miércoles, 27 de febrero de 2013

Guerras




Se dice que la guerra es tan antigua como el hombre; como el hombre primitivo, se entiende, o sea que es anterior a eso que llamamos civilización, un concepto, por cierto, que cada vez encuentro más contradictorio. Ese pedigrí otorgado a todo lo bélico basta a algunos para convertir la guerra en un elemento connatural al ser humano. Puede ser, pero eso no significa que no sea igualmente terrible y que, de ser una seña de identidad, resulte ciertamente un estigma para nuestra especie. De hecho, si asumimos que siempre hemos guerreado y lo haremos por los siglos de los siglos también hemos de asumir que sería nuestra peor forma de expresión, una auténtica vergüenza para nuestra estirpe. Y, como tal, deberíamos erradicarla de nuestras costumbres, por sangrienta e irracional.
Porque la guerra no es más que eso: una costumbre a la que se acude con demasiada frecuencia, vistas sus consecuencias, la peor y más extrema de las formas posibles de solventar los problemas. Y, en el fondo la más animal, la menos humana. Mucho menos humana que el diálogo, que en lugar de las armas se sirve del lenguaje, cualidad que sí nos diferencia de las bestias. Aunque la mejor manera de evitar los conflictos no sería atajarlos antes de que se desborden, sino prevenirlos desde la misma escuela, inculcando valores que faciliten la cohesión y el entendemiento social; entre ello aprecio especialmente el apoyo mutuo, o cooperación, interesante concepto que no es, como muchos creen, ciencia ficción (léase Hobbes y su “El hombre es un lobo para el propio hombre”), puesto que ha jugado un papel crucial en el desarrollo evolutivo de la humanidad, pese a lo cual apenas se le otorga importancia actualmente, anulado por su opuesto, la pujante y vigorosa competitividad.
Y, hablando de competitividad, las guerras tiene mucho de eso. Son una forma perfectamente sistematizada de destruir al adversario a cualquier precio y mediante férreos engranajes; tan férreos que a cada una de las pequeñas piezas que los forman se le llama “soldado”; es decir, unido férreamente. Y hablo de piezas al referirme a los hombres que hacen la guerra porque eso es lo que son considerados en la guerra: meros objetos de desgaste, tan fungibles como balas de artillería, incautados sus derechos y prohibidos los sentimientos pero, eso sí, obligados a cargar siempre con las armas y el sacrosanto deber de vencer o morir. Y ello sin que sepan, la mayoría de las veces, por qué están luchando. Y es es que las guerras tienen mucho de misteriosas y sólo conocen sus motivos unas cuantas personas, las que disponen, en una suerte de juego de sobremesa bien lejos del frente, la manera en que morirán en su propio beneficio miles, frecuentemente millones, de personas. De esas millones de víctimas, la mayoría son civiles inocentes atrapados entre los dos fuegos, a uno de los cuales han de llamar, para colmo, “fuego amigo”.
Y es que la hipocresía es otra de las características de la guerra. Tanto en las expresiones con que sus inductores la justifican como en los rituales que la bendicen. A este respecto, mi siempre venerado Voltaire decía, con sarcasmo y amargura a partes iguales, algo que sigue completamente vigente hoy, pese a los dos siglos y medio transcurridos: Lo maravilloso de esta empresa infernal (la guerra) es que cada jefe de los asesinos hace bendecir sus banderas e invoca a Dios solemnemente antes de ir a exterminar a su prójimo. Cuando un jefe sólo tiene la fortuna de poder degollar a dos o tres mil hombres, no da las gracias a Dios; pero cuando consigue exterminar diez mil y destruir alguna ciudad, entonces manda cantar el Te Deum (1).



