Como sombra invisible recorro este laberinto de
tumbas, nichos y panteones, donde vivo desde que lo perdí todo excepto mi
conciencia. La lluvia no puede empapar mi ser intangible pero sí me arrastra el
viento que caracolea entre los cipreses y arranca a las flores su aroma teñido
de muerte. Soy el difunto más antiguo de este cementerio de san José de
Granada, soy más viejo, mucho más, que el propio camposanto. Mi tumba ni siquiera
está aquí, pues fui a morir bien lejos pero, de algún modo, mi espíritu errante
llegó a este lugar, al rincón más triste de la colina de la Alhambra, cerca de
donde viví mis mejores días. Así, vago por este fértil campo desde hace más de
seis largos siglos. ¿Qué quién soy? Eso poco importa ahora. Si me presento no
es para contar mi vida sino la historia del rey que construyó aquí un palacio,
llamado de los Alijares. De ese lugar apenas queda hoy una quijada, ni siquiera
un reflejo de su antiguo esplendor de mármol, cristal y destellos dorados. Sin
embargo, sí restan muchos recuerdos que evocan los tormentos y gozos que en él
vivió aquel rey, conocido por todos como Muhammad V. En su construcción puso
más empeño y pasó más fatigas que en el famoso Jardín de la Felicidad, el de
los doce leones.
Cuando comenzó a erigir este palacio, el
reino acababa de salir de un duro trance, una de esas luchas internas que, como
paludismo, se reproducían de tanto en tanto en su seno. Para conservar su
poder, el monarca se cebó en alguien a quien había profesado un enorme afecto:
el polígrafo Lisan al-Din ibn al Jatíb, al que los tiempos recordarán como
destacado poeta y perspicaz historiador, pero también por su ignominiosa muerte
en el exilio. Sucedió que, caído en desgracia, más por imprudencia que por
conducta impía, como proclamaban sus detractores, dejóse arrastrar por el
pánico y huyó de al Andalus hacia el Magreb. Pero el rey granadino, cegado por
el dolor del abandono, lo acusó de traición y decidió perseguirlo para darle
muerte. Encomendó tal empresa al sibilino Ibn al Zamrak, en otro tiempo
discípulo del perseguido y que no había tardado en ocupar su puesto. Acompañado
de los peores asesinos de Granada, reino donde abundaban los criminales
refinados, Ibn Zamrak inició una caza implacable de su antiguo maestro,
acosándolo como una bestia allá donde lograba refugiarse. Finalmente, consiguió
que se le juzgase con deshonor en Fez e hizo que fuese asesinado
clandestinamente en su celda antes de que se cumpliera la sentencia oficial.
Incluso, una vez enterrado, el cadáver de Ibn al Jatíb fue profanado y apareció
quemado junto a su tumba.
Dicen, aunque no está escrito, que el rey,
quien no paró en mientes hasta completar su venganza, no pudo evitar caer en
una profunda depresión tras conocer la noticia, una suerte de enfermedad
melancólica de la que nunca llegó a recuperarse. Y que, para escapar de su
propio infierno, decidió construir este palacio, desde el que se ha dicho que
se puede tocar el cielo. Otra versión, recogida en una crónica antigua hoy
desaparecida, aseguraba que el rey eligió este emplazamiento porque daba la
espalda a Granada y todos sus problemas, a la rigidez de la corte y al bullicio
de la ciudadela, porque aquí el mundo y todas sus pasiones parecen muy lejanos.
Algo así sucede con las montañas de Sulayr[1], cuya mole,
nítida desde la Vega, diríase inalcanzable desde esta posición. Aquí, las
cordadas del piedemonte se pliegan unas sobre otras sin dejar apenas ver las
cumbres y es como si se atisbara desde abajo a un gigante que viste pesada
túnica y luce cabellera cana. Y el río, todavía niño, es apenas un destello que
parpadea en la hondonada poco antes de entrar en la llanura para fertilizarla.
En su día el rey se complacía con este mismo
lienzo natural desde su atalaya privada en la torre sur de este palacio, donde
concibió cada plano, cada detalle decorativo, cada columna y cada panel de yeso
afiligranado. Para acarrear agua hasta esta, por entonces, área yerma por
demasiado elevada, se ayudó de un viejo documento de la época de su padre, el
gran Yúsuf I. A partir de las ideas de éste logró completar el sistema de
irrigación más complejo construido jamás en al Andalus, superior en ingenio al
de la Acequia Real. Así, tan alambicada distracción le servía para hallar
alivio contra el hastío de vivir, que por momentos se tornaba en dolor,
sentimientos que ya corroían su alma cuando todavía no había cumplido cuarenta
años, poco después de mandar asesinar a Ibn al Jatíb.
1 comentario:
Ciertamente genial ...
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