domingo, 25 de junio de 2023

Alhambra inadvertida: Ua lá galib ila Allah


La Alhambra está cargada de una simbología clara y contundente, ideada en su momento para justificar el poder que albergó como lugar aúlico. Esos lemas y símbolos fueron, son y serán siempre sus rasgos identitarios; poco importa que su misión, ensalzar la supuesta grandeza de una ya extinta dinastía, carezca de sentido desde hace siglos. Su fuerza expresiva mantiene toda su efectividad, logrando singularizar al Monumento nazarí y hacerlo así reconocible frente a cualquier otro.



Introduzco un tema que da para varias entradas. En esta primera me referiré a la más importante de esas señas de identidad, el archiconocido lema nazarí: Ua la gálib ila Allah (“Y no hay más vencedor que Dios” o bien, según una versión que cobra fuerza entre los especialistas: “Sólo Dios prevalece”). Esta frase es un subterfugio para legitimar a la dinastía nazarí, cuyo poder emanaría de Allah, la única autoridad por encima de la de aquélla. El diseño más conocido de la divisa nazarí está en escritura cursiva nasjí, la más habitual en al Andalus, pero también, aunque apenas se reconozca, en las crípticas grafías cúficas. 


En el recuadro, la versión en letras cúficas, repetida a la derecha,

En otro momento profundizaré en la epigrafía árabe, pues merece capítulo aparte.

Ligado al lema va el icono más característico de la dinastía granadina , su escudo, que contiene una banda en diagonal con aquél inserto. 


Entre los gobernantes musulmanes no era nada habitual recurrir a la heráldica, rasgo decididamente cristiano. Pero al Andalus (una de las raíces de España, no lo olvidemos) era diferente. La cercanía de reinos cristianos no significaba siempre la guerra con ellos sino, más a menudo, una forzosa convivencia, a veces muy fructífera. No me cansaré de recordar que, en conjunto, durante la “reconquista” hubo mucho más tiempo de paz que de enfrentamientos bélicos. A grosso modo, en el sultanato nazarí hay dos años sin conflicto frente a uno de guerra. Gracias a uno de esos periodos de entendimiento, los nazaríes obtendrían su blasón, a imagen y semejanza de otro muy similar, el de la castellana orden de la banda, que el monarca cristiano Pedro I concedió a su amigo y entonces aliado, el rey musulmán Muhammed V. Quedaba de este modo certificada una sólida, aunque atípica amistad entre ambos monarcas, al tiempo que Granada declaraba su vasallaje a Castilla, como tantas veces. 


Orden de la banda de Castilla, con dos dragones, en lugar de grafemas árabes.

Dejemos la Historia, para regresar a las imágenes que se perciben actualmente. Espoleado por mi curiosidad he rastreado las diversas representaciones del lema nazarí por todo el Monumento, hasta el punto de hallar algún ejemplo mixto de escritura en el cuarto Dorado o en la sala de los Reyes, donde, la primera parte (Ua la gálib: “Y no hay más vencedor...”) aparece abajo en letra cúfica, mientras la segunda (Ila Allah: “...que Dios”) es expresada más arriba en cursiva. El porqué de ese orden inverso al habitual (de arriba a abajo) es un misterio a resolver.


Versión mixta, con las dos partes en sendos recuadros.

Queda claro que el lema esta omnipresente en todas las superficies de la Alhambra, desde las paredes recubiertas de yeso, a las alturas de madera; en algún caso también se aprecia en el suelo. Se hace hueco, además, en sus coloridos alicatados y en esos característicos capiteles ortoédricos de mármol, tan de la arquitectura nazarí. 



Lo encontramos representado casi siempre en formato horizontal de derecha a izquierda, repetido como un mantra en molduras que enmarcan arcos o delimitan paneles de yeserías; aislado en una cartela o rodeado por un círculo estrellado y escrito en dos trozos de arriba a abajo, ésta vez sí en el orden canónico. En estos casos suele tener la finalidad de separar partes de poemas o jaculatorias islámicas.



Aunque quedan pocos rastros de ello, en las yeserías el letrero nazarí estaba pintado, casi siempre de rojo almagra, el color de la dinastía, pero también en dorado, y sobre fondo azul ultramar las más de las veces. También lo he visto relleno de verde, azul o negro en alicatados. 




Este lema, llamado gáliba en referencia a gálib (“vencedor”), su palabra más característica, hizo que a los nazaríes se les conociera como dinastía galibiyya, o vencedora, cuando, en realidad eran un poder muy débil. Con apenas alguna victoria pírrica, como la recuperación de Algeciras en 1369, el sultanato nazarí no dejó de cosechar derrotas. En una lenta pero inexorable sangría que duró dos siglos y medio, fue perdiendo terreno hasta desaparecer en 1492. Décadas más tarde, esta contradicción entre la fatal realidad y la ilusa fachada ideológica tras la que se parapetaban los garnatíes, fue ironizada por el morisco Alonso del Castillo, traductor para Felipe II de las inscripciones de la Alhambra. Dijo este fino descendiente de la cultura andalusí que los nazaríes repetían por doquier el lema real, porque creían que de él sacaban de Allah las fuerzas que en realidad tenían los cristianos. (1).



(1) Sus palabras exactas fueron: “Y en todo esculpían y decían: La gálib ily (sic) Allah, que quiere decir, no hay otro vencedor, sino Dios, en reconocimiento deste gran poderío de la cristiandad  e pocas fuerças [de los musulmanes], que ellos tenían entendido cuasi por este blasón e letrero real, que más estaban en estos reinos, Deo permittente, que no por sus fuerças”. Referenciado en la obra de Dario Cabanelas, El morisco granadino Alonso del Castillo, Granada, 1991, p. 81, nota 26.

lunes, 22 de mayo de 2023

Alhambra inadvertida: Curvas y rectas, volúmenes cruzados


De entre lo más epatante del Monumento nazarí está su arquitectura volumétrica. Las curvas de multitud de arcos armonizan a la perfección con las líneas rectas de frisos, paneles y zócalos, derivando en una cascada de perspectivas. Si uno se sitúa en un punto cualquiera para rotar la vista 360 grados captará, como en un caleidoscopio, variados diseños sin moverse del sitio. Tal que así, sucede al pie de una de las columnas de la parte central del Mexuar (lo más nazarí que queda en esa sala). 



Mirando hacia el capitel, desde éste parece desplegarse, como de un cáliz, una corola floral, cuyos sépalos son los elementos circundantes de yeso o madera bellamente labrados. Otro ejemplo de esta magia, generada por superposición de volúmenes, se descubre en la sala de los Reyes del palacio de los Leones. En esa estancia alargada se suceden arcos triangulares de mocárabes, enmarcados por rectángulos, llamados alfices. Si la recorremos perpendicularmente de un extremo a otro, se genera una sensación de envolvimiento que parece conducir a un sueño o al interior de una caverna embrujada.



Una sensación onírica se desprende también del patio de los Arrayanes visto desde el interior de la torre de Embajadores. En primer término, los arcos sucediéndose en cascada pasan de la penumbra a la luminosidad, que se agarra como oro a las puntas de los mocárabes. En el centro de ese marco se entrecruzan armoniosamente las formas rectangulares del patio y el estanque. En el pórtico frontero, las dos arcadas concuerdan perfectamente con la horizontalidad general del conjunto, otorgándole esbeltez. 



Esta volumetría exacta de la Alhambra es también protagonista en su imagen exterior. Si se contempla el monumento desde el Albaicín, torres, murallas y edificios semejan una cabalgata cúbica de formas diversas. Lo que parece en apariencia desorden es en realidad pura cadencia. El blanco palacete del Generalife, con su esbelta torre elevándose sobre todo el conjunto, es un perfecto contrapunto a la ciudadela amurallada, una suerte de felino extendido sobre la colina de la Sabika. Ni sobra ni falta nada para dejar boquiabierto a quien contempla esta estampa por primera vez.



Esta magia constructiva fue posible gracias a las matemáticas, que alcanzaron gran desarrollo en al Andalus. Es de suponer que los reyes nazaríes tenían suficientes conocimientos de esta materia para aplicarla en cada esquina de la Alhambra con demostrada pericia. Y no como yo, a quien resulta un suplicio entender las reglas más básicas de la aritmética y la geometría. Por eso, no añadiré nada más al respecto, de momento. Tal vez más adelante me atreva a intentar hablar de las fórmulas matemáticas que sustentan este escenario de las Mil y Una Maravillas que es la ciudadela roja. 






viernes, 28 de abril de 2023

Alhambra inadvertida: Pareidolia y figuras de luz


Se la conozca en profundidad o sea la primera vez que se visita, la Alhambra es siempre una caja mágica que estimula los sentidos de mil maneras, casi todas insospechadas. Nada más fácil, una vez en su interior, que dejarse arrastrar con placidez por impulsos sensoriales cuasi lisérgicos. Cabalgando sobre las yeserías y alicatados solisombreados de sus palacios saborearemos numerosos estímulos visuales, sonoros y hasta olfativos. Al percibir el rumor del agua oculta de sus jardines o descubrir repentinamente  el Patio de la Acequia nos sentirme os dentro de una vieja leyenda. Incluso en la cúbica sobriedad de la alcazaba, sobre un adarve y de cara al Albaicín, puede uno creer que mira al barrio árabe desde la borda de una gran nave. Las posibilidades son infinitas.



Especialmente fructífero resulta descubrir figuras y rostros casi en cualquier parte, sobre todo si la luz transmuta los espacios. Por ejemplo, puede aparecer (a una determinada hora y muy efímeramente, desde luego) un gato de cabeza pequeña y cuerpo orondo, colgando en las paredes de la sala de Dos Hermanas. Y en el lado opuesto del palacio de los Leones, la sala de Abencerrajes, los ventanales de la cúpula de mozárabes semejan caras barbudas, para mí un consejo de magos alquimistas.



Sin pretenderlo, encontramos rostros y figuras no sólo en un monumento tan estimulante como la Alhambra, sino casi en cualquier parte: en las nubes o en una pared desconchada; en la rugosidad de una corteza de árbol o en la silueta de una montaña, por poner sólo algunos ejemplos. Tal fenómeno tiene un nombre: pareidolia. Este término viene de los vocablos griegos para (semejante a) y eidolon (figura o imagen). Los psicólogos creen que esta capacidad cerebral es  fruto de la evolución, un atavismo que se remonta a los tiempos en que nuestros lejanos ancestros eran todavía presas. Según este razonamiento, la pareidolia apareció para poder distinguir instantáneamente la cara de un depredador en la espesura de la selva y así reaccionar más rápidamente. Sea esto cierto o no, es indudable que todos tenemos la capacidad, no sólo de ver rostros, sino también de atribuirles personalidad o sentimientos. Como acabo de hacer yo con los ventanales de Abencerrajes, que imagino un grupo de sabios en conciliábulo.  




miércoles, 8 de marzo de 2023

Alhambra inadvertida: Claroscuros (I)


Una de las claves para comprender la Alhambra de las Mil y Una Maravillas son sus claroscuros. De continuo, luces y sombras contrastan y al tiempo se alían para crear efectos epatantes. Habría mucho de que hablar al respecto, pero nada más ilustrativo que una de las señas de identidad del Monumento: los mocárabes (muqarna en árabe). Estos prismas cóncavos que revisten techos, pero también cornisas, frisos, zócalos, arcadas o capiteles, se acoplan entre sí delicadamente, en una suerte de sinfonía matérica que juega al escondite con la vista. Y ello no sería posible sin la complicidad de la luz, zafándose y resurgiendo entre estas estalactitas de yeso, casi iguales pero bien distintas. 



Ese efecto sería aún más impresionante en época nazarí, cuando las riadas de mocárabes se apreciaran perfectamente coloridas, con sus añiles inundando los huecos en semipenumbra y los rayos solares restallando en sus bordes dorados. Esto último es todavía perceptible en algunos lugares, como la entrada al salón de Embajadores. Los restos de revestimiento dorado de los arcos de entrada,vistos desde el interior de la torre, aún refulgen bruñidos por el sol.



Sin dejar el palacio de Arrayanes (o Comares), no cabe duda de que los marcados contrastes entre luz y oscuridad remarcan la condición de lugar áulico (o sitio de poder) con que se concibió. Al entrar en él, su fachada, situada en el patio del Cuarto Dorado, no da acceso directo al palacio. Antes debemos atravesar un pasillo poco iluminado y en recodo que atenúa los sentidos. En época andalusí, el objetivo de esta zona de transición era doble. De un lado, reforzaba la seguridad del sultán ante posibles atentados, como testifican los bancos reservados a la guardia. De otro, servía (y sirve aún) para deslumbrar al visitante al irrumpir en el patio, que se veía emboscado por la luz y sus aliados, los suelos de mármol, las paredes blancas y la refracción del agua del estanque, espejo de una arquitectura verdaderamente impresionante. 




Pero esto era sólo el principio del encantamiento, que tenía su culminación en el salón de embajadores. Al penetrar en él, la potente luminiscencia casi se esfumaba, con lo que el visitante quedaba parcialmente cegado. Contemplar al rey, sentado en su trono, debía resultar una visión espectral. La luz que penetraba desde las ventanas tamizada por las celosías, que se dice contenían cristales de colores, envolvía la figura del soberano, que refulgía como un ente evanescente. 



Tal apariencia encajaba bien con la pretensión de todos los reyes de que su poder emana de la Divinidad. En el caso de los emires nazaríes, dicha creencia quedaba justificada por el techo que flota sobre el salón, es decir, en su momento sobre la cabeza del sultán. Esta magnífica obra de arquitectura islámica es una representación de los Siete Cielos Islámicos, que envuelven a Allah, representado en el cenit por un capulín de mocárabes de madera de cedro.



Pero, no nos salgamos mucho de nuestro objetivo: recalcar el papel de los claroscuros como actores fundamentales de la magia de la Alhambra, Todavía sin salir del palacio de Comares, resulta también singular su efecto sobre los alicatados; por ejemplo, en las alcobas situados a los lados del pórtico de acceso al salón de Embajadores. Según Gallego Burín, ese diseño en aspa es una remembranza de los destellos que el sol crea sobre la sábana de agua de la alberca. Ese efecto se potencia cuando las sombras de las columnas y arcadas se proyectan en los azulejos, componiendo una rica paleta de luces, sombras y colores.



Estos y otros trucos sensoriales servían para hacer pasar al, en realidad, débil emirato nazarí y a sus monarcas por toda una potencia, cosa que no eran ni de lejos. En aquellos tiempos, tal estrategia política ayudó mucho a la supervivencia del último reducto de al Andalus; hoy, esa pericia por arrobar a los sentidos seduce igualmente y es uno de los principales ingredientes de la misteriosa alquimia de la Alhambra.




domingo, 22 de enero de 2023

Alhambra inadvertida: distinguidos grafittis

No es tema muy atractivo pero sí resulta interesante y dice mucho del devenir del monumento, sobre todo desde el siglo XIX en adelante. A poco que uno se fije, encuentra grafittis o pintadas (“ralladas” más bien) por doquier, sobre todo en yeserías que quedan al alcance de la mano. Lo mismo en los palacios que en el Generalife hay zonas plagadas de nombres, corazoncitos y fechas, casi siempre de la segunda mitad del siglo XX. A la avalancha de turistas iniciada en los años 60 no acompañó una adecuada protección del Patrimonio, con la consiguiente degradación de esos lugares que, por irreemplazables, deberían ser también vistos por la población como inviolables. Pero, ingenuidades aparte, esta manía de meterle mano a la piel de la Alhambra viene de lejos y ha sido perpetrada en las más vistosas ocasiones por personas de las llamadas respetables y hasta muy notorias. 

En el centro, firma de Alonso Cano, fechada en 1630 y algo.

Por ejemplo, al polifacético artista granadino Alonso Cano (1601-1667) se le ocurrió estampar su firma nada menos que en el Mirador de Lindaraja, la joya de la Alhambra. Demostró con ello muy poco respeto por la obra de arte ajena. Claro que ya se sabe que era un hombre de armas tomar. Tan embebido estaría de sí mismo que no le importó cometer tal tropelía. Otro jactancioso fue, según parece, el inglés Richard Ford (1796-1858), pues manchó con su firma otro lugar icónico del monumento nazarí: la taza de la fuente de los Leones. 

El nombre de Ford y la fecha, 1831, en el borde de la taza de la fuente de los Leones.