Verdaderamente demencial, la guerra. A aquellos que viven de ella o a quienes, ingenuamente, la consideran algo glorioso, les gusta pensar que no es sino la preparación necesaria para la paz. En efecto, a una guerra no puede suceder sino un periodo de paz, pero ¿a qué precio? Para empezar esa paz es relativa si se tiene en cuenta la espiral de represión, abusos, corrupción y autoritarismo que generan las posguerras, de suerte que en más de una ocasión éstas resultan aún más devastadoras que los conflictos que las generaron. Investir de falso misticismo lo que no es sino barbarie no puede ser más hipócrita. Como hipócrita es llamar “misiones pacificadoras” a lo que no son sino operaciones de destrucción sistemática pulcramente planificadas; lo mismo se puede decir de llamar ocupación a lo que no es sino pura y simplemente invasión. En realidad, esas misiones internacionales, presentadas como garantes de la democracia (occidental, por supuesto) no son diferentes a las guerras del pasado, ya que buscan lo mismo: imponerse por la fuerza de las armas; otra cosa es que sean presentadas como una liberación, por obra y gracia de la propaganda; y hasta de la publicidad, en el caso de las campañas de reclutamiento donde se presenta a los ejércitos poco menos que como onegés.


La palabra libertad no falta en la parafernalia bélica. Las tropas norteamericanas hacen gala de ella siempre que pueden y bien a su gusto para justificar sus incursiones bélicas por todo el Planeta, por donde campan como quieren, intentando hacernos creer al resto de terráqueos que si matan a la gente es por su bien y porque uno de sus símbolos es la Estatua de la Libertad. Y fue durante la Guerra Civil española, cuando Francisco Franco, todo un dictador, se inventó aquello de “Una, grande y Libre” para calificar a esa España suya y bien suya que impuso por la fuerza de las armas y a la que rodeó de altos muros, una patria de cosnignas grandilocuentes pero miras estrechas, tan idílica como falsa.
Hablando de patria, es éste un término que sin duda los militares y los paramilitares adoran; de hecho, los defensores de la guerra (hay más de los que parece, aunque parezca increíble) suelen salir con que es algo patriótico, una lucha a vida o muerte, desagradable pero necesaria para defender de algún ataque extranjero (real o inventado) lo que es de todos (o sea, la patria). Desde luego, la defensa de la patria es el casus belli al que más se apela; pero que sea el más conocido no significa que sea siempre el verdadero motivo de guerra. 
En realidad no hay tantas guerras patrióticas como nos cuentan los libros de Historia. Es verdad que ciertos conflictos, como nuestra Guerra de la Independencia contra la invasión francesa, podrían ser calificadas como de liberación nacional; sin embargo, detrás de la mayor parte de los conflictos se esconden no intereses comunes sino más bien particulares que atañen puramente a las clases dirigentes. En ese sentido, son mecanismos mediante los cuales las élites de diferentes países solventan sus peores desavenencias. Otra cosa es que, sistemáticamente, quienes las fomentan las disfracen hábilmente de guerras patrióticas. Por ejemplo, la I Guerra Mundial fue provocada, sobre todo por el colosal cruce de intereses que quedaron al descubierto tras el reparto de África en la Conferencia de Berlín de 1885; a su vez, la II Guerra Mundial tiene su raíz en las desproporcionadas reparaciones de guerra impuestas a Alemania por su derrota en la anterior gran guerra. Pues bien, se podría decir que la causa de ambos conflcitos fueron no tanto las diferencias nacionales como la avaricia de las élites de ambos bandos. Por poner algún otro ejemplo de guerra falsamente patriótica, cabe recordar la de Las Malvinas. Desde luego a los argentinos no les gustaba ni les gusta aún que los ingleses les arrebataran en su día esas islas del demonio (valga la expresión por su malhadada situación geográfica). Sin embargo, como ahora se sabe bien, si se produjo esa guerra no fue porque la sociedad argentina la exigiese de forma contundente y mayoritaria, sino porque, en ese momento, 1982, la Junta Militar argentina y quienes la sustentaban veían peligrar su continuidad y, por tanto, sus privilegios, no los del pueblo argentino, como entonces se decía; así, en una huida hacia delante, esa pequeña élite de asesinos y mangantes se jugó el todo por el todo apostando por un conflicto que finalmente perdieron no sólo ellos sino la Argentina entera.
Porque ése, quizás, es el  peor resultado de las guerras: aunque las provocan unos pocos en ellas pierde todo el mundo; incluso quien se cree vencedor se deja algo en el camino. ¿Hay motivo mejor que ése para maldecirlas?


