Todavía le veo frente a un rugoso pergamino
y con una pluma de caña pergeñando el diseño floral que adornará las baldosas.
Pero es incapaz de encontrar la concentración que necesita. Antes piensa en su
vida, que ha llegado a los 50, y ha sido tan turbulenta que ya se siente un
anciano. Es abuelo y ha reinado dos veces. Recuperar el trono a sangre y fuego,
primero, y mantenerlo después no ha resultado tarea sencilla ni agradable. Está
harto de intrigas, insidias y desavenencias cortesanas, de maledicencias de
unos contra otros, de ver cada día tantas miserias y mezquindades a su
alrededor. Hasta el punto de que ha llegado a odiar la corte, con todos sus
lujos, a considerar más de una vez y siempre para sí mismo abandonar el poder,
dejarlo todo en manos de su hijo, al que ha educado bien y al que considera su
digno sucesor. Pero, ¿cómo hacerlo sin provocar revueltas, sin poner a sus
propios herederos y a él mismo en riesgo de morir asesinados por alguna nueva
conjura?
Para olvidarse de su infelicidad suele
escaparse siempre que puede a los Alijares. Le basta recorrer, entre senderos
flanqueados por arrayán, los mil pasos que separan este palacio de la ciudadela
roja para imaginar que es otro, un trasunto de sí mismo, alguien mucho más
noble. Aquí, donde nada escapa a su minuciosa supervisión, da rienda suelta a
su verdadera vocación de rey constructor. Aún así, aislado del mundo, no puede
sustraerse de sus fantasmas, que son numerosos, ni dejar en la puerta de este
palacio sus suspicacias, las sospechas que, por miedo a ser eliminado, le acompañan
desde que fuera destronado cuando todavía era un adolescente. Desde entonces,
su espada siempre duerme junto a él. No hay nadie en toda Granada más
desconfiado porque tampoco nadie puede temer más las asechanzas.
Incapaz de sustraerse a sus pensamientos,
vuelve a enfrentarse con la hoja en blanco, intentando plasmar la composición
floral que tan nítidamente tiene en su cabeza pero que es incapaz de trasladar
al pergamino. Ha de apresurarse, el palacio está casi concluido y sólo resta
definir el pavimento. Indeciso, da una pincelada intentando perfilar una flor,
pero el resultado le parece desastroso y, desesperado, rompe el boceto,
arrojándolo con desdén hacia atrás, junto a otros muchos desechados.
Dibujo del Patronato de la Alhambra. |
Huyendo de su impotencia, fija de nuevo su
mirada en el paisaje un instante y luego cierra los párpados; imagina sin
esfuerzo que está al borde del río, que aquella tarde de primavera palpita
bullicioso a sus pies, crecido por las aguas de deshielo. Puede notar sin
esfuerzo su frescura, escuchar su rumor embravecido y respirar el aliento de
montaña que arrastra. Entonces, algo lo saca de su trance: un gran estruendo.
Una de las estanterías de su estudio acaba de derrumbarse y las piezas que
albergaba están desparramadas por el suelo, incluida una maqueta del palacio
con sus cuatro torres cupuladas. Su pabellón central ha salido despedido y aún
rueda por la estancia como una peonza con un runrún que rompe el silencio de
forma inquietante. Un escalofrío recorre la piel del rey, como si una sombra
invisible y helada lo hubiese rozado. No es la primera vez que sufre pequeños
accidentes sin aparente explicación que vienen a sobresaltarlo en los escasos
momentos de verdadero gozo que puede permitirse, algo que él atribuye a la mano
de un fantasma de alguien que conoció. Y en eso no anda equivocado.
