miércoles, 25 de noviembre de 2015

Yo no he visto nada




Hoy, 25 de noviembre, día Internacional por la eliminación de la violencia contra las mujeres, recupero este relato que un día escribí para denunciar que cada año varias decenas de mujeres en nuestro país mueren a manos de hombres, generalmente hombres a los que aman demasiado. Y no son sólo las muertes, también cuenta el sufrimiento de muchas personas (mujeres y niños, ancianos incluso) que mueren en vida poco a poco por haber tenido la desgracia de topar con un monstruo y no encontrar la forma de hacerlo desaparecer de sus vidas. Prejuicios familiares, indiferencia social, escasa ayuda de las administraciones, incomprensión y hasta burlas de quienes creen que la mayoría de denuncias por malos tratos son falsos (una falsedad, valga la redundancia, que sólo los necios podrían creer). No me vale el argumento de que también algunos hombres mueran a manos de mujeres; por desgracia, entre el género femenino también hay maltratadoras. Pero quién podría dudar de que se trata de sucesos aislados, casi anecdóticos, que desde luego también hay que repudiar. Pero, poner delante este hecho para desacreditar esta conmemoración no es sino buscar una excusa para desentenderse del problema y tratar con desdén a quienes, de cualquier forma, intentamos denunciarlo y combatirlo. Vaya por delante también mi repulsa para quienes, de un modo u otro, hacen campaña política con este horror cotidiano, usándolo como herramienta para rebañar votos o ganar la credibilidad que les falta por sus acciones partidistas. 
Para ahuyentar la impotencia que podemos sentir, animo a otros escritores que piensen en términos parecidos a que escriban algo. ¿Para qué? Para demostrar que escribir puede, en ocasiones, servir a causas ineludibles como ésta. Este es el relato:

La calle está atestada de vecinos, pese a que hace rato que dieron las tres de la madrugada. El vecindario en pleno espera, con una mezcla de horror y curiosidad, a que saquen el cadáver. Entre ellos está, la señora Angustias, que vive junto a la vivienda donde se ha producido el crimen, y su comadre doña Loreto. Ambas conversan entre susurros del suceso.
-       Desde luego, se veía venir, me parece a mí. No sé qué opinas tú, que vives al lado…
-       Bueno, se escuchaban las voces, los gritos, se tiraban trastos a la cabeza y siempre, al final, todo terminaba en llanto; lágrimas de ella, claro… Pero, ¿quién se iba a esperar esto?
-       Pues era para esperárselo… Pero, mira, ya sacan el cuerpo.


En efecto, dos camilleros acaban de cruzar el umbral del edificio transportando un cuerpo sin vida que, a juzgar por las manchas de sangre que empapan la sábana, ha debido ser acuchillado con saña, con la saña de un loco asesino. Las dos mujeres se llevan las manos a la cara, horrorizadas, y luego se persignan mientras mascullan una jaculatoria.
-       De todas formas, todo el barrio sabía lo que pasaba.
-       Claro que lo sabíamos, lo sabía yo, lo sabías tú y lo sabían todos, hasta los padres lo sabían, pero nadie decía nada, porque en asuntos de puertas adentro no hay que meterse.
-       Pues a mí me parece que teníamos que haber hecho algo, no sé, llamar al teléfono ése de la violencia doméstica o como se llame…
-       Tú siempre, llevando la contraria a todo el mundo.
En éstas están cuando aparece un periodista, acompañado de un fotógrafo, ambos medio dormidos. El redactor jefe les ha sacado de la cama y han tenido que venir a toda prisa y de mala gana. Para ellos, especialistas en sucesos, el horror es algo cotidiano y no están impresionados. Sólo malhumorados y desganados. Con ese aire imperioso que suelen utilizar los periodistas, el redactor se dirige a la señora Angustias:
-       Perdone, señora, me han dicho por allí que usted era vecina de la finada.
A la señora Angustias no le hace gracia que la entrevisten y, en principio, se hace la sueca; y la señora Loreto, viendo que la cosa no va con ella, no tarda en desaparecer con todo el sigilo que le es posible.


-       Oiga, señora, ¿quiere que le repita la pregunta?
-       Perdone, joven, es que de este oído anda un poco sorda. Me decía que si yo soy vecina de la pobre Amparo, que Dios la tenga en su gloria, pobrecita mía. Pues sí, éramos vecinas. Siempre nos hemos tenido aprecio y yo la veía como a una hija.
-       Dígame, ¿alguna vez oyó usted algo que le hiciera sospechar que podría producirse este crimen?
La señora Angustias se lo piensa antes de contestar. Se echa mano a la comisura de los labios, mira hacia ninguna parte, haciendo como que busca entre sus recuerdos, y finalmente contesta:
-       Pues, hombre, sus disputas tenían, como todo el mundo. Alguna vez se oían gritos, pero ella nunca nos dijo nada, nunca se quejó. Aparte de eso, yo no he visto nada. Este barrio es muy tranquilo, aquí todos nos llevamos bien y nadie puede creerlo.

El periodista, azuzado por el sueño y el frío, no tarda en evaporarse, una vez su compañero ha tomado las fotos que necesita. La señora Angustias también se retira, pensando para sí que ha hecho lo correcto. Cuando las cosas no tienen remedio, ¿a qué removerlas? En la calle queda ya sólo la portera del edificio, que se afana en limpiar el rastro de sangre que ha dejado la camilla en el pavimento y en la escalera, como si con ello quisiera hacer borrón y cuenta nueva.

2 comentarios:

Mark de Zabaleta dijo...

Excelente artículo....

Jesús Cano Henares dijo...

Como siempre, gracias, Mark. Feliz otoño.

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