viernes, 30 de diciembre de 2016

Otoño en Corea (XVI)



Tras dejar al monje oportunista, retomamos el camino por terreno de nuevo montañoso. Sin darnos cuenta llegamos a una pequeña ciudad llamada Miryang. Es decir, con un nombre igual al de mi mujer, pero sin ninguna relación con ella. Si suena igual es por homofonía, como suenan igual haya (árbol) y haya (verbo). Pero esta coincidencia me pareció motivo suficiente para echar un vistazo. Y Miryang, la ciudad, no nos decepcionó, bien al contrario.
Miryang mirando a ver si las coles estaban en su punto de recolección.
Hallamos allí un pequeño barrio tradicional, con casas señoriales y huertitos en la puerta de atrás, un viejo templo budista y una hyanggyo o escuela secundaria medieval. Ésta última resultaba absolutamente encantadora. Por su aspecto de pabellón oriental, podía semejarse a un edificio religioso, pero su uso en la época Joseon (1392-1910) era docente. Más adelante hablaré de esta dinastía, la última monarquía de Corea.

Al llegar, el pabellón estaba ocupado por un grupo de mujeres que, al vernos, nos recibieron con un café calentito y muchas sonrisas. Se trataba, según nos dijeron, de maestras que decoraban paraguas para sus niños. Y nos animaron a que participásemos con sendas sombrillas que después podríamos llevarnos. La vieja escuela ahora es usada como centro multiusos por la comunidad educativa de la población.





Enseguida percibimos que estábamos en un lugar mágico. La tranquilidad que en él reinaba nos trasladaba a épocas pasadas ajenas a las prisas y demás desajustes de la vida actual. Además, rodeaba al pabellón un jardín de delicadas proporciones, con árboles y plantas de muchas especies, entre los que destacaba un ginkgo centenario al que un suave viento arrancaba poco a poco su dorada cabellera.



Sin duda aquél era un lugar todavía alejado de los grandes circuitos. Paseando por el pueblo no tropezamos con ningún turista, por lo que resultaba aún más atractivo. En el viejo templo unas escaleras desdentadas delataban su avanzada edad. 

Abrigaban al pabellón principal toda una cohorte de árboles que pincelaban el aire con variados colores, de modo que parecíamos haber penetrado en una fantasía. Sólo faltaba que apareciese un monje versado en artes marciales de adusto gesto. 



miércoles, 28 de diciembre de 2016

Otoño en Corea (XV)



Salimos de Gyeongju casi atardeciendo. Apenas nos dio tiempo a llegar al lugar que mi esposa había escogido para esa noche. Y que no conocía. De ahí que nos metiésemos, ya oscuro, por una infernal carretera de montaña que, sí, nos llevó a un lugar maravilloso. Aunque muy apartado.
Era una zona preparada para el turismo, pero en esos días aparecía tranquila, en temporada baja. Seguro que a este rinconcito encantador acudirían muchos coreanos, pero pocos extranjeros, a juzgar por la curiosidad que yo despertaba. En un pequeño restaurante nos trataron con deferencia y hasta nos frieron dos huevos de corral, una delicia, que no habíamos pedido.

Tras descansar en un hotel de montaña, nada más salir un viejo monje budista nos detuvo brazo en alto, como un guardia. Quería que lo acercásemos a un cruce de caminos que nos pillaba de camino. Dentro, el monje sonreía con la misma profesionalidad que un franciscano. Sin pedírselo, nos regaló dos brazaletes, supuestamente protectores. En ese momento, me pareció un gesto simpático. Y desde luego desinteresado.

Qué lejos estaba de la realidad. Al bajar del coche, nos pidió dinero (o limosna). A nosotros que lo habíamos recogido. Yo no sabía qué decir, por aquello de estar en otro país del que desconocía muchas costumbres. Una vez solos, mi mujer se mostró indignada. No se trataba de una costumbre ni nada parecido. Simplemente era un monje caradura. En estas no pude remediar compararlo con curas y frailes católicos. Parece que en todas las religiones cuecen habas –pensé-. incluso en el Budismo, tan bien visto en occidente. 
Monjes budistas de Tailandia en un jet privado a todo tren. Fuente: El país.
Después, recordé una anécdota protagonizada por el famoso bandido coreano Hong Kil Dong, defensor de los oprimidos. allá por el siglo XV- Resultó que este partisano llevó a cabo un espectacular robo en un convento budista del que se había adueñado la molicie y la avaricia. Los monjes acumulaban para sí mucho trigo, esperando que subiera el precio, mientras a su alrededor la gente se moría de hambre. Para engañarlos, Hong Kil Dong y sus hombres incendiaron una zona del edificio (lejos del lugar donde estaban los silos). Aprovechando la confusión, el Robin Hood coreano se adueño fácilmente del trigo y, pasado un tiempo, lo repartió entre los hambrientos.
Retrato recreación de HKD. Fuente: http://han-association.com/


lunes, 26 de diciembre de 2016

Otoño en Corea (XIV)


Templo de Bulguksa.
El templo Bulguksa ha sido restaurado no hace tanto, en 1973. Hasta esa fecha permanecía en ruinas, después de que a finales del siglo XVI sufriese grandes destrozos con la invasión japonesa. En eso padeció un abandono similar al de la Alhambra, sólo que el monumento nazarí quedó arruinado hasta la segunda mitad del siglo XIX no por una guerra sino por la pura desidia de la corona, su propietaria.
Ruinas de Bulguksa.
Bulguksa hoy.
Hoy, este templo una de las maravillas de Corea y ha sido declarado patrimonio de la Humanidad. Particularmente, me llamaron la atención ciertos detalles. Por ejemplo, el pilar con gárgolas de cabezas de dragón, que ofrece agua purificadora para el cuerpo y la mente; o los cuatro guardianes de la puerta. Pese a su aspecto feroz, se supone que eran seres benditos que acompañaban a Buda para protegerlo e imitar su búsqueda de la perfección.
El pilar de los dragones.

Una vez salimos del templo nos dirigimos hacia el museo de la cultura de Silla. La visita nos proporciona una perspectiva histórica amplia, desde los antecedentes neolíticos y de la edad del bronce a su desaparición a principios del siglo XI. En esa época, Silla entró en una espiral de conflictos internos que propició su creciente debilidad. De ello se aprovechó un incipiente reino llamado Goryeo, que iba extendiéndose por el norte de la península. Este nuevo estado, del que se deriva el actual nombre del país, dominó Corea hasta 1392, aunque haciendo grandes equilibrios con la cercana China para no desaparecer.
Un rincón de Bulguksa. Los montones de piedras son depositadas por los fieles.
Tras el paso por el museo, nos dirigimos a la moderna ciudad de Gyeongju, de orgullosos habitantes, descendientes de la mejor nobleza, según mi mujer. Aunque a mí me parece que tienen aspecto de campesinos. Es una ciudad preciosa donde me llama la atención el gran número de personas mayores que van en bicicleta. El uso de bicis no es frecuente en Corea. En Seúl, por ejemplo, no se ven carriles bici ni demasiados ciclistas. Claro que aquello es el reino de los hyundai y los kia, entre otras marcas de automóviles coreanos. Tal vez la potente industria automovilística y la planificación urbana al servicio de ésta impiden el desarrollo del transporte limpio. A saber.

Túmulos de los reyes de Silla en Gyeongju.
En Gyeongju son dignas de visitar las tumbas en forma de túmulos de los antiguos reyes de Silla. Junto a éstas descansamos en una destartalada casa de té para tomar una infusión de raíces que mitigue nuestro cansancio. Hay unos viejos que, a todas luces, tienen en este local su segunda casa. Son, salvando las distancias, como los ancianos que juegan aquí al dominó o a la brisca en esos viejos casinos en vía de extinción.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Otoño en Corea (XIII)


 
Al día siguiente toca madrugar. Estamos aquí para ver el amanecer. Para eso escogimos una habitación con magníficas vistas al mar. Sin embargo, la aurora no resulta demasiado espectacular. Tal vez por exceso de expectativas. Es un bello amanecer como todos, pero poco más. Cuando el disco solar saca cabeza sobre el horizonte, un barco de pesca atraviesa la cortina de rayos que proyecta el astro en la tranquila superficie marina.
Al salir del hotel, nos llama la atención un letrero que hay en la puerta. Indica las funciones de las diferentes plantas, pero la número 4 ha desaparecido. No es ningún error. Es que en Corea, como en China, el número 4 da mala suerte. Ya hablé de esto en otra entrada de este blog. Para evitar la “mala suerte” muchos edificios, como este hotel, simplemente saltan del 3 al 5. Lástima de 4. Además de cojo da mal fario en Oriente.

 

Hemos reservado esta jornada a visitar Gyeongju, una zona de tal riqueza monumental que es llamada “el museo sin paredes”. La razón es que entre los años 668 y 935 fue la capital del reino de Silla Unificado. Ya hablé con anterioridad de la guerra que libraron tres primitivas naciones en el siglo VII por hacerse con la supremacía de la Península coreana.
Tras unificar Corea, hacia el año 668, Silla se convirtió en un país próspero y protector de la cultura y las ciencias. Los ecos de su esplendor resonaron a miles de kilómetros, en el Califato abbasí. Hoy, para los coreanos, Silla es representada como una arcadia perdida de perfecto gobierno. 


En esta época, el budismo ya se había impuesto como religión y empapado todos los aspectos de la vida. Incluso las artes marciales, como el hwarangdo o “camino de la flor de los jóvenes”. Esta tradición, recuperada recientemente, concebía el adiestramiento militar de los jóvenes aristócratas como una actividad ascética, imprescindible para triunfar en la guerra.

 

No me cabe duda de que el esplendor de Silla está relacionado con las enormes cantidades de oro de que dispuso y que le sirvió para doblegar a los reinos rivales. Pero también para erigir prodigiosos complejos monumentales, como el templo Bulguksa que visitamos. O para igualar el refinamiento de la Bagdad de las Mil y Una Noches (por cierto contemporánea a Silla). Ya en una anterior entrada hablé del Poseokjeong, una especie de mesa de piedra, por donde fluía un canal con agua. Y en ese canal, flotaban copas que parecían tener vida propia, pues eran capaz de detenerse invitando a beber al comensal.

sábado, 17 de diciembre de 2016

Otoño en Corea (XII)



Tonteando con las máscaras coreanas.
De nuevo en camino, nos detenemos para comer. En Corea las áreas de servicio ofrecen comida económica y de buena calidad. Nada que ver con España, donde dejan mucho que desear. Por ejemplo, dos menús con plato principal y varios platillos de guarnición salen por unos 12 o 13 euros. Además, afuera hay puestos de comida rápida por si se tiene más prisa.

Con mi caballa al horno y sus tapas.
Se ha hecho bastante tarde y anochece sobre las cinco y media. Antes de buscar un alojamiento, decidimos dirigirnos a la cercana costa este para ver el mar. A partir de ese momento, el terreno montañoso se abre en una amplia llanura, jalonada de tanto en tanto por colinas arboladas en medio de arrozales. No tardará el paisaje rural en mutarse en zonas industriales. Esta región, Gyeongsang, es una de las más prósperas y también de las más conservadoras. Dice mi mujer que la han favorecido siempre sus políticos de derechas, que han copado el poder en los últimos tiempos. La misma presidenta Park, a punto de ser destituida, es originaria de aquí.

Estamos cerca de la ciudad de Pohang, primer centro siderúrgico del país y sede de grandes astilleros. Los astilleros de Corea son los más potentes del Mundo y eso se nota. 
Instalaciones siderúrgicas del gigante POSCO en Pohang. Un horror. Fuente: ww.flickr.com/photos.
Pohang también fue el escenario de la primera gran batalla de la Guerra de Corea. En sus playas desembarcaron en 1950 las primeras tropas de la ONU y Estados Unidos que hicieron frente a la invasión comunista del Sur de Corea.
Soldados norteamericanos desembarcando en 1950.
Sin darnos cuenta llegamos junto al puerto. Frente a nosotros ruge el Océano Pacífico, pese a lo cual hay locos que se atreven a cabalgar con una tabla sobre las ásperas olas. Y eso en pleno crepúsculo. 

En el centro izquierda, el loco de la tabla.
Este punto es uno de los favoritos de los surfistas coreanos y está lleno de establecimientos especializados. La sordidez urbanística no lo convierte en un lugar bonito, pero lo que cuenta es la bravura del oleaje.

Tras tomar un café en un coffeshop para surfistas, nos dirigimos hacia Yeongdeok, otra ciudad de la costa algo más al norte, conocida por sus maravillosos amaneceres. En este lugar, muy turístico, también parecen estar de feria. Hay neones por todos lados. Me resulta un poco decepcionante, demasiado contaminado por la sinergia turística. 

Al contrario que en Suanbo (la ciudad balneario) u otros lugares, noto escasa cordialidad en el trato. Y mucha menos calidad en los alojamientos. Pagamos lo mismo que en Suanbo por el hotel pero con servicios a años de luz. Eso sí, el baño tiene uno de eso váteres informatizados (Samsung, por supuesto), con un tubito para limpiarse las partes. 


¿Queda claro para lo que sirve el tubito?

Sin embargo, son aparatos en vías de extinción. En mi anterior visita, hace ocho años casi, los había en todas partes y ahora han prácticamente desaparecido, como una moda pasajera. Una amiga nos dijo después que resultan un engorro para limpiar y la gente se ha hartado de ellos. Estas cosas sólo pasan en Corea.

viernes, 16 de diciembre de 2016

Otoño en Corea (XI)


Al despertar, nos recibe un día radiante y templado. A poca distancia de Suanbo queda la aldea de Hahoe. Es uno de los lugares declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y cuna de una de las tradiciones más genuinas de la península coreana: el baile de máscaras bufonescas o tal.
Marionetas con las máscaras tal.
Aunque está planteado como un centro de interpretación de la antigua Corea, no es una reconstrucción, sino un poblado medieval auténtico. En este país, las invasiones mongoles, manchúes o japonesas (sobre todo éstas últimas) acabaron con la mayor parte del patrimonio monumental. Sin embargo, Hahoe quedó siempre a salvo por su posición, fácilmente defendible. Está prácticamente rodeada por un río y se extiende sobre una alta explanada.
Caminamos por esa explanada, jalonada de hayas, en busca de la encantadora aldea. Enseguida podemos comprobar que en ella aún desarrollan su vida muchas familias, la mayoría emparentadas con un solo clan, el de los Ryu. Junto a los palacetes nobiliarios crecen huertas que siguen siendo cultivadas. 
Cuchu o guindilla, secándose junto a las matas.
Es el tiempo de la recogida de la col china o baechu, y del cuchu o guindilla, dos de los ingredientes del kimchi. De este plato, que nunca falta en una mesa coreana, ya hablé al referirme a la gastronomía. En una soleada esquina, bajo el alero de una pabellón, una anciana prepara cuidadosamente nabo cortado para secar.


Al entrar a uno de los palacios, vemos que de su interior sale una pareja de ancianos que nos miran con la indolencia de quien se ha resignado a la presencia constante de turistas. 
De vuelta al aparcamiento, atravesamos un bosquecillo plagado de aceres rojos que parece el escenario de un cuento.

martes, 13 de diciembre de 2016

Otoño en Corea (X)



Continuamos nuestra visita por los márgenes del río Namhan, deteniéndonos en un amplio meandro que sirve de embarcadero. No es época de turistas, pero siempre se ven los típicos autobuses de jubilados. 


Nos fotografiamos frente a un cerro conocido por su forma como la Montaña de la Tortuga. Poco antes habíamos visto una señal de tráfico con una caricatura de estos animales. Es una advertencia para moderar la velocidad. La tortuga es una criatura venerada en oriente que simboliza la vida larga, la sabiduría y la tenacidad.
Era algo así, pero con letras coreanas y la tortuga subiendo una rampa: Fuente: http://bonaointernacional.blogspot.com.es/
Por el camino nos perdemos en una comarca que recuerda al interior de Galicia, conocida por su producción de frutas, sobre todo caquis y manzanas. Paramos junto a un agricultor que las recolecta y le pedimos comprar algunas, pero nos las regala. Está demasiado ocupado. Son más grandes y, sobre todo, más jugosas que las de España.
Miryang y sus manzanas. Y el agricultor: Venga ya, que tengo mucho trabajo.

Sin salir de vías secundarias, llegamos Mungyeong Saejae, clásico destino turístico que durante siglos fue paso de montaña y albergue para los caminantes. Una muralla con tres puertas marca el inicio de la ruta que conducía desde el centro del país a Seúl, por entonces llamada Hanseong
Junto a la vereda de montaña y el pequeño río hay una aldea tradicional, con dos zonas diferenciadas: las viviendas de los yangban o aristócratas y las de los sangmin, o siervos de aquéllos. En la época medieval, además existían dos clases sociales más: los junjin, o burguesía, y los jeonmin, una especie de intocables.


Cuando anochece buscamos un lugar para dormir. Vamos improvisando, esperando no encontrar problemas de alojamiento. Miryang conduce hasta Suanbo, una pequeña ciudad balneario. Por el módico precio de 70.000 wons (unos 56 euros) alquilamos una lujosa habitación con jacuzzi y aguas mineromedicinales. Tomamos un baño muy caliente, que buena falta nos hace. Sobre todo a mí, que comienzo a estar constipado.
Tras el baño, salimos a cenar. De noche, la ciudad aparece iluminada con estrambóticos arcos de luces y letreros de neón  de todos colores. No hay ninguna feria, como yo creía, es sólo una expresión del gusto de los orientales por el recargamiento lumínico. 
Que no, que no es la feria de abril.

En un restaurante tradicional, comemos tiras de carne asadas en un brasero de resistencias, acompañada por los típicos platitos de guarnición de verduras diversas, más algún pescado con salsa picante.


Junto a nosotros, una familia muy numerosa disfruta del mismo plato, especialidad de la casa. Hay desde ancianos a niñas de corta edad. Una de las ancianas posa su mirada en mí sin recato. Yo ya llevo haciendo lo mismo un buen rato, porque me regocija verlos tan alegres y relajados. Pese a la distancia física y cultural, me recuerdan a cualquier familia española que se reúne en un merendero para, sin pretenderlo, reafirmar sus vínculos, entre bocados, comentarios y bromas.

Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...