martes, 5 de febrero de 2013

Revoluciones de la Imprenta



Caja de tipos con los cajetines donde van colocados cada uno de ellos

A poco que nos fijemos, comprobaremos que la imprenta es uno de los inventos más decisivos para la historia de la Humanidad, uno de esos hitos que desde su aparición marca un antes y un después. Fue, a otra escala, como la aparición del fuego: los libros pasaron de dormitar en las tinieblas de los monasterios a poder ser fabricados en serie y, por tanto, a difundirse como una mancha de aceite por el mundo. No podemos saber si Johannes Gutenberg (1398-1468) llegó a vislumbrar totalmente la importancia que iba a cobrar su invento. Pero seguro que era perfectamente consciente de que era una gran cosa, algo más que una idea ingeniosa, un sistema  verdaderamente práctico que pondría patas arriba el mundo de la cultura y el pensamiento.
Como suele ocurrir en tantos casos, Gutenberg se lanzó al reto de poner en práctica su idea a partir de una apuesta: lleno de confianza y cuando la imprenta era tan sólo una idea en su cabeza aseguró que sería capaz de terminar una biblia antes que el copista más rápido de la Cristiandad. Ya se sabe que los libros antes se confeccionaban a mano por copistas, generalmente en los scriptoria de los monasterios, si bien también existía la xilografía, es decir la impresión de hojas a partir de clichés huecograbados. Gutenberg, en cierto modo, comenzó intentando perfeccionar el sistema xilográfico y logró mucho más que eso.
Ahora bien, algo que se desconoce por lo general es que el inventor alemán no fue el primero en servirse de tipos móviles para escribir. Hay pruebas de que hacia el año 1000 ya en China se imprimían libros a partir de tipos móviles de porcelana. Esta primitiva imprenta tropezaba, no obstante, con serias dificultades que hipotecaron desde el principio su futuro: la porcelana es materia bastante delicada y, por tanto, perecedera; además, dado el carácter de la lengua china, debían hacerse infinidad de caracteres ideográficos, y no sólo unas decenas, como en los idiomas occidentales. Resulta lógico pensar que, ante tamaños obstáculos, el invento cayese irremediablemente en el olvido y permaneciese en ese limbo durante siglos.

Impresores chinos
Hasta que la idea fue rescatada, en el siglo XIII, en Corea. Así, hay noticias fidedignas de que fue en aquel país donde se crearon los primeros tipos móviles metálicos, a partir de bronce, al menos 100 años antes de que se imprimiesen los primeros libros en Europa. Sin embargo, aquella primera imprenta coreana fue igualmente olvidada por las mismas razones que la china: la enorme dificultad de manejar miles de caracteres, en lugar de unos cuantos. Años más tarde, casi al tiempo que se descubría la imprenta en Europa, en Corea se perfeccionaba este sistema gracias a la creación de un alfabeto fonético coreano, obra del rey Sejong (1397-1450), conocido como el Grande. Y se sabe, por documentos oficiales de la época, que el deseo del soberano de perfeccionar la imprenta para obtener más libros con los que educar a su pueblo estuvo detrás de la invención de tal alfabeto.
Además de estas antiguas imprentas orientales, se tienen noticias de otros proto impresores en Europa, tanto en Holanda o en Italia como en la propia Alemania, más o menos contemporáneos de Gutenberg. Sin embargo, creo justo señalar que sólo a él debe atribuírsele el invento porque sólo él lo buscó con el convencimiento con que Colón se empeñó en descubrir América. Y así, si es verdad que otros antes conocieron los tipos móviles, al igual que los vikingos pisaron tierras americanas siglos antes que Colón, nadie como Gutenberg porfió por convertir lo que era sólo una brillante idea en una realidad destinada a cambiar el mundo. Y por ello es justo que haya pasado a la historia, si bien, como suele ocurrir tantas veces por desgracia, no pudo disfrutar de esa gloria ya que al final de su vida había quedado arruinado por las deudas contraídas con un banquero, un tal Fust. Éste, como buen banquero (es decir, sin escrúpulos), no sólo se quedó con todo el patrimonio de Gutenberg sino también, y eso fue lo peor para éste, con su preciado invento, del que sacó su buen rendimiento. Y es que, anteriormente y con suma habilidad, este Fust se había asociado con el inventor quien, confiado, había desvelado al hijo de aquél todos sus secretos. De lo que se concluye que, en lo que toca a inventos, la historia se repite una y otra vez para lastrar el verdadero avance de la Humanidad: el talento, casi siempre generoso y despreocupado, suele ser desposeído y hasta humillado por la abyecta pero perspicaz codicia, de modo que las mayores genialidades terminan siendo acaparadas por unos pocos en lugar de revertir en beneficio de todo el género humano, como hubiera deseado la mayor parte de sus artífices.
Pero, de regreso a la imprenta y a Gutenberg, algo que todavía no he dicho pero que considero no sólo necesario sino justo señalar es que yo prácticamente nací en una imprenta, de modo que desde niño conozco bien el olor de la tinta recién impresa en el papel, el sonido chispeante de las aspas de una máquina impresora manipulando papel, el chirrido inquietante de la guillotina, el seco estallido de la máquina de taladrar agujeros o el tintineo de los tipos cayendo de vuelta a las cajas una vez utilizados, para dormir un sueño más o menos breve… En fin todos y cada uno de los resortes de aquella imprenta antigua que permanecen y permanecerán siempre, como luces eternas, en mi mente. 

