículo, algo prolífico, libre y sin compromisos morales con una
última conclusión: se puede aprender de todo pero mucho más de la diferencia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario