Dejamos atrás Catalgirone en domingo. Las carreteras
estaban empapadas pero tranquilas y nuestro siguiente objetivo, Siracusa,
quedaba cerca, esperándonos en la costa oriental de Sicilia.
Siracusa tiene una perla, Ortigia, la isla pegada a
ella, cuya belleza es tal que, desde dioses griegos a reyes sículos o
gobernantes árabes, todos prefirieron morir antes que rendirla.
Absolutamente recomendable es callejear por este
barrio en pos de solemnes plazas pero también de rincones desvencijados, con
edificios donde las leyendas y los estilos se superponen. Un ejemplo de ello es
el Duomo, catedral normanda asentada sobre un templo griego, con un interior
netamente barroco. Una iglesia de la misma plaza alberga a un Caravaggio. El
pintor, de notorio mal carácter, se refugió en Siracusa, huyendo de sus
pendencias en Nápoles.
Pila bautismal en el Duomo de Siracusa. |
Ya en las afueras, un emplazamiento de fábula
envuelve al teatro griego, donde pudo sentarse Arquímedes sin dejar de pensar
en sus números, mientras se representaba Las Troyanas de Eurípides.
Muy cerca de Siracusa queda Catania, capital
económica de Sicilia, desde cuya calle central se divisa el Etna. El gran
volcán lo es todo para esta provincia: prodiga madre que fertiliza sus campos y
padre apocalíptico de tanto en tanto. Como la destrucción forma parte de su
pedigrí, Catania no alcanza la monumentalidad de Palermo, ni conserva demasiados
vestigios de la era sícula o normanda. Pero tiene quizás el mejor mercado de la
isla, el del Pescado. En sus puestos las almejas vivas (vongole veraci) entonan
su último silbido antes de acabar en un plato de pasta.
Mal que le pese a Palermo, Catania es la más
cosmopolita de las ciudades sicilianas. En la plaza del Duomo, grupos de
inmigrantes toman el sol codo con codo con los mirones de siempre, los
jubilados catanenses.
Muy cerca de allí, en la iglesia de santa Ágata, un san
Judas Tadeo sigue escuchando los deseos imposibles de sus fieles. La sencilla
talla, casi pueblerina, contrasta con la fastuosidad del templo, el segundo en
importancia de la ciudad.
Aún nos quedaban dos días para terminar el giro a
Sicilia y pensamos hacer noche en Cefalú, ya bastante cerca de Palermo. Para
llegar allí, volvimos a adentrarnos en la isla, rodeando el Etna. El paisaje
recordaba a Extremadura o el Alentejo portugués, con batolitos volcánicos emergiendo
de la campiña.
El volcán Etna. |
Sobre uno de estas mesas pétreas se asienta firme Calascibetta, uno
de esos genuinos pueblos de piedra sicilianos que nos habíamos prometido
encontrar.
Al contrario que Erice, cumplió de sobra nuestras expectativas
quizás porque aún se conserva virgen.
Vista parcial de Calascibetta y su entorno. |
Nada que ver con nuestro siguiente parada,
Cefalú, el ombligo turístico de la
Isla y lugar de descanso ya para los reyes normandos. Su catedral es Patrimonio
Universal de la Unesco, junto a la
de Monreale y los numerosos monumentos árabe normandos de Palermo. Lástima que
unas obras no permitiesen apenas ver el Duomo e impidiesen disfrutar de su claustro. Afortunadamente, Cefalú
ofrece mucho más. Por ejemplo su misma estampa de ciudad vieja tendida sobre un
espolón azotado por el oleaje; o un museo con dos obras de Antonello de Messina
(una de ellas prestada temporalmente) y una interesante colección arqueológica
y de artes decorativas. Y está también la vivacidad de sus calles, donde un
repartidor de verduras adornaba su motocarro con una ristra de ajos, quizás
para protegerse de los vampiros o puede que de la mafia.
Antes de llegar a Palermo, una última parada en
Bagheria, en busca de Villa Palagonia, erigida a mitad del XVIII por un
príncipe gattopardo. La encontramos cerrada, pero las grotescas estatuas de sus
muros eran suficientemente elocuentes para imaginar la depravada atmósfera que reinaría en sus buenos tiempos.
Entrada a Villa Palagonia. |
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