La calle está atestada de
vecinos, pese a que hace rato que dieron las tres de la madrugada. El
vecindario en pleno espera, con una mezcla de horror y curiosidad, a que saquen
el cadáver. Entre ellos está, la señora Angustias, que vive junto a la vivienda
donde se ha producido el crimen, y su comadre doña Loreto. Ambas conversan
entre susurros del suceso.
- Desde
luego, se veía venir, me parece a mí. No sé qué opinas tú, que vives al lado…
-
Bueno, se escuchaban las voces, los gritos, se
tiraban trastos a la cabeza y siempre, al final, todo terminaba en llanto;
lágrimas de ella, claro… Pero, ¿quién se iba a esperar esto?
- Pues era
para esperárselo… Pero, mira, ya sacan el cuerpo.
En efecto, dos camilleros
acaban de cruzar el umbral del edificio transportando un cuerpo sin vida que, a
juzgar por las manchas de sangre que empapan la sábana, ha debido ser
acuchillado con saña, con la saña de un loco asesino. Las dos mujeres se llevan
las manos a la cara, horrorizadas, y luego se persignan mientras mascullan una
jaculatoria.
-
De todas formas, todo el barrio
sabía lo que pasaba.
-
Claro que lo sabíamos, lo sabía
yo, lo sabías tú y lo sabían todos, hasta los padres lo sabían, pero nadie
decía nada, porque en asuntos de puertas adentro no hay que meterse.
-
Pues a mí me parece que teníamos
que haber hecho algo, no sé, llamar al teléfono ése de la violencia doméstica o
como se llame…
-
Tú siempre, llevando la contraria
a todo el mundo.
En éstas están cuando
aparece un periodista, acompañado de un fotógrafo, ambos medio dormidos. El
redactor jefe les ha sacado de la cama y han tenido que venir a toda prisa y de
mala gana. Para ellos, especialistas en sucesos, el horror es algo cotidiano y
no están impresionados. Sólo malhumorados y desganados. Con ese aire imperioso
que suelen utilizar los periodistas, el redactor se dirige a la señora
Angustias:
-
Perdone, señora, me han dicho por
allí que usted era vecina de la finada.
A la señora Angustias no
le hace gracia que la entrevisten y, en principio, se hace la sueca; y la
señora Loreto, viendo que la cosa no va con ella, no tarda en desaparecer con
todo el sigilo que le es posible.
-
Oiga, señora, ¿quiere que le
repita la pregunta?
-
Perdone, joven, es que de este
oído anda un poco sorda. Me decía que si yo soy vecina de la pobre Amparo, que
Dios la tenga en su gloria, pobrecita mía. Pues sí, éramos vecinas. Siempre nos
hemos tenido aprecio y yo la veía como a una hija.
-
Dígame, ¿alguna vez oyó usted
algo que le hiciera sospechar que podría producirse este crimen?
La señora Angustias se lo
piensa antes de contestar. Se echa mano a la comisura de los labios, mira hacia
ninguna parte, haciendo como que busca entre sus recuerdos, y finalmente
contesta:
-
Pues, hombre, sus disputas
tenían, como todo el mundo. Alguna vez se oían gritos, pero ella nunca nos dijo
nada, nunca se quejó. Aparte de eso, yo no he visto nada. Este barrio es muy
tranquilo, aquí todos nos llevamos bien y nadie puede creerlo.
El periodista, azuzado por
el sueño y el frío, no tarda en evaporarse, una vez su compañero ha tomado las
fotos que necesita. La señora Angustias también se retira, pensando para sí que
ha hecho lo correcto. Cuando las cosas no tienen remedio, ¿a qué removerlas? En
la calle queda ya sólo la portera del edificio, que se afana en limpiar el
rastro de sangre que ha dejado la camilla en el pavimento y en la escalera,
como si con ello quisiera hacer borrón y cuenta nueva.
2 comentarios:
Excelente artículo....
Como siempre, gracias, Mark. Feliz otoño.
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