Grabado de Gutenberg que hay en la imprenta familiar
Todavía cuelga en aquel taller un grabado con un retrato de Gutenberg cuyo marco ha ido ganando suciedad y manchas de tinta a medida que el tiempo pasaba. Recuerdo, siendo yo todavía un crío de 5 o 6 años, ver a mi padre con su guardapolvo (a veces azul a veces gris) mirándome desde arriba, sosteniendo el componedor, su principal herramienta de trabajo, donde iba colocando los tipos de plomo para completar una línea que luego colocaba en la galera, donde iba poco a poco apareciendo el molde que, una vez bien cuadrado y atado con cuerdas de cáñamo, era colocado en la máquina de impresión para imprimir cada galerada, lo mismo una factura de una carnicería del pueblo que la página de un libro o un bando municipal. De esta forma, me fui familiarizando no ya con los libros sino con la mismísima fabricación de éstos, lo cual está detrás, sospecho, de mi irrefrenable vocación de escritor. Igualmente, este viejo y venerable oficio, al que con razón se denomina Artes Gráficas, es el origen, creo, de mi virulenta alergia a todo tipo de autoritarismo. Y es que, en efecto, en la misma naturaleza de la imprenta está que su materia prima esencial (los pensamientos) sea etérea y que sea la mente más que las manos su principal herramienta; y curioso resulta igualmente que lo mismo que se puede decir que la huerta da de comer y nos libra del hambre, se ha de afirmar que la imprenta y sus productos, los libros, dan qué pensar y por tanto liberan el espíritu.
No es de extrañar, pues, que fueran tipógrafos Pablo Iglesias, fundador del PSOE y la UGT, y Anselmo Lorenzo, patriarca del anarquismo en España e introductor de la I Internacional de Trabajadores, detalles que bastan para ilustrar sobre la importancia de este invento como motor para toda una serie de revoluciones culturales que universalizarían, hasta cierto punto, el acceso al conocimiento. Eso, al menos en teoría. Porque me temo que la realidad de los hechos indican otra cosa. Tales revoluciones, que en efecto las ha habido, tan pronto han irrumpido en la sociedad han sido domesticadas como se domestica todo, no sólo para obtener de ellas sustanciosos beneficios económicos (véase el cuasi monopolio que ejercen actualmente ciertas editoriales gigantescas en el panorama nacional) sino, sobre todo para doblegar y desdibujar hasta el ridículo las ideas que de ellas mismas se han derivado, en una suerte de involución invisible, perpetrada sobre todo a partir de los medios de comunicación de masas, esos hijos mayores de la imprenta. De este modo, la supuesta liberación que debía haberse derivado de forma natural de la proliferación de libros no ha resultado, a fin de cuentas y tras más de cinco siglos de la invención de su detonante, una verdadera arma de emancipación social sino todo lo contrario: una herramienta más de manipulación y control de los sentimientos y la opinión. Aunque hay quien afirma, no sin cierta razón, que todavía no han logrado someter a la todavía inaprensible Internet, que bien podría ser calificada como tataranieta aventajada de la entrañable pero domesticada imprenta.


Alhambra inadvertida: Al borde del Extasis

Sueño, fantasía, visión maravillosa, belleza indescriptible... son algunas de las palabras que pueden pasar por la mente de quien contempla,...