Intentando descubrirme, explora cada rincón
de la estancia, incluso me invoca temerario, pero no le servirá de nada; sólo
logrará llamar la atención de su chambelán, que acude para hallarlo, como otras
veces, anegado en sudor y con los ojos desorbitados, farfullando todavía
maldiciones contra quien le atormenta. El criado se acerca a él intentando
ayudar pero la mirada del rey le hace retroceder; piensa en llamar al médico
pero sabe que es inútil: no hay medicina contra la locura y, además, sabe por
experiencia que la presencia del galeno no hará sino enervar aún más a su
señor. De este modo, tras poner un poco de orden en la estancia, decide dejarlo
solo mientras implora al cielo para que interceda por su soberano y proteja al
reino que gobierna.
Yo, por mi parte, me regocijo con su
confusión, un castigo insignificante comparado con el mal que él me hizo,
desposeyéndome con inquina de mi honor y arrebatándome mis bienes, castigando a
mi descendencia a la vergüenza pública y la pobreza. No habrá paz para él
mientras yo pueda impedirlo.
Pero este castigo ha de administrarse en
pequeñas dosis, como la ponzoña que envenena lentamente sin que la víctima lo
advierta. Así que, para seguir jugando con él más tarde, he de darle un
respiro. Tengo todo el tiempo del mundo, la eternidad entera. Pasan horas antes
de que acierte a salir del rincón en el que se ha refugiado. En ese tiempo, un
alarife se ha atrevido, imprudente, a llamar a la puerta para preguntarle si
quiere inspeccionar las estancias reservadas a los invitados, que irán en la
torre este. La única respuesta que obtiene es un feroz alarido que resuena en
todo el palacio. Un soldado se acerca al alarife para alejarlo de la puerta a
empellones.
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El sol está ya muy bajo cuando por fin el
terror que le ronda se disipa en su mente; se levanta con no poco esfuerzo para
retomar el pincel de caña. Mira de nuevo al río a su entrada en la vega. Su
espalda plateada parece desembocar en el disco solar, como si fuera a
evaporarse, como si estuviera destinado a no llegar al mar. Existe tanto
paralelismo entre esa imagen y su vida, corta pero intensa, que cree asistir a
una reminiscencia de su propia muerte, que adivina cercana. Una profunda
melancolía le invade pero ya no siente pavor alguno, solamente un gran alivio
ante la certeza de que pronto su suplicio habrá acabado. Invaden la estancia
tonalidades naranjas y malvas, reflejo del sol en agonía sobre la cúpula
acristalada de la torre.
En un arrebato de inspiración, da una
certera pincelada para trazar una flor de cinco pétalos rodeada por su propio
tallo. Es irregular pero delicada, con un aspecto inédito en la Alhambra, justo
lo que andaba buscando. Eso lo anima a continuar febrilmente la senda que le
marca la inspiración dibujando otras flores de similar aspecto pero al tiempo
todas distintas. Incluso imagina los colores de la composición: sobre un fondo
blanco, algunas flores irán de morado casi negro, otras de color terroso,
varias de azul acuoso y otras sin relleno alguno. Para completar el conjunto,
lágrimas color oro fluyen entre los tallos y desembocan en los bordes.
Podría rozar su pluma ahora, cuando da los
últimos retoques, pero me lo impide la compasión. No hacia él sino hacia su
bella obra, más de un artista que quiera significarse que de un artesano que
repite modelos heredados.
Lo dejaré tranquilo por hoy. Se lo merece.
Sí, acaba de concluir su dolorosa tarea y el ocaso lo anega todo, también
inunda su ser exultante. Gotas de sudor se mezclan con lágrimas en la penumbra
en un último destello del día. Justo en ese momento alguien osa abrir la puerta
sin avisar. Es su nieto Yúsuf, de catorce años, y llega acompañado del poeta
real y visir Ibn Zamrak, víbora entre las víboras y cómplice de mi desgracia.
Sin duda han acudido alertados por el chambelán real, que permanece en la
puerta expectante. Al encontrar al soberano más tranquilo de lo que pensaban,
mirando el paisaje, piensan que todo ha sido una falsa alarma e intentan
retroceder, pero Muhammad se lo impide levantando la mano.
