
Me
resulta difícil hablar de fútbol y sacar conclusiones claras. Por un lado, bien
pensado, puede parecer un juego tonto; como decía mi abuelo, que era aficionado
a los toros (tema éste que también se las trae), resulta ridículo apasionarse
al ver “a un montón de hombres hechos y derechos en pantalones cortos
persiguiendo un balón”. Para colmo, ni siquiera es el deporte más emocionante.
De eso, emoción, la quintaesencia de todo juego, tiene poco en comparación con
otros deportes; nada que ver con ese clima de incertidumbre con que tan a
menudo llegan al final los partidos de baloncesto o incluso de balonmano. Pero,
por otro lado, no puedo engañarme y me declaro aficionado al fútbol y fiel a un
equipo; de pequeño incluso era un delantero notable; marcaba a menudo varios
goles en aquellos partidos atropellados que jugábamos a veces hasta el
anochecer, aunque era de esos delanteros “chupones” que no la pasan, con la
portería siempre entre ceja y ceja, obsesionado por colársela al portero rival.
Esa afición, que no es desde luego enfermiza, me lleva no obstante a soportar
un partido soporífero delante del televisor, por más que pudiera estar haciendo
cosas más productivas para el cuerpo y el alma. Lo que quiero decir es que para
mí el “deporte rey” es algo contradictorio y, como tal, no ocupa un lugar
destacado en mi vida, ni nunca ha condicionado en modo alguno mi estado de ánimo, pero tampoco dejo de prestarle
atención llegado el caso, durante, por ejemplo, la celebración de algún
campeonato internacional, especialmente si llegan las victorias para nuestra
selección.

Por
eso, aunque comprendo lo que decía mi abuelo, al mismo tiempo me muestro
comprensivo también con este deporte que, en efecto, como dicen algunos puede
ser el verdadero “opio del pueblo”, una droga para las masas mucho más eficaz
que la religión. El uruguayo Eduardo Galeano, eminente intelectual anarquista, a quien en principio muchod
podría creer enemigo del balompié, afirma a este respecto que el fútbol y Dios
se parecen “en la devoción que le
tienen muchos creyentes y en la desconfianza que de él tienen muchos
intelectuales”. Me parece una comparación de lo más acertada. Sin duda, el
fútbol puede ser una religión y, en ese momento, convertirse en algo dañino,
capaz de suplantar los propios razonamientos por férreos y, sin duda, futiles
dogmas. Así, para un integrista del fútbol, su equipo nunca comete falta y si
un árbitro castiga a los suyos en demasía es un hereje y, como tal, debería ser
quemado en la hoguera. Por el contrario, con la victoria, este aficionado ultra
es capaz de alcanzar el éxtasis como por arte de ensalmo, como los místicos
llegaban a sus orgasmos virtuales sólo de pensar en la grandeza de Dios; en
cambio, si deviene la derrota, el miedo y la desazón se apoderan de su alma
atormentada, el mundo se vuelve inseguro y tenebroso, como si el mismísimo
diablo, o un señor de la oscuridad hubiera llegado cubriendo todo de tinieblas.
Y estos excesos, que ocurren muy a menudo con el fútbol espectáculo, el de los
grandes equipos y los fichajes millonarios, pueden suceder también en el fútbol
de aficionados. Todavía recuerdo a un oyente de la radio contando, jocosamente,
como no podía ser menos, la ignominiosa persecución sufrida por un árbitro en
un partido de fútbol con silla de ruedas. No sé por qué exactamente, pero los
discapacitados de ambos bandos se pusieron de acuerdo para perseguir al
colegiado, que las pasó canutas para escapar. Y qué decir de las explosiones de
violencia que enturbian de tanto en tanto las gradas, arrasan las inmediaciones
de los estadios y causan muchos heridos y hasta algún muerto. No cabe duda de
que el fútbol es el deporte que más violencia genera, sea ello porque es el más
extendido y, por tanto, el que tiene más seguidores, sea por algún misterioso
ingrediente de su esencia misma que desconozco.