En alguna parte he leído que también dejó constancia de su falta de respeto hacia la Alhambra en la torre de Comares y, otra vez, como Alonso Cano, en el Mirador de Lindaraja. Y el, caso es que a Ford, que visitó España entre 1830 y 1833, hay que agradecerle sus esclarecidas palabras sobre la España que conoció. Lo normal en aquel momento era o admirar y hasta glorificar bajo un prisma romántico el ruralismo de un país atrasado pero encantador o, por el contrario, abominar de su atraso y acendrada decadencia en tono melindroso y aires de superioridad. Richard Ford criticó pero con argumentos no sólo los defectos de la España que se hundía cada vez más; también a quienes la convertían en el exotismo ilusorio que no era. Pero, una cosa eran sus intenciones, digamos intelectuales, y otra sus hechos. Sin ir más lejos, aparte de lo dicho, también expolió, muy a la inglesa, al menos un arrocabe del palacio del Partal que, por cierto, su descendiente acaba de devolver casi 200 años después. He hablado de dos personajes ilustres empeñados en dejar constancia de su paso por la Alhambra a golpe de punzón. Pero hubo otros. La misma Fuente de los Leones tiene más cicatrices, además de la de Ford. Como unas siglas que empiezan por L (¿Lord o tal vez Lady algo?), o unas NY, quizás de alguien de Nueva York. 


Neoyorquino era otro muy famoso viajero relacionado con la ciudadela roja, el más célebre, de hecho: Washington Irving (1783-1859). Muy ponderado como difusor universal del monumento nazarí gracias a sus "Cuentos de la Alhambra", también se le considera un firme defensor ante tropelías como las referidas. De hecho, su amigo el Príncipe Dolgorouki, un diplomático ruso, regaló al monumento el primer libro de firmas de la Alhambra. El lujoso volumen, encuadernado en piel, fue inaugurado en mayo de 1829 por Washington Irving y el citado príncipe y duró hasta 1872, tras estampar en él su firma unos 10.000 visitantes.  Se trata, sin duda, de una iniciativa encomiable que, además, ha aportado una invaluable información sobre la historia del monumento en las décadas centrales del siglo XIX. Este dato es suficientemente conocido. Lo que no todo el mundo sabe es que, en 1829, el mismo año en que Irving promovió el libro de firmas para evitar el deterioro del monumento, él mismo cometió ese mismo pecado: firmar en las paredes de la Alhambra. Hay que fijarse bien, pero en la siguiente foto, tomada en el Palacio de los Leones, se pueden apreciar las iniciales "W I" y la fecha "1829":
Éstas y otras marcas decimonónicas, con siglas, años o lugares de procedencia detectables en diversas partes, parecen obra de personas acaudaladas, que podían permitirse sobornar a los vigilantes el tiempo suficiente para perpetrar su capricho. A este respecto, viene al caso una ilustración de otro de esos viajeros, sin duda un perspicaz observador: el ilustrador francés Gustave Doré (1832-1883). En ella se ve a dos personajes de dudosa catadura arrancando alicatados, junto a un vigilante que mira a otra parte. Toda una instantánea de la época.




martes, 29 de noviembre de 2022

ALHAMBRA INADVERTIDA: FAUNA NO TAN SALVAJE



Ya he hablado de los gatos en otra entrada, que no será la última que les dedique. En ésta, me referiré a otras criaturas que, como Pedro por su lujosa casa, pululan, sobre todo, por los jardines. La biodiversidad animal es importante en la Alhambra y constituye el más vivo pero también intermitente de sus atractivos. Digo intermitente, porque a veces uno ha de detenerse a mirar con atención para verlos. Así, en los estanques, puedes observar algunas ranas que disimulan su quietud entre el verdor de los macizos de nenúfares del Partal o sortean a las algas en los canales de los jardines Bajos del Generalife. Algo más arriba, puede salirte al paso algún sapo entre el Paseo de las Adelfas y el tramo superior del de los Cipreses. 


Cuál es el destino de su saltarín recorrido es todo un misterio. También he visto lagartijas, aunque, de momento, no lagartos, que seguramente existen, pero prefieren eludir a la bulliciosa e intrusa, para ellos, marabunta humana. De serpientes, ni rastro. No creo que haya víboras, aunque sí culebras, aún más precavidas, me supongo, que los lagartos. Por supuesto, se ven infinidad de insectos, entre libélulas, mariposas, abejas y abejorros, escarabajos, mantis, arañas prendidas de un matorral, filas de hormigas soldadas… todos ellos medrando en la inmensidad vegetal que envuelve a la ciudadela. 



Las avispas, inoportunas como siempre, molestan a los turistas cerca de las murallas de la Alcazaba. En sus paños, a veces, se ven prendidas sus pequeñas casas, colmenas en forma de bola con panales para sus larvas.