- Llegáis
justo a tiempo para que os muestre algo –dice señalando el dibujo.
Apenas se ve nada en medio de la creciente
oscuridad e Ibn Zamrak ordena con displicencia al chambelán que encienda las
linternas. Ya con luz, observan durante un largo instante el diseño, se miran y
siguen sin saber qué decir. Está claro que no valoran mucho las novedades. Para
conjurar tan incómodo silencio, Ibn Zamrak echa mano a una de sus lisonjas:
- Sin
duda, mi señor, una gran obra, propia de vos, como todo en este palacio maravilloso
que los siglos recordarán.
- Para
decir eso, hubiera sido mejor callar, como mi nieto. Él ha demostrado más
aplomo.
El rey ha contestado sin dignarse a mirar al
poeta. No quiere enturbiar su mirada, que prefiere reservar cálida para su
nieto. Se siente animado como para preguntar al príncipe sobre sus progresos en
el arte de la poesía, que éste cultiva con gran dedicación.
- Vamos,
alteza, mostradle a nuestro señor vuestros últimos versos –interviene Ibn
Zamrak.
- ¿Los
últimos? Pues bien éstos son los últimos.
El
río es principio y fin de todo, guía lo mismo a santos que a soldados,
Semeja
un alfanje: fino y romo al principio, ancho y mortal al final.
- Teníamos
previsto que recitaseis otros versos mucho más galantes. ¿De dónde habéis
sacado esos otros tan tristes? Además, qué clase de rima es ésa –reprende
sorprendido su preceptor al príncipe.
- Los
acabo de componer; al ver a mi abuelo mirar al río me han venido a la mente.
Disculpad maestro, no lo he podido evitar.
- Está
bien, pero la indisciplina no casa bien con vuestra condición…
Pero Ibn Zamrak no puede continuar, el rey
le ordena callar con una severa mirada.
- ¿Cómo
tú, poeta, osas reprender a mi nieto al dejarse llevar por el corazón? Ni toda
la poesía del mundo valdría para mí tanto como estos versos. Pero tú eso no lo
puedes comprender, nunca fuiste como aquél al que perseguiste sin piedad pese a
ser tu maestro, nunca estuviste a su altura.
Ibn Zamrak nada replica, no es la primera
vez que recibe reproches del monarca de forma tempestuosa y ha de resignarse.
Tampoco su nieto dice nada, incómodo por el cambio de humor del rey. Tiene bien
sabido que en la corte granadina se camina siempre sobre el filo de una espada
y ninguna cabeza, ni siquiera la de los herederos, está totalmente segura.
- Y
ahora, marchaos, tengo mucho en qué pensar. Además, me noto muy cansado. Creo
que estoy más cansado que nunca. Tened la amabilidad de anunciar que dormiré
aquí esta noche.
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Al quedar solo, el recuerdo de su amigo Ibn
al Jatíb termina por adueñarse de la mente de Abú Abdalá Muhammad. Intenta
echar a un lado el peso de la injusticia que cometió con él, para que afloren
los buenos momentos vividos juntos. Qué no hubiera dado por presentarle
orgulloso a su nieto poeta, por intercambiar de nuevo confidencias y pedirle consejos,
cuánto no daría por tenerlo ahora a su lado y así amarlo profundamente como
antaño, porque fuera huésped eterno de aquel palacio colgante dedicado a él.
Lo que no sabe, o tal vez no quiera saber,
es que el espíritu atormentado de Ibn al Jatíb mora desde hace tiempo en ese
palacio y se complace en arrastrarlo poco a poco hacia una muerte lenta y
tortuosa sin descubrirse. Sólo al final, cuando la muerte del rey esté próximo,
levantaré el velo para que pueda contemplar mi espantoso rostro desfigurado por
la vigilia de la muerte y la venganza.
1 comentario:
Muy bueno ...
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