Sospecho
que, aparte del fanatismo de ciertos hooligans
y la tolerancia que las directivas demuestran hacia la violencia, algo tenga
que ver el tratamiento que le otorgan los grandes medios de comunicación par explicar
esas lamentables explosiones de violencia. Y es que, una cosa está clara: en
los últimos años ha habido un espectacular aumento del espacio que los medios
dedican a los deportes (o sería mejor decir al fútbol casi en exclusiva), sobre
todo los informativos de televisión; eso implica, muchas veces, hinchar las
noticias como sea, con prácticas que incluyen crear falsas polémicas, a veces
simplemente inventadas otras creadas artificialmente alrededor de lo que no son
más pequeñas rencillas de patio de colegio. De este modo, ciertos partidos “en
la cumbre”, ciertos “derbis” entre equipos eternamente rivales, ya propensos a
calentarse de por sí, son hipercaldeados por la prensa y, en algunas ocasiones,
derivan en violentos incidentes. No es por tanto exagerado, atribuir a la
prensa deportiva más amarilla un grado de responsabilidad a la hora de explicar
el fenómeno, nunca resuelto, de la violencia en los estadios, por más que
siempre, tras algún incidente lamentable, todos los comentaristas se rasguen
las vestiduras.
Pero
es que, la relación medios de comunicación/violencia queda expresada de un modo
más sutil en el mismo lenguaje con que aquéllos se expresan a la hora de
describir los partidos; de hecho, casi todos los medios de comunicación en su
libro de estilo recomiendan que sus profesionales renieguen de términos
bélicos, como “batalla campal”, “ofensiva”, “fusilar”, “contragolpe mortal”, “cancerbero”
(comparando a los porteros con nada menos que el perro guardián del Averno), y
así un largo etcétera. Pero, por mucho que se esfuercen, los cronistas acaban
recurriendo a otras palabras que, aunque no lo parezcan, por más usuales, son
tan violentas o castrenses como las anteriores, caso de: “defensa”, “ataque”,
“ofensiva”, disparo”, “tiro”, “bajas”… de tal suerte que resulta casi imposible
redactar una noticia futbolística sin emplear algún término relacionado con la
guerra y la violencia.

Pero es que, en muchos sentidos, un partido
de fútbol es una especie de batalla incruenta, adecuada metáfora (el fútbol es
muy propicio a ellas) para definir a este deporte. ¿No van acaso uniformados, como en la guerra, sus
contendientes para con ello diferenciarse en la refriega de sus rivales?; ¿no
jalean himnos casi patrióticos los aficionados, que serían una suerte de
retaguardia, y no lucen orgullosos tanto jugadores como espectadores las
banderas de sus equipos como si fueran enseñas nacionales o tal vez, en una
relación más ancestral, tótems tribales?; ¿acaso el escenario de la lucha, ese
verde tapiz que es campo de fútbol, no recrea, de algún modo, un campo de
batalla?; ¿no implica la derrota sumisión al vencedor? Aparte de que en el
fútbol, por fortuna, casi nunca brota la sangre (casi, porque hay partidos y partidos) la única diferencia notable es que no se hacen
prisioneros al final del choque ni, cuando termina un campeonato, se piden al
equipo derrotado compensaciones de guerra. Sólo faltaría eso.
Pero,
como decía al principio, también se puede ser condescendiente con el deporte de
la pelotita. No olvidemos que, al menos en España y en otros muchos países, la
mayoría, todo el mundo lo ha practicado y gozado alguna vez, especialmente en
la infancia. Quizás a eso, a la facilidad y flexibilidad con que se puede
practicar, se deba en parte su popularidad. Con un balón se puede jugar desde
solo hasta en equipos de 20 o más jugadores (sobre todo en los patios de
colegio); además no se requiere un físico espectacular, sino algo de habilidad
y la suficiente energía. Puede que no sea el deporte más emocionante pero sí el
más accesible. En ese sentido, la desaforada pasión que despierta el deporte
rey entre los adultos, no deja de ser de común un simple desahogo que, intuyo,
nos retrotrae a la niñez (no hay más que ver la desinhibición, cuasi infantil,
que demuestran los aficionados delante del televisor). Esos gritos, ese
entusiasmo desatado podrían interpretarse como una catarsis que hace aflorar
ese instinto guerrero al que Freud llamó tanático, atavismo heredado de las
generaciones antiguas y que anida, como cualquier otro, en lo más profundo del
hombre, para convertirse en su válvula de escape. En ese sentido, el balompié,
mucho más su práctica que su contemplación, resulta liberador de violencia. Y
hasta genera placer, por mor de la adrenalina expulsada y la subsiguiente
relajación que se obtiene. Eso siempre y cuando no degenere en violencia, cosa
que ocurre cuando deja de considerarse a este deporte como lo que realmente es, un simple juego
hasta cierto punto inocente, para pasar a ser una droga que condiciona nuestros
actos y que, por si esto fuera poco, se convierte no pocas veces en herramienta
de manipulación. Que de eso también tiene un rato.