Sin dejar la Alcazaba, palomas torcaces y tórtolas la sobrevuelan en toda época, además de los omnipresentes gorriones que, con sus humildes cantos, alegran el recorrido por doquier. También lo hacen, pero en la espesura, mirlos y ruiseñores. Entre primavera y finales de otoño, golondrinas y vencejos zigzaguean enloquecidos sobre el Monumento. 




Equilibristas ocasionales, atraviesan las arcadas de los pórticos palaciegos, en un espectáculo inolvidable si se tiene la suerte de asistir a él. Habitual es ver por su descaro a urracas y cuervos, más algún petirrojo que aparece, según tengo experimentado, en el bosquecillo de arrayanes salvajes de por encima de la entrada al Generalife. Más tímidas son las rapaces, sobre todo las nocturnas, como el búho real o el autillo, o alguna diurna, como el cernícalo, pero alguna aparece surcando elegante el gran azul o deja oír su buuu espeso entre la fronda. En cuanto a peces, los únicos que existen, según parece, son las carpas rojas que nadan en los grandes estanques del Partal y Comares, jugándose la vida cuando al borde aparece algún gato. 



Aunque no visible, también hay ganado: ovejas, cabras y vacas, que pastan en la cercana Dehesa del Generalife. Este territorio, periferia del Monumento, es terreno propicio para la jineta, la garduña, el jabalí y el zorro. Algún ejemplar de éste último hemos llegado a ver. Y ay del gato que se cruce en su camino, como me comentó un encargado de Bosques del Patronato. Igualmente las ardillas, abundantes en los bosques de la Alhambra, pueden ser víctimas de las raposas. O de los gatos, que las persiguen cuando abandonan la seguridad de las ramas más altas. Esto ocurre con frecuencia para deleite de los visitantes. 



Y es que, a más de una ardilla le gusta exhibirse, en ocasiones con coquetería, como sabiendo perfectamente que está posando para quien, enfervorecido, las ve como otro exotismo, uno más de ese territorio de las Mil y Una Maravillas que es la Alhambra. 




miércoles, 12 de octubre de 2022

ALHAMBRA INADVERTIDA: PATIO DE LINDARAJA


Aunque hasta hace relativamente poco su encanto me pasaba inadvertido, uno de los espacios de la Alhambra que más me seducen es este patio. La razón es doble. De un lado, en mis reiteradas visitas como guía, a casi cualquier hora y con casi cualquier circunstancia atmosférica, se me aparece como un escenario cambiante pero siempre perfecto. Esa variabilidad se da en otros lugares del Monumento, pero no tan nítidamente como en éste, de modo que se ve distinto cada vez, aunque siempre con tonos verdosos y asalmonados, los que les otorga la vegetación y las paredes de barro que lo envuelven.


La razón última de esta fascinante atmósfera, creo yo, es su propio diseño, surgido tras sucesivas reformas de modo inconsciente. Al claustro con cipreses de 20 metros se suma la guinda de su fuente en el centro. La horizontalidad arbórea acuna y tamiza la luz de mil maneras, logrando que el agua que chorrea de la taza se convierta en lluvia espectral. Y si, como es relativamente común, unas palomas se posan en sus bordes para acicalarse, el efecto es en extremo romántico. 



Su taza, una copia de la original nazarí (conservada ésta en el Museo de la Alhambra) pasa a ser foco de atención porque hipnotiza la mirada sin remedio. 



Pero hablaba de dos razones para justificar porque me fascina este espacio. La segunda no tiene que ver directamente con el patio en sí, sino con el Mirador de Lindaraja que le da nombre y que, como se sabe, cabecea sobre él. Este lugar, tan especial dentro de la Alhambra, le debe al menos la mitad de su encanto a la particular luz que absorbe desde abajo. 


Mirador de Lindaraja desde el patio.

Sin ella el techo de cristal de colores (el único conservado), sus espectaculares yeserías y los finísimos alicatados en letra cursiva nasjí (ya hablaré de eso en otro momento) no impresionarían de la manera en que lo hacen. Y resulta curioso que sea así. En época nazarí el actual patio no era sino un jardín abierto con una torre hoy desaparecida, sin duda un entorno muy bello a imaginar. Pero fueron las crujías de las habitaciones de Carlos V y las posteriores remodelaciones cristianas, sobre todo la feliz idea de plantar cipreses, las que le otorgaron su singularidad, esa intimidad que invita a descansar tras el trasiego que se vive en los palacios.




Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...