jueves, 31 de julio de 2014

La irreverencia de "Bésame tonto" (1964)


Acabo de volver a ver con enorme placer esta comedia de enredo del gran Billy Wilder, no tan conocida como "El apartamento" o "Con faldas y a lo loco", con las que comparte, cómo no, un afinado guión que aporrea sin piedad el estilo de vida americano, como en casi todos los films del director austríaco. Por supuesto, con la inapreciable ayuda de su co guionista, I.A.L. Diamond.


Resumo muy sucintamente el el argumento. La llegada de un famoso cantante (Dean Martin) a un perdido pueblo de Nevada despierta en dos músicos aficionados el deseo de venderle alguna de sus nefastas canciones a cualquier precio. Para ello, organizan una noche de pasión entre aquél y la mujer de uno de ellos, pero sustituyendo a la verdadera esposa por una prostituta. Sin embargo, los celos enfermizos del marido le llevarán incluso a defender a la falsa esposa de las manos de pulpo del galán.

Ray Walston, Dean Martin y Kim Novak luciendo escote.
Para mi lo mejor de la cinta es el personaje de la prostituta, Betty la Bomba, interpretado por Kim Novak. Sensualidad e ingenuidad son una perfecta combinación que ya usó Wilder el año anterior en "Irma la dulce" (1963), donde Shirley MacLaine también es una adorable prostituta: o años antes en "La tentación vive arriba" con Marilyn Monroe. Pues bien: la Novak aparece tan sensual como la famosa rubia platino en esta cinta, con la diferencia de que demuestra ser una actriz notablemente más solvente.
Otro de los valores de esta película es la interpretación de marido celoso ofrecida por Ray Walston, eterno secundario que demuestra en este papel protagonista su enorme talla de actor. Para perfilar perfectamente a este personaje, la banda sonora de André Previn juguetea con dos piezas de Beethoveen, según se muestre normal o angustiado por los celos. 
Quizás cabe reprocharle a "Bésame tonto" alguna vuelta de tuerca innecesaria para enredar más de lo debido el argumento, alguna rama de más que no le resta valor. Desde luego, no podría atribuirse a ese pequeño pecado que, en su época, se convirtiera en un fracaso en taquilla. Tal circunstancia hay que entenderla más bien por el boicot que recibió la cinta de parte de la crítica ultramontana de Estados Unidos, es decir casi toda en esa época. Se acusaba a Wilder de atacar no sólo los valores domésticos de la hipócrita sociedad norteamericana (el final feliz perdona el adulterio, por ejemplo) sino también el que es su mayor estandarte patrio: la igualdad de oportunidades, un mito que se vuelve humo cuando llega alguien con mayores posibilidades y te roba una idea genial.

Novak junto al director en un descanso. Fuente: Abc.es

miércoles, 2 de julio de 2014

El comedor de mosquitos

Ahora, que parece conjurada de momento mi falta de ideas y las palabras fluyen con algo más de soltura, publico este BREVATO, más bien cruel, pero con una impronta de misterio, que espero guste a quien lo lea. De momento, ha resultado balsámico para mi maltrecha inspiración.


Una mañana de verano, apenas despuntaba el día, una corredora que se había dado prisa en madrugar hizo un estremecedor hallazgo: a un lado del carril bici, encontró horrorizada un esqueleto perfectamente mondado, tanto que el sol primerizo arrancaba destellos a su cráneo reluciente. Lo más extraño era que el descarnado cadáver parecía cabalgar sobre una bicicleta y mostraba la boca demasiado abierta, como si hubiera muerto en pleno éxtasis.
El asunto, uno de los más misteriosos a los que se ha enfrentado la ciudad en toda su historia, quedó sin esclarecer y engrosa ahora el archivo policial de casos no resueltos.
Sin embargo, hubo muchos testigos que, por razones que después se comprenderán, nunca contaron lo que pasó. Yo fui uno de ellos y ahora, sin saber muy bien por qué, voy a desvelar lo que sucedió.
Pero antes, es necesario presentar a la víctima, sin duda uno de los más raros especímenes de la especie humana que hayan existido. Su nombre era Ambrosio y por toda propiedad poseía una vieja bicicleta Orbea. Por tener no tenía ni casa, ni familia,ni verdaderos amigos. No quería demasiado a la gente, a decir verdad no le gustaban nada sus semejantes. Lo único que apreciaba verdaderamente era pasear en su bici desde que amanecía hasta que anochecía, viendo la vida pasar a su lado a la velocidad justa, evitando todo encuentro, mirando a las personas con las que se encontraba sólo el instante justo para despreciarlos. Sólo rompía esa rutina para acudir, cuando le apretaba el hambre, a un comedor de beneficencia. Las hermanitas de los pobres, confundiendo su terca hosquedad con desamparo, le ofrecieron muchas veces quedarse también a dormir, pero él siempre rechazó esa oferta: la compañía de las ratas y las cucarachas en cualquier sucio rincón era preferible a arriesgarse a que alguien lo tomase por un demente. Que se sepa, no tenía documentación ni sus datos figuraban en archivo alguno: desde siempre vivió aislado del mundo y, por más raro que pueda parecer, nunca tuvo necesidad de relacionarse ni de dar cuentas a nadie. La única piedra que podía molestarle en su agujereado zapato aparecía cuando se veía en la necesidad de acudir a la beneficencia. Y así siguió hasta que llegó su final que, adelanto, no fue un asesinato sino una especie de suicidio. ¿Qué cómo sucedió todo? Enseguida lo cuento.

Días antes de su muerte, estando de nuevo en la cola de la sopa boba, se le plantó detrás un irredento parlanchín. Durante la hora larga que estuvo esperando, el bocazas no paró de largarle mil y una nimiedades, sin que el odio con que Ambrosio lo miraba hiciera mella en él. Por suerte, cuando estaba a punto de estrangularlo, le llegaba el turno y pudo zafarse así del cansino; pero aquella experiencia le marcaría para siempre.
Desde ese momento, y después de meditarlo detenidamente, consultando incluso con su bicicleta, decidió que no pasaría ni una vez más por aquella tortura. No volvería jamás a un comedor de beneficencia ni a ninguna otra parte donde tuviera que estar, siquiera un minuto, junto a cualquier otra persona. Conociéndose, tarde o temprano terminaría por matar a alguien por el simple hecho de hablarle. No es que tuviese reparo alguno en cometer el asesinato o temiese enfrentarse al remordimiento que un crimen así conlleva (él desconocía ése como casi cualquier otro sentimiento). No, lo que a él le preocupaba en caso de perpetrar un asesinato era acabar en prisión de por vida. Allí tendría que convivir a la fuerza con otros hombres, seguramente hombres temibles a los que no podría enfrentarse y de los que no podría huir con su bicicleta, como siempre. Ante tan desasosegante panorama, decidió no correr ningún riesgo. Y la mejor manera era llevar su misantropía hasta el extremo: no volvería a relacionarse jamás con ser humano alguno. Pero, ¿qué haría para comer? 
Meditaba sobre este grave inconveniente mientras paseaba, como tantas veces, por el carril bici que discurría junto al río. Entonces la solución le vino dada sola y por azar. Sin advertirlo, se tragó un mosquito de los muchos que pululaban alrededor del curso fluvial. En aquel verano, al que había precedido una primavera bastante lluviosa, proliferaban más que de costumbre los insectos. Al principio, el sabor le pareció insulso pero luego, cuando un nuevo díptero entró en su boca, lo encontró extrañamente sabroso. Casi al instante, notó una explosión placentera que, desde las papilas gustativas, se extendía a su cerebro. Podía percibir en ese instante una sensación de sosiego que jamás había experimentado. ¿Sería aquella una especie desconocida de mosquito con propiedades narcóticas? No había manera de saberlo y poco importaba. Lo único seguro era que ante sí aparecía la solución que buscaba. Además de tropezar con una fuente nada despreciable de alimento, también había hallado un eficaz método de contrarrestar su nefasto instinto asocial. En efecto, ahora, al cruzarse con alguien, ya no notaba esa fuerte repulsión que le asaltaba antes. Por el contrario, al ver a un semejante sonreía sincera aunque torpemente, pues no estaba acostumbrado a sonreír.


De este modo, ebrio por la euforia de sentirse nuevo, se volcó, boca abierta en ristre, a su actividad cinegética. Era ya tarde, casi la hora del ocaso, cuando empezó  la caza y, sí, logró embocar muchos más, decenas, centenares, tal vez miles de mosquitos más... pero nada era suficiente para su voraz apetito y menos aún para su mente, presa de aquella adicción de la que hablamos aún no descrita por la ciencia. Transcurrieron horas, días incluso, sin que Ambrosio pudiera saciarse. Enajenado por tan extraña pasión, el ciclista loco fue incapaz de percibir que volaba hacia la muerte: por muchos mosquitos que devorase, nunca obtendría el caudal de energía requerido para tan frenética caza. 
Una noche de luna llena, terminó por desplomarse sobre la cuneta. En su agonía final, lo vimos boqueando con patetismo. Nos acercamos a él, a cientos, a miles y, al vernos, nos recibió con una sonrisa demencial. Tragó tantos mosquitos que terminó por morir de sobredosis. Luego, lo devoramos hasta dejarlo en el puro hueso con esa meticulosidad que nos caracteriza a los insectos. Lo sé bien porque yo era uno de ellos.

martes, 1 de julio de 2014

Fulano y Mengano (1963)


Con este nombre, posiblemente muchos crean estar ante un bodrio de la peor especie, una suerte de antecedente de las películas de Mariano Ozores con Pajares y Esteso. Nada que ver con eso. Esta pequeña joyita del cine español se podría equiparar más bien al cine de Mario Monicelli (en concreto a Rufufú y su secuela). Como en éstas la miseria que a la que se enfrentaban y se enfrentan ahora muchos ciudadanos desclasados es tratada con respeto y ternura, para darnos a entender que los pobres también tienen su dignidad, pese a que muchos se empeñen en negársela.
La historia narra las peripecias de dos ex convictos, unidos antes en la cárcel por la desgracia de haber sido ambos condenados injustamente. Al salir, como no encuentran forma de hallar trabajo, se dedican a robar del modo más chapucero. Finalmente, a la pareja se une una joven pueblerina, entablándose entre ellos una relación donde todos cuidan de todos. 
A primera vista, parece un argumento insulso que podría derivar en una moraleja paternalista, como tantas otras de esa época. Sin embargo, el excelente guión, donde se alternan bien los momentos dramáticos con otros de depurada ironía, nos lleva hacia algo bien distinto. Y esto es que las personas orilladas por la sociedad  pueden, con esfuerzo, recuperar su dignidad mediante lo único que les queda: el apoyo mutuo, que no es otra cosa que solidaridad.
A destacar el excelente trabajo interpretativo de los dos protagonistas, Juanjo Menéndez y José Isbert (éste último sencillamente genial, como siempre), ayudados por el ingenioso guión que perfila perfectamente sus personalidades contrapuestas pero no opuestas. La chica, interpretada por Julia Martínez (famosa años después por La casa de los Martínez) demuestra también una buena dosis de talento y recuerda, en cierto modo, a las primeras interpretaciones de Claudia Cardinale (en las citadas películas de Monicelli).
La película, se puede descargar en el siguiente enlace de la web Largo 00 y Danky:
http://largo00ydanky.blogspot.com.es/2013/08/fulano-y-mengano-1959satripcomedia1fich.html


Para finalizar una pequeña reflexión que viene al caso. Cada vez estoy más convencido de que el cine español actual es muy deficiente (con sus muchas excepciones) en comparación con el que se hacía hace 50 años o más. Es algo que afecta también, aunque en menor medida, a otras cinematografías europeas, como la italiana o la francesa. La razón puede esta en lo que ya apuntaba Luis García Berlanga hace años. Antes, para bien o para mal, había una industria consolidada y, sobre todo, había mejores ideas y me atrevo a decir que mucho mejores actores. ¿Dónde estan el Pepe Isbert o el Berlanga de hoy? Además, no existía esa obsesión por trasplantar aquí los éxitos que nos llegan de fuera y sí una decidida  voluntad de crear una cinematografía con idiosincrasia propia. Por supuesto, estaba la censura, pero siempre había alguna manera de saltársela para despistar al censor. Bastaba, como muy bien hacía Berlanga, con introducir algún guiño argumental nacionalcatólico o darle vuelo a algún personaje tramontano, tan del gusto del régimen de entonces.  Desde ese momento, el guión obtenía la bendición oficial y podía conservar entre líneas su otra lectura sutilmente crítica. En cambio ahora, lo que más falta hace es precisamente aquella imaginación. A la falta de ideas se une el pésimo trabajo de los directores, que arrastran en su desidia a los actores, de forma que ver una película española actual es arriesgarse a sufrir aburrimiento y hasta a sentir vergüenza ajena. No es de extrañar que sea así si pensamos que el cine actual (tal vez de forma inevitable) es un organismo subvencionado desde hace demasiado tiempo. Habrá quien crea que hago una crítica devastadora, pero se trata de una opinión personal y tengo derecho a expresarla, sobre todo porque los propios profesionales del medio son incapaces, parece, de asumir la imperiosa necesidad que tiene nuestra cinematografía de reinventarse, tal vez volviendo a las raíces. Por el contrario, sin el más mínimo asomo de autocrítica, desvían el problema hacia otros asuntos, como la crisis de las salas de cine o la progresiva merma de subvenciones, que también cuentan, pero no son la raíz verdadera de problema.

Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...