miércoles, 2 de julio de 2014

El comedor de mosquitos

Ahora, que parece conjurada de momento mi falta de ideas y las palabras fluyen con algo más de soltura, publico este BREVATO, más bien cruel, pero con una impronta de misterio, que espero guste a quien lo lea. De momento, ha resultado balsámico para mi maltrecha inspiración.


Una mañana de verano, apenas despuntaba el día, una corredora que se había dado prisa en madrugar hizo un estremecedor hallazgo: a un lado del carril bici, encontró horrorizada un esqueleto perfectamente mondado, tanto que el sol primerizo arrancaba destellos a su cráneo reluciente. Lo más extraño era que el descarnado cadáver parecía cabalgar sobre una bicicleta y mostraba la boca demasiado abierta, como si hubiera muerto en pleno éxtasis.
El asunto, uno de los más misteriosos a los que se ha enfrentado la ciudad en toda su historia, quedó sin esclarecer y engrosa ahora el archivo policial de casos no resueltos.
Sin embargo, hubo muchos testigos que, por razones que después se comprenderán, nunca contaron lo que pasó. Yo fui uno de ellos y ahora, sin saber muy bien por qué, voy a desvelar lo que sucedió.
Pero antes, es necesario presentar a la víctima, sin duda uno de los más raros especímenes de la especie humana que hayan existido. Su nombre era Ambrosio y por toda propiedad poseía una vieja bicicleta Orbea. Por tener no tenía ni casa, ni familia,ni verdaderos amigos. No quería demasiado a la gente, a decir verdad no le gustaban nada sus semejantes. Lo único que apreciaba verdaderamente era pasear en su bici desde que amanecía hasta que anochecía, viendo la vida pasar a su lado a la velocidad justa, evitando todo encuentro, mirando a las personas con las que se encontraba sólo el instante justo para despreciarlos. Sólo rompía esa rutina para acudir, cuando le apretaba el hambre, a un comedor de beneficencia. Las hermanitas de los pobres, confundiendo su terca hosquedad con desamparo, le ofrecieron muchas veces quedarse también a dormir, pero él siempre rechazó esa oferta: la compañía de las ratas y las cucarachas en cualquier sucio rincón era preferible a arriesgarse a que alguien lo tomase por un demente. Que se sepa, no tenía documentación ni sus datos figuraban en archivo alguno: desde siempre vivió aislado del mundo y, por más raro que pueda parecer, nunca tuvo necesidad de relacionarse ni de dar cuentas a nadie. La única piedra que podía molestarle en su agujereado zapato aparecía cuando se veía en la necesidad de acudir a la beneficencia. Y así siguió hasta que llegó su final que, adelanto, no fue un asesinato sino una especie de suicidio. ¿Qué cómo sucedió todo? Enseguida lo cuento.

Días antes de su muerte, estando de nuevo en la cola de la sopa boba, se le plantó detrás un irredento parlanchín. Durante la hora larga que estuvo esperando, el bocazas no paró de largarle mil y una nimiedades, sin que el odio con que Ambrosio lo miraba hiciera mella en él. Por suerte, cuando estaba a punto de estrangularlo, le llegaba el turno y pudo zafarse así del cansino; pero aquella experiencia le marcaría para siempre.
Desde ese momento, y después de meditarlo detenidamente, consultando incluso con su bicicleta, decidió que no pasaría ni una vez más por aquella tortura. No volvería jamás a un comedor de beneficencia ni a ninguna otra parte donde tuviera que estar, siquiera un minuto, junto a cualquier otra persona. Conociéndose, tarde o temprano terminaría por matar a alguien por el simple hecho de hablarle. No es que tuviese reparo alguno en cometer el asesinato o temiese enfrentarse al remordimiento que un crimen así conlleva (él desconocía ése como casi cualquier otro sentimiento). No, lo que a él le preocupaba en caso de perpetrar un asesinato era acabar en prisión de por vida. Allí tendría que convivir a la fuerza con otros hombres, seguramente hombres temibles a los que no podría enfrentarse y de los que no podría huir con su bicicleta, como siempre. Ante tan desasosegante panorama, decidió no correr ningún riesgo. Y la mejor manera era llevar su misantropía hasta el extremo: no volvería a relacionarse jamás con ser humano alguno. Pero, ¿qué haría para comer? 
Meditaba sobre este grave inconveniente mientras paseaba, como tantas veces, por el carril bici que discurría junto al río. Entonces la solución le vino dada sola y por azar. Sin advertirlo, se tragó un mosquito de los muchos que pululaban alrededor del curso fluvial. En aquel verano, al que había precedido una primavera bastante lluviosa, proliferaban más que de costumbre los insectos. Al principio, el sabor le pareció insulso pero luego, cuando un nuevo díptero entró en su boca, lo encontró extrañamente sabroso. Casi al instante, notó una explosión placentera que, desde las papilas gustativas, se extendía a su cerebro. Podía percibir en ese instante una sensación de sosiego que jamás había experimentado. ¿Sería aquella una especie desconocida de mosquito con propiedades narcóticas? No había manera de saberlo y poco importaba. Lo único seguro era que ante sí aparecía la solución que buscaba. Además de tropezar con una fuente nada despreciable de alimento, también había hallado un eficaz método de contrarrestar su nefasto instinto asocial. En efecto, ahora, al cruzarse con alguien, ya no notaba esa fuerte repulsión que le asaltaba antes. Por el contrario, al ver a un semejante sonreía sincera aunque torpemente, pues no estaba acostumbrado a sonreír.


De este modo, ebrio por la euforia de sentirse nuevo, se volcó, boca abierta en ristre, a su actividad cinegética. Era ya tarde, casi la hora del ocaso, cuando empezó  la caza y, sí, logró embocar muchos más, decenas, centenares, tal vez miles de mosquitos más... pero nada era suficiente para su voraz apetito y menos aún para su mente, presa de aquella adicción de la que hablamos aún no descrita por la ciencia. Transcurrieron horas, días incluso, sin que Ambrosio pudiera saciarse. Enajenado por tan extraña pasión, el ciclista loco fue incapaz de percibir que volaba hacia la muerte: por muchos mosquitos que devorase, nunca obtendría el caudal de energía requerido para tan frenética caza. 
Una noche de luna llena, terminó por desplomarse sobre la cuneta. En su agonía final, lo vimos boqueando con patetismo. Nos acercamos a él, a cientos, a miles y, al vernos, nos recibió con una sonrisa demencial. Tragó tantos mosquitos que terminó por morir de sobredosis. Luego, lo devoramos hasta dejarlo en el puro hueso con esa meticulosidad que nos caracteriza a los insectos. Lo sé bien porque yo era uno de ellos.

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