Basado en hechos reales.
Yves vive en una población del extrarradio y, como cada día
a esas horas, saca a su perrito Yorkshire a pasear. Debe haber cientos, tal vez
miles de Yves sacando a perritos falderos como el suyo. La de cacas que estarán
cayendo en ese preciso instante en las maltrechas aceras. Yves nunca lleva
bolsa para retirar el excremento. ¿Para
qué? Rebajarse de esa manera sería perder su dignidad. Ya bastante tiene en el
trabajo. Y con la histérica de su mujer, siempre diciendo bobadas. Menos mal
que no hay hijos a los que lavar el culo. Sin darse cuenta, cada vez que saca al perro, se reformula
su muy particular aserto, que ha terminado por transmutar en axioma: “No hay que
perder la dignidad por minucias. Si se enfanga uno que sea por algo grande”. Ante
el mínimo tropezón o las más leve duda, es habitual en él perderse en la autocomplacencia, que es en realidad conmiseración. Omnubilado como se halla en
tan serias disquisiciones, ni se fija en que su lindo perrito hace lo de todos
los días. Primero se mea en la misma pared de la urbanización donde viven, y
luego suelta sus bolitas a pocos pasos de la puerta. Pero el dueño ni caso. Sólo sale
de su ensimismamiento cuando ve al perro olisquear alguno de esos montones de zurrullos tan de tropezarse uno con ellos. Sabe perfectamente que su intención es poner la guinda al pastel de mierda. Y eso sí que no. Al tiempo que
larga una patadita en el trasero del animal, piensa: “No es por asco. Mayormente es por lo feo que queda. La
dignidad es lo primero. Incluso la del perro